Illyan se inclinó no adelante, sino atrás, estudiando a Miles desde el otro lado de la amplia superficie negra de la mesa.
—¿Le dijo a mi secretario que había algo que quería añadir a su informe?
Mierda. Ahora o nunca
. Pero la confesión de su pequeño problema médico sin duda aplastaría cualquier misión que hubiera prevista para él. Entonces es nunca. Lo arreglaré más tarde.
En cuanto sea posible
.
—Nada importante ahora. ¿Qué ocurre?
Illyan suspiró, y tamborileó con los dedos una vez, introspectivamente, sobre el negro vidrio que tenía delante.
—Recibí un informe preocupante de Jackson's Whole.
Miles contuvo el aliento.
Morí allí una vez
.
—El almirante Naismith es notablemente mal recibido en ese sitio, pero estoy dispuesto para un segundo asalto. ¿Qué han hecho ahora los hijos de puta?
—No se trata de una nueva misión, ni de un nuevo informe. Tiene relación con su última… Apenas puedo llamarla misión, ya que nunca la ordené. Su última aventura allí.
Illyan lo miró..
—¿Sí? —dijo Miles con cautela.
—Copias completas de los informes médicos de su cirujano de criorresurrección salieron por fin a la luz. Tardó algún tiempo, debido a la confusión de la precipitada partida del Grupo Durona de Jackson's Whole y a que los informes estuvieron dispersos entre Escobar y la Casa Fell. No hace falta decir que la Casa Fell no recibió datos adicionales. Los informes tardaron todavía más en ser recibidos y procesados por mi sección de análisis, y en ser finalmente leídos en detalle por alguien que comprendiera su significado e implicaciones. Varios meses, de hecho.
Miles sintió de pronto el vientre muy frío, como en recuerdo de su muerte helada. Tuvo una súbita visión de cuál sería el estado mental exacto de una persona que cae/salta/es empujada desde lo alto de un edificio, en esa eternidad subjetiva que tarda en alcanzar el pavimento de abajo.
Acabamos de cometer un grave error. Oh, sí
.
—Lo que más me molesta, por supuesto —continuó Illyan—, no son sus ataques, sino el hecho de que los ocultara a los médicos de SegImp que intentaban volver a ponerlo a punto para el servicio. Les mintió a ellos, y a través de ellos, a mí.
Miles tragó saliva, buscando en su paralizada mente una defensa para lo indefendible. Lo que no podía defenderse sólo podía ser negado. Se imaginó a sí mismo canturreando alegremente:
¿Qué ataques, señor?
No.
—La doctora Durona… dijo que desaparecerían solos.
Lo hizo
, maldición, lo hizo.
—O que… podrían desaparecer —se corrigió—. Hubo un momento en que pensé que así había sido.
Illyan sonrió. Cogió una tarjeta cifrada de encima de su mesa, y la sostuvo entre el pulgar y el índice.
—Esto —declaró— es mi último informe independiente de los Dendarii. Incluye los informes médicos del cirujano de su flota; los que guardaba en su camarote, no en la enfermería. No fueron fáciles de obtener. Los he estado esperando. Llegaron anoche.
Contaba con un tercer observador. Tendría que haberlo sabido. Debí habérmelo figurado
.
—¿Quiere seguir jugando? —añadió Illyan secamente.
—No, señor —susurró Miles. No era su intención que le saliera en un susurro—. No más juegos.
—Bien. —Illyan se meció ligeramente en su sillón, y arrojó la tarjeta sobre la mesa. Su rostro parecía el de la muerte. Miles se preguntó qué aspecto tendría su propia cara. Tan espantada como la de un animal deslumbrado por los faros de un coche que se abalanza hacia él a cien kilómetros por hora, sospechó.
—Esto —Illyan señaló la tarjeta— fue una traición a los subordinados que dependían de usted además de a los superiores que confiaban en usted. Y fue una traición a sabiendas, demostrada en el cuerpo del teniente Vorberg. ¿Tiene algo que decir en su defensa?
Si la situación táctica es mala, cambia de terreno.
Si no puedes ganar, cambia las reglas
. La tensión interna hizo que Miles se levantara de su asiento para caminar de un lado a otro ante la mesa de Illyan. Alzó la voz.
—Le he servido, en cuerpo y alma, y derramando copiosamente mi sangre, durante nueve años. Pregunte a los marilacanos lo bien que le he servido. Pregúnteselo a un centenar más. Más de treinta misiones, y sólo dos que pudieran ser remotamente consideradas como fracasos. Me he jugado la vida en combate docenas de veces; literalmente la
he perdido
. ¿No cuenta eso para nada ahora?
—Cuenta mucho. —Illyan tomó aire—. Por eso le estoy ofreciendo una licencia médica sin perjuicio alguno, si dimite ahora.
—¿Dimitir? ¿Rendirme? ¿Ésa es su idea de un favor? SegImp ha tapado escándalos peores que éste. ¡Sé que puede hacer más, si quiere!
—Es lo mejor. No sólo para usted, sino para su propia reputación. He examinado esto desde todos los ángulos. Llevo semanas pensando en ello.
Por eso me mandó llamar. Ninguna misión. Nunca la hubo. Sólo esto. Estaba jodido desde el principio. Ninguna oportunidad
.
—Después de servir a su padre durante treinta años —continuó Illyan—, no puedo hacer menos. Ni más.
Miles se quedó petrificado.
—¿Mi padre… pidió esto? ¿Lo sabe?
—Todavía no. Contárselo es una tarea que le dejo a usted. Es un último informe que no quisiera hacer.
Rara cobardía por parte de Illyan, y un castigo temible.
—La influencia de mi padre —dijo Miles amargamente—. Vaya favor.
—Créame, sin el historial que tan justamente cita, ni siquiera su padre podría conseguir ese favor de mí. Su carrera terminará en silencio, sin ningún escándalo público.
—Sí —jadeó Miles—. Muy conveniente. Me hace callar, y no me permite apelar.
—Le aconsejo, de todo corazón, que no fuerce un consejo de guerra. Nunca obtendrá un veredicto más favorable que este dictado en privado, entre nosotros. No bromeo si le digo que no tiene donde apoyarse. —Illyan palmeó la tarjeta cifrada, para dar énfasis a sus palabras. De hecho, no había ninguna alegría en su rostro—. Con las pruebas documentadas que hay aquí solamente, no importa todo lo demás, tendrá suerte de salir sin otra sentencia que una expulsión con deshonor.
—¿Lo ha discutido con Gregor? —exigió saber Miles. El favor imperial, su último recurso de emergencia; había jurado morir antes que recurrir a ello…
—Sí. En profundidad. He estado reunido con él toda la mañana sin hablar de otra cosa.
—Oh.
Illyan indicó su comuconsola.
—Tengo sus papeles preparados, para que los firme aquí y ahora. Huella de palma, escáner retinal, y se acabó. Sus uniformes… no procedían de almacenes militares, así que no tiene que devolverlos, y es tradición conservar las insignias; pero me temo que he de pedirle que entregue sus ojos de plata.
Miles, girando sobre los talones, abortó el gesto de sus agitadas manos que trataban de aferrar a la defensiva su cuello.
—¡Mis ojos no! No… no es cierto, puedo explicarlo, puedo…
Los bordes y superficies de los objetos de la sala, la mesa de la comuconsula, las sillas, el rostro de Illyan, le parecieron de pronto más nítidos que antes, como imbuidos de una mayor realidad. Un nimbo de fuego verde estalló en serpentinas de colores que cayeron sobre él.
¡No…!
Recuperó el conocimiento tendido sobre la alfombra de Illyan, cuyo rostro pálido gravitaba sobre él, tenso y preocupado. Tenía algo en la boca… Miles volvió la cabeza y escupió una estilo, un lápiz de luz de la mesa de Illyan. Tenía desabrochado el cuello (extendió la mano para tocárselo), pero los ojos de plata seguían en su sitio. Permaneció allí tirado un momento.
—Bien —dijo por fin, débilmente—. Imagino que ha sido todo un espectáculo. ¿Cuánto tiempo?
Illyan comprobó su crono.
—Unos cuatro minutos.
—Lo típico.
—Quédese quieto. Llamaré a un médico.
—No necesito a ningún maldito médico. Puedo caminar.
Trató de levantarse. Una pierna le cedió, y volvió a caer de bruces contra la alfombra. Se notaba la cara pegajosa: evidentemente en la primera caída se había lastimado la boca, que tenía hinchada, y la nariz, que estaba sangrando. Illyan le tendió un pañuelo, y él se lo apretó contra el rostro. Al cabo de un minuto aceptó que Illyan lo ayudara a volver a la silla.
Illyan se sentó a medias en el borde de su mesa, observándolo. Observándolo siempre.
—Sabía que había mentido —dijo—. Me había mentido a mí. Por escrito. Con ese maldito informe clasificado lo jodió… todo. Habría desconfiado de mi chip de memoria antes que desconfiar de usted. ¿Por qué, Miles? ¿Tanto pánico sintió? —La angustia manaba de su voz como la sangre de una herida.
Sí. Pánico. No quiero perder a Naismith. No quiero perderlo… todo
.
—Ya no importa. —Se llevó la mano al cuello. Una de las insignias rasgó el tejido verde, y se desprendió en sus manos temblorosas. Las lanzó a ciegas a Illyan—. Ahí tiene. Usted gana.
La mano de Illyan se cerró sobre las insignias.
—Dios me guarde de otra victoria semejante —dijo en voz baja.
—Muy bien, vamos, déme el lector. Déme el escáner retinal. Acabemos de una vez. Estoy harto de SegImp, y de comer la mierda de SegImp. Ya no más. Bien.
Los temblores no cesaban, radiando hacia fuera en calientes oleadas desde la boca de su estómago. Temió echarse a llorar delante de Illyan.
Illyan se sentó, volviendo hacia dentro la mano cerrada.
—Tómese un par de minutos para recuperarse. Tómese todo el tiempo que quiera. Luego vaya a mi cuarto de baño y lávese la cara. No voy a abrir la puerta hasta que esté listo para marcharse.
Extraños favores, Illyan. Me matas muy cortésmente
… Pero asintió, y entró tambaleándose en el pequeño lavabo. Illyan le siguió hasta la puerta. Luego, en apariencia tras decidir que esta vez se mantendría en pie, lo dejó a solas. El rostro del espejo, en efecto, no era para ser visto, ensangrentado y retorcido como estaba. Parecía la cara que le había devuelto la mirada el día en que murió la sargento Beatrice, sólo que unos cien años más vieja.
Illyan no avergonzará a un gran nombre. Ni yo debería hacerlo tampoco
. Se lavó con cuidado, aunque no consiguió limpiar todas las manchas de sangre del cuello rasgado y la camisa abierta color crema que había debajo.
Regresó, se sentó dócil, y dejó que Illyan le tendiera el lector para la huella de su palma, le pasara el escáner retinal, y registrara sus breves y formales frases de dimisión.
—Muy bien. Déjeme salir —pidió en voz baja.
—Miles, todavía está temblando.
—Todavía temblaré un rato. Se me pasará. Déjeme salir, por favor.
—Llamaré un coche. Y le acompañaré hasta él. No debería estar solo.
Oh, sí, claro que debería
.
—Muy bien.
—¿Desea ir directamente a un hospital? Debería hacerlo. Como veterano oficialmente retirado, tiene acceso a tratamiento de MilImp por propio derecho, no sólo en nombre de su padre. Yo… supuse que eso era importante.
—No. Deseo ir a casa. Me ocuparé de eso… más tarde. Es crónico, no crítico. Probablemente pasará otro mes antes de que vuelva a suceder, si es como de costumbre.
—Debería ir a un hospital.
Miles lo miró.
—Acaba usted de perder toda autoridad sobre mis actos. Permítame recordárselo, Simon.
Illyan abrió la mano en gesto de preocupado reconocimiento. Rodeó su mesa, y pulsó la tecla que abría la puerta. Se pasó la mano por la cara durante un instante, como para borrar toda emoción… y el agua que asomaba a sus ojos. Miles casi podía sentir el frescor de esa evaporación en los redondos pómulos de Illyan. Cuando el jefe de SegImp se volvió, su rostro era tan neutro e impenetrable como siempre.
Dios, me duele el corazón
. Y la cabeza. Y el estómago. Y todo lo demás. Se puso en pie, y se acercó a la puerta tras rechazar la vacilante mano de Illyan bajo su codo.
La puerta se abrió con un susurro y reveló a tres hombres que montaban ansiosa guardia cerca de ella: el secretario de Illyan, el general Haroche, y el capitán Galeni. Las cejas de Galeni se alzaron al ver a Miles, quien notó exactamente en qué momento advirtió el cuello despojado de insignias, pues sus ojos se dilataron sorprendidos.
Rayos, Duv, ¿qué te parece?
¿Que había tenido una pelea a puñetazos con Illyan y un intercambio de gritos? ¿Que un enfurecido Illyan le había arrancado a la fuerza de la túnica aquellos ojos de SegImp?
Las pruebas circunstanciales pueden ser muy convincentes
.
Los labios de Haroche se abrieron en un susurro de preocupada sorpresa.
—¿Qué demonios…? —Tendió una mano, para reforzar con el gesto la pregunta dirigida a Illyan.
—Discúlpennos.
Illyan no miró a nadie a los ojos y continuó caminando. Los oficiales de SegImp congregados se volvieron para contemplar a la pareja llegar al pasillo y girar a la izquierda.
Consciente de que los ojos del conductor de SegImp le seguían, Miles atravesó cuidadosamente la puerta principal de la Residencia Vorkosigan. No dejó que sus hombros se hundieran hasta que las puertas se cerraron tras él. Se desplomó en la primera silla que encontró, sobre la sábana. Pasó otra hora antes de que dejara de temblar.
No fue la creciente oscuridad, sino la presión de su vejiga, lo que por fin le obligó a ponerse en pie.
Nuestros cuerpos son nuestros amos, somos sus prisioneros. Liberemos a los prisioneros
. Una vez de pie y en marcha, su único deseo era quedarse quieto de nuevo.
Tendría que emborracharme. Es tradicional en situaciones como ésta, ¿no?
Cogió de la bodega una botella de coñac. El vino no parecía suficientemente venenoso. Este estallido de actividad cedió. Se puso a descansar en la habitación más pequeña que pudo hallar, una cámara del tercer piso que, de no ser por la ventana, podría haber pasado por un armario. Era la habitación de un antiguo criado, pero tenía un viejo sillón con orejas. Tras tomarse tantas molestias para encontrar el coñac, no le quedaban ánimos para abrir la botella. Se acurrucó en el gran sillón.
En su siguiente viaje al cuarto de baño, poco después de la medianoche, recogió la daga de su abuelo, y se la llevó consigo para colocarla junto a la botella de coñac sin abrir, en la mesita situada a su izquierda. La daga le tentó tan poco como la bebida, pero juguetear con ella le proporcionó unos cuantos momentos de distracción. Dejó que la luz resbalara por la hoja, y apretó ésta contra sus muñecas, su garganta, a lo largo de las finas cicatrices de su resurrección criogénica.
Decididamente, la garganta en cualquier caso
. Todo o nada, nada de jueguecitos.