Reamde (81 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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Zula apuntó con el arma al centro del torso de Khalid y disparó tres balas a lo que supuso eran su corazón y sus pulmones.

Un sonido alto y agudo lo dominó todo: o bien el zumbido en sus oídos o el sonido del aire escapando a través de los agujeros en el fuselaje. Algo enorme voló hacia ella: Jones había reaccionado arrancando el edredón de la cama y lanzándoselo a la cara. Al mismo tiempo, la presión en su espalda se hizo enorme. El aire escapaba de la cabina, y la presión superior en la parte delantera del avión forzaba la puerta a abrirse. Disparó otra bala en dirección adonde suponía que podía estar Jones, pero entonces todo el peso del hombre cayó sobre su brazo armado, aplastándolo contra el suelo, y ella quedó atrapada entre su cuerpo y la puerta. La rodilla de Jones cayó en mitad de su pecho. Zula usó la mano libre para apartar el edredón. Jones estaba desarmado y sobre ella, extendiendo la mano por encima de su cabeza para agarrar un objeto amarillo que colgaba del techo. Zula tuvo alguna dificultad para distinguirlo, porque todo estaba difuso, pero entonces reconoció que era una mascarilla de oxígeno. Jones la atrajo hacia sí, se la colocó sobre la nariz y la boca, y se pasó la goma elástica por la cabeza.

Entonces la miró.

Las instrucciones de seguridad decían que había que ponerse la máscara primero y luego atender a quien necesitara ayuda. Jones había hecho la primera parte a la perfección, pero ahora simplemente la miraba interesado mientras se quedaba dormida.

Mientras Sokolov chapoteaba hacia el sonido del bote, empezó a considerar todas las formas en que aquello podía salir mal... o podía haber salido ya mal. Esa manera de pensar era costumbre suya desde que podía recordar. Se había multiplicado por mil durante su estancia en el ejército y se había trasladado bastante cómodamente al negocio de la asesoría de seguridad. Si los asesores de seguridad dirigieran el mundo, los militares ya no serían necesarios, porque todas las posibles contingencias que pudieran llevar a la aplicación de la violencia habrían sido previstas y tratadas mucho antes de que se convirtieran en guerras. O eso se había dicho siempre a sí mismo como justificación por haber escogido su segunda carrera.

El hecho de que la visibilidad se hubiera reducido a mucho menos de cien metros era bueno y malo a la vez. Era bueno porque Sokolov podría subir a bordo del barquito y pasar al contenedor sin que lo viera ningún espía de la costa. Era malo porque no podía ver llegar a su transporte. En el taxi, le había hecho varias preguntas a George Chow sobre cómo había hecho los acuerdos, cómo había escogido a este piloto en concreto, y si habría sido seguido o visto por algún agente de la China continental. George Chow pareció confiado (un poco demasiado confiado para el gusto de Sokolov) en haberlo hecho todo perfectamente. Este tipo de seguridad en uno mismo era frecuentemente un signo de advertencia. Sokolov no sabía nada de George Chow y su historia en este tipo de negocios, no hasta el grado en que las autoridades continentales habían penetrado en las fuerzas policiales y de seguridad de la isla, y por eso le pareció más seguro dar por hecho que habían seguido a Chow desde el hotel, o (más fácil y más barato) lo habían visto a través de cámaras de seguridad mientras recorría Jincheng y bajaba al muelle para contratar a un barquero. Si así había sido, habría resultado bastante fácil para un operativo continental ir y hablar con el mismo barquero en cuanto Chow se marchó y, a través de una combinación de sobornos y amenazas, conseguir que le dijera lo que sabía.

(«¿Qué sabe el barquero?», había preguntado Sokolov en el taxi. «Solo que tiene que recoger a alguien en un lugar y momento concretos —fue la respuesta desde el asiento delantero—. Usted debe decirle adónde va.»)

Por tanto, el barco que les esperaba en el punto de encuentro indicado en el GPS que Chow le había dado podía estar lleno de hombres venidos del continente esa misma mañana específicamente para encontrar a Sokolov y matarlo o llevarlo de vuelta a la República Popular China para interrogarlo y Dios sabía qué otro tipo de tratamientos.

Si eso sucedía y si la cosa acababa en tiroteo (y si Sokolov tenía algo que decir al respecto, así sería), ¿entonces qué les parecería, o cómo les sonaría a Olivia y George Chow puesto que no podían verlo? Una serie de disparos, apagados por el sonido de la marea abriéndose paso a través de los miles de dedos de piedra que sobresalían de la arena. Aunque Olivia fuera lo suficientemente imprudente para acercarse a investigar, no encontraría nada: el bote habría partido para entonces. Como mucho habría un cadáver o dos flotando en el agua, pero era muy improbable que encontrara pruebas tan directas. Mucho más lógico era que el resultado fuera un misterio para ella y para George Chow y que, asustados, se fueran al aeropuerto lo más rápidamente posible y se largaran de allí.

En el taxi, Sokolov le había preguntado a George Chow qué iba a suceder cuando llegara al final del viaje en Long Beach. Chow le había asegurado que agentes amigos del gobierno norteamericano subirían al carguero en ese punto y lo llevarían a un lugar seguro donde podría ser interrogado para transferir toda la información que tuviera que ofrecer sobre Abdalá Jones y recibir ayuda con los trámites de inmigración.

Pero Sokolov no tenía ningún interés en ser recibido ni interrogado ni ayudado. Ya tenía un visado B-1, que le permitía entrar en Estados Unidos cuando quisiera. Si fuera a colarse en el país desde un carguero, cosa que, comparada con lo que había estado haciendo en las últimas veinticuatro horas sería tan fácil como mear desde el muelle, entonces lo peor que podrían decir de él era que no le habían sellado el pasaporte cuando entró en el país: un problema en teoría, pero tan trivial que casi no merecía la pena preocuparse en ese momento. Ya le había dado a Olivia toda la información útil que tenía con respecto al paradero de Abdalá Jones, y por eso cualquier otro interrogatorio en Los Ángeles inevitablemente se centraría en temas cuya elaboración solo podría hacerle la vida más difícil, como Ivanov y Wallace y lo que había sucedido la mañana anterior en el edificio de apartamentos. Si las autoridades norteamericanas creían que lo habían matado en una emboscada en la costa de Kinmen, se ahorraría esas molestias.

También estaba el tema de Olivia.

A Sokolov le agradaba y quería que fuera feliz. Podía ver en su rostro que no estaba dispuesta a ser sincera consigo misma respecto a la naturaleza de la relación que había mantenido con él, que se había basado obviamente (para Sokolov al menos) en la simple atracción animal. A veces conocías a alguien e instintivamente querías follártelo sin descanso. Tenía que ver con las feromonas o algo. La mayor parte de las veces el sentimiento no era recíproco, pero a veces sí, y entonces estas veces pasaban con una intensidad y una brusquedad que no podían dejar de ser inquietantes para quien creyera que su vida tenía sentido. Pero no había nada más. Se lo habían pasado bien en el búnker, y probablemente habrían disfrutado algo más si las circunstancias los hubieran puesto juntos en un lugar seguro. Pero era improbable que esas relaciones duraran. Olivia, una mujer culta y racional, no estaba dispuesta a admitir que era el tipo de persona que podía implicarse en ese tipo de relación, y por eso incluso ahora ponía a funcionar su poderoso cerebro para elaborar una historia según la cual sería mucho, mucho más que eso. Si fueran vecinos o trabajaran en la misma oficina, entonces tendría que elaborar un largo y dramático y doloroso proceso para aceptar el hecho de que todo era estrictamente atracción animal y que no había ninguna base real para una relación.

Por fortuna, la situación que se presentaba era un poco más sencilla. Aunque el encuentro con el barquito y el carguero salieran a la perfección, era probable que ninguno de los dos volviera a verse jamás. Pero si Sokolov moría en una emboscada en medio de la bruma y la niebla en la costa de Kinmen, entonces ella podría cerrar la puerta de este lío altamente satisfactorio pero carente de significado, y seguir viviendo la vida feliz que Sokolov quería que viviera.

Y por eso, mientras se acercaba al sonido del motor del barco, Sokolov concibió un plan, que pareció bastante sencillo en el momento, para simplificar en gran medida su vida futura y la de Olivia, disparando unos cuantos tiros con su arma. Esto le daría un susto de muerte al barquero, pero Sokolov pensaba que podría controlar el problema sin demasiada dificultad. Cuando alcanzaran el carguero, hallaría algún modo de convencer al capitán de que el encuentro no se había producido, que el barquito que llevaba a Sokolov no había aparecido y que este nunca había subido a bordo. En el plazo de dos semanas, Sokolov se escabulliría del barco en Long Beach y utilizaría sus contactos en esa ciudad para pasar desapercibido una temporada. Luego se dirigiría a Toronto, que era donde había empezado. Una inspección concienzuda de los sellos de su pasaporte podría revelar algunas inconsistencias, pero nunca había visto a nadie examinar de cerca esas cosas.

Mientras se acercaba al lugar donde el barco lo estaba esperando, sacó primero la Makarov y luego la pistola ametralladora que le había cogido la noche anterior al yihadista y las comprobó para asegurarse de que estaban en condiciones de disparar, lo cual era probablemente una buena idea en cualquier caso. Consideró que si iba a intentar simular los sonidos de una batalla, sería más convincente si pudiera disparar unos cuantos tiros con la pistola y un par de andanadas con la ametralladora. Naturalmente, esperaría hasta estar a salvo en el bote, para que el barquero no huyera aterrorizado. A ese fin, no quiso salir de la bruma con un arma en cada mano, y por eso se guardó la Makarov en el cinto como de costumbre y se colgó la pistola ametralladora a la espalda.

El agua le llegaba hasta el pecho, adecuada para que pudiera flotar un barco de cierto calado. Sokolov se sumergió de modo que solo la coronilla le asomara, algo relativamente difícil de conseguir porque las olas seguían alzándose para cubrirlo. Inició su último acercamiento deslizándose de una columna cuajada de percebes a la siguiente. Podía oír la quilla del bote rozando contra uno de los pilares a pocos metros de distancia.

Finalmente empezó a enfocarlo: una larga sombra deslizándose sobre el agua. Mientas se acercaba la sombra se convirtió en una línea de gruesas Oes negras: los neumáticos colgados sobre la borda del barco, lo único que impedía que se aplastara contra las columnas de piedra. Pudo ver al barquero sentado erecto en la popa, esperando, preguntándose cuándo aparecería el pasajero. Habían lanzado una cuerda blanca por el lado de babor, cerca de la proa; era la parte más cercana a la orilla, y el barquero había dado por hecho que Sokolov se acercaría desde esa dirección y se alegraría de tener ayuda.

Pero esos neumáticos parecían capaces de proporcionar convenientes asideros para subir a bordo, y Sokolov no veía ninguna ventaja en hacerlo desde la dirección esperada. Así que dedicó unos instantes más a rodear la popa del barco, medio nadando y medio chapoteando ahora, y luego se acercó al lugar donde pudo ver bien el neumático y las cuerdas que usaría para subir a bordo. Entonces tomó aire, se sumergió, y cubrió los últimos metros bajo el agua.

Cuando vio el casco sobre él, encogió las rodillas hasta el pecho, se dejó hundir hasta el fondo, y entonces se lanzó hacia arriba con toda la fuerza que pudo acumular. Sus manos salieron disparadas del agua y se agarraron a la cuerda de un neumático. Levantó un pie y lo plantó en el borde del neumático, subió las manos por la cuerda de la que el neumático estaba suspendido, y luego se aupó con las manos y empujó con la pierna, lanzándose por encima de la borda y pasando la pierna libre al bote. Por un momento, aunque su impulso seguía empujándolo hacia delante, quedó a horcajadas en la borda. El barquero se volvió a mirar la fuente de esta salpicadura inesperada. Sokolov lo miró a los ojos un instante, y luego a la zona de carga de proa, y vio a tres hombres armados tendidos boca abajo, todos mirando en la dirección de la escala de cuerda.

Era demasiado tarde para hacer algo sobre el impulso que lo llevaba por encima de la borda, y el modo en que pasó la pierna por encima del borde y la plantó en cubierta lo obligó ahora a hacer una pirueta. Giró sobre el pie plantado, metiendo la otra pierna en el barco, dándoles por un instante la espalda a los pistoleros tendidos. El movimiento hizo que la pistola ametralladora volara en su correa. Se detuvo con fuerza plantando ambos pies en cubierta, y el arma giró a su alrededor hasta que la tuvo delante. La cogió con las dos manos, hincó una rodilla, y disparó una andanada al culo del hombre más cercano. Media docena de balas entraron en el cuerpo del blanco a través de la pelvis y continuaron por sus vísceras en la dirección general de su cerebro. Un segundo hombre se apoyó en el codo y miró hacia atrás para ver qué sucedía. Sokolov le borró la cara. El tercer hombre, más cerca de la proa, se puso en pie de un salto y saltó por la borda con un solo movimiento, perseguido por una andanada de balas de la pistola ametralladora. Sokolov soltó el arma y dejó que colgara de su cinta y empujó la Makarov en su funda. Se volvió hacia el aturdido barquero y señaló mar adentro. Entonces se tiró a la cubierta y se arrastró por el barco, pasando por encima de los dos hombres que se agitaban vagamente mientras morían, y se asomó entre dos neumáticos antes de retirar la cabeza. Tres estampidos sonaron a unos pocos metros de distancia: el tercer agente, probablemente disparándole desde detrás de una de aquellas columnas de piedra. Sokolov disparó varias veces a ciegas solo como medio de hacer que el hombre se lo pensara dos veces antes de exponerse. Pudo oír el motor acelerar y lo sintió moverse bajo su pecho. La siguiente vez que asomó la cabeza para echar una rápida ojeada, las columnas habían desaparecido en la bruma que ahora se había convertido en lluvia. El barquero continuó marcha atrás hasta que pudo alejarse lo suficiente, luego hizo dar media vuelta al barco y continuó recto.

Los disparos fueron absorbidos por el rugir de la marea creciente, y el zumbido del motor se apagó y desapareció a medida que el barco se alejaba de la isla. Olivia contuvo un ridículo impulso de gritar el nombre de Sokolov. Afianzó los pies bajo ella y se sentó en la plana superficie de la columna de piedra durante un minuto o dos, llevándose las manos a los oídos, esforzándose por escuchar... ¿qué? ¿Una llamada de socorro? ¿Gritos de agonía terminal? ¿Estática de walkie talkies? Pero no había nada, y se quedó preguntándose a sí misma si de verdad había oído algo.

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