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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

Recuerdos prestados (37 page)

BOOK: Recuerdos prestados
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—Es el pelo. Estás muy cambiada —agrega.

—Hola, Linda. Hola, Joe. —Tiendo la mano para saludarlos, pero Linda tiene otros planes y no duda en darme un fuerte abrazo.

—Ay, no sabes cuánto lo siento. —Me estruja—. Pobrecita.

Un bonito gesto, tal vez, si la conociera de algo más que de enseñarle tres casas hace más de un mes, aunque entonces también hizo algo semejante, poniendo sus manos en mi vientre prácticamente liso en cuanto se enteró de que estaba encinta. Durante el único mes que tuve ocasión de hablar de mi estado, me resultó sumamente molesto que mi cuerpo de pronto fuese propiedad del resto de la gente.

Baja la voz hasta un susurro y pregunta mirándome el pelo:

—¿Esto te lo hicieron en el hospital?

—¿Eh? No. —Me río—. Me lo hicieron en la peluquería —dice alegremente mi Dama del Trauma, que acude presta a salvarme el día. Abro la puerta con la llave y dejo que entren delante.

—Oh —musita Linda excitada, mientras su marido sonríe y la coge de la mano.

Tengo un
flashback
de Conor y yo hace diez años, cuando vinimos a ver la casa que había abandonado una señora mayor después de vivir sola en ella durante veinte años. Entro en la casa detrás de mi yo juvenil y el de Conor y, de pronto, ellos son reales y yo soy el fantasma que recuerda lo que vimos y escucha nuestra conversación, reviviendo el momento otra vez.

El interior apestaba, había alfombras viejas, suelos crujientes, ventanas podridas y un papel pintado que se había pasado de moda no menos de tres veces. La casa estaba hecha un asco, era un pozo sin fondo, pero nos quedamos prendados en cuanto entramos donde Linda y su marido se encuentran ahora.

Lo teníamos todo por delante en aquel entonces, cuando Conor era el Conor a quien amaba y yo era mi viejo yo; una pareja perfecta. Luego Conor se convirtió en quien es ahora y yo me convertí en la Joyce a quien él ya no amaba. A medida que la casa fue volviéndose bonita, nuestra relación fue volviéndose fea. Podríamos haber pasado la primera noche en nuestro hogar tumbados sobre una alfombra llena de pelo de gato y habríamos sido felices, pero luego cada pequeño detalle que iba mal en nuestro matrimonio intentábamos arreglarlo comprando un sofá nuevo, reparando las puertas, cambiando las ventanas que dejaban pasar el aire. Ojalá hubiésemos dedicado tanto tiempo y concentración a nosotros mismos; a la mejora personal en vez de a la mejora del hogar. No pensamos en poner remedio a las corrientes de aire de nuestro matrimonio; silbaban a través de grietas cada vez más grandes mientras ninguno de los dos prestaba atención, hasta que una mañana ambos nos despertamos con los pies fríos.

—Os enseñaré la planta baja pero, eh… —Levanto la vista hacia la puerta del cuarto del niño, que ya no vibra como lo hacía cuando regresé a casa recién salida del hospital. Sólo es una puerta, silenciosa y quieta. Hace lo que hacen las puertas. Nada—. Dejaré que inspeccionéis el piso de arriba por vuestra cuenta.

—¿Los dueños aún viven aquí? —pregunta Linda.

Miro en derredor.

—No. No, hace tiempo que se fueron.

Justin recorre el pasillo hacia el lavabo leyendo cada uno de los nombres que figuran en las puertas, buscando el despacho de Sarah. No sabe por dónde empezar pero quizá si encontrara la carpeta sobre las donaciones de sangre recibidas en el Trinity College a principios de otoño estaría más cerca de averiguar algo.

Finalmente ve su nombre en una puerta y llama con discreción. Como nadie contesta, entra y la cierra sin hacer ruido. Echa un vistazo rápido, hay montones de carpetas en los estantes. Se dirige de inmediato al archivador y se pone a revolverlo. Momentos después el picaporte gira. Suelta la carpeta que se disponía a abrir, se vuelve hacia la puerta y se queda paralizado. Sarah le mira escandalizada.

—¿Justin?

—¿Sarah?

—¿Qué haces en mi despacho?

«Eres un hombre cultivado, di algo inteligente.»

—Me he equivocado de puerta.

Sarah cruza los brazos.

—¿Por qué no me dices la verdad de una vez?

—Volvía del baño y he visto tu nombre en la puerta y se me ha ocurrido entrar a echar un vistazo para ver cómo era tu despacho. Tengo una teoría, ¿sabes?, y es que creo que un despacho dice mucho sobre cómo es una persona y he pensado que si vamos a tener un futuro jun…

—Nosotros no tenemos ningún futuro.

—Oh. Vaya. Pero si fuéramos a…

—No.

Justin inspecciona el escritorio y sus ojos se detienen en una fotografía de Sarah abrazando a una niña rubia y a un hombre. Posan muy felices en una playa.

Sarah sigue su mirada.

—Es mi hija, Molly. —Acto seguido aprieta los labios, enfadada consigo misma por haber hablado más de la cuenta.

—¿Tienes una hija? —Alarga la mano hacia el marco, se detiene antes de tocarlo y la mira pidiendo permiso.

Sarah afloja la presión de los labios y asiente.

—Es muy guapa —dice Justin cogiendo el retrato.

—En efecto.

—¿Qué edad tiene?

—Seis años.

—No sabía que tuvieras una hija.

—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí. En ninguna de nuestras citas te has quedado el tiempo suficiente para hablar de algo que no fueras tú.

Justin se avergüenza, le cae el alma a los pies.

—Sarah, lo siento mucho.

—Eso ya lo has dicho, con mucha sinceridad, justo antes de entrar en mi despacho a hurgar entre mis cosas.

—No estaba hurgando…

Basta una mirada de Sarah para impedirle decir otra mentira.

Le coge la fotografía de las manos con delicadeza, sus ademanes no son bruscos o agresivos. Está muy decepcionada; no es la primera vez que se lleva un chasco con un idiota como Justin.

—¿Y el hombre de la foto? —pregunta él.

Sarah la mira con tristeza y vuelve a ponerla en su sitio.

—Antes me habría encantado hablarte de él —dice en voz baja—. En realidad, recuerdo haberlo intentado al menos en dos ocasiones.

—Lo siento —repite Justin, sintiéndose tan avergonzado que casi no alcanza a ver por encima del escritorio—. Te escucho.

—Y también recuerdo que me has dicho que tenías que coger un avión.

—Es verdad. —Justin asiente y se dirige hacia la puerta—. De verdad que lo siento muchísimo. Estoy sumamente avergonzado y decepcionado de mí mismo. —Y se da cuenta de que realmente lo dice con el corazón en la mano—. Me están pasando cosas muy extrañas de un tiempo a esta parte.

—Y a quién no. Cada cual tiene que lidiar con su mierda, Justin. Te ruego que no me metas en la tuya.

—De acuerdo.

Asiente otra vez y le dedica otra avergonzada sonrisa de disculpa antes de salir del despacho, correr escaleras abajo y volver al coche sintiendo desprecio hacia sí mismo.

35

—¿Qué es eso?

—No lo sé.

—Frótalo.

—Frótalo tú.

—¿Habías visto algo como esto alguna vez?

—Sí, tal vez.

—¿Qué significa tal vez? O lo has visto o no.

—No te hagas la lista conmigo.

—No lo hago, sólo intento saber qué es. ¿Crees que saldrá?

—Ni idea. Preguntemos a Joyce.

Oigo que Linda y Joe hablan a media voz en la entrada. He dejado que se las arreglen solos y aprovecho para beber un café en la cocina mientras contemplo el rosal de mi madre en el fondo del jardín; veo los fantasmas de Joyce y Conor tomando el sol en el césped durante un caluroso día de verano con la radio a todo volumen.

—Joyce, ¿podemos enseñarte una cosa un momento? —dice Linda desde el recibidor.

—Claro.

Dejo la taza de café, me cruzo con el fantasma de Conor que prepara su especialidad de lasaña, me cruzo con el fantasma de Joyce sentada en su sillón favorito en pijama, comiendo una chocolatina Mars, y entro en el recibidor. Están a cuatro patas examinando la mancha que hay a los pies de la escalera. Mi mancha.

—Creo que podría ser de vino —comenta Joe, levantando la vista hacia mí—. ¿Dijeron algo sobre la mancha los dueños?

—Eh… —Me flaquean las piernas y por un instante pienso que las rodillas van a ceder. Me inclino para agarrarme a la barandilla y finjo mirarla con más detenimiento. Cierro los ojos—. Que yo sepa, ya la han limpiado varias veces. ¿Os interesaría conservar la moqueta?

Linda hace una mueca mientras piensa, mira la escalera de arriba abajo y luego pasea por la casa con la nariz arrugada, estudiando la decoración que yo elegí en su momento.

—No, supongo que no. Creo que el suelo entarimado quedaría precioso. ¿Tú no? —pregunta a Joe.

—Sí —asiente él—. El roble es muy bonito.

—Creo que no conservaríamos esta moqueta. —Linda vuelve a arrugar la nariz.

No he tenido intención de ocultarles la identidad de los dueños adrede; no tiene sentido hacerlo ya que de todos modos lo verán en el contrato. Había supuesto que sabían que la propiedad era mía, pero el malentendido ha sido suyo y, como ponían pegas a la decoración, a la distribución de las habitaciones y a los ruidos y olores extraños en los que han reparado y que a mí a estas alturas ya me pasan inadvertidos, no me ha parecido oportuno incomodarlos señalándoselo.

—Parecéis contentos —sonrío, observando sus rostros radiantes de dicha y entusiasmo por haber encontrado finalmente una propiedad en la que se sienten en casa.

—Lo estamos —corrobora Linda sonriendo de oreja a oreja—. Hemos sido muy quisquillosos hasta ahora, como bien sabes. Pero las cosas han cambiado y tenemos que salir de ese piso y encontrar un sitio más grande tan pronto como podamos, visto que nos expandimos, o, mejor dicho, que me expando —bromea nerviosamente, y sólo entonces me fijo en el pequeño bulto que tiene debajo de la blusa, arrugada por la tirantez de los botones.

—Ay, caramba… —Nudo en la garganta, las rodillas me flaquean otra vez, los ojos llorosos. «Por favor, que este momento pase enseguida; por favor, haz que no me miren.» Tienen tacto y apartan la vista—. Eso es fantástico, enhorabuena —dice mi voz alegremente, e incluso yo percibo lo falsa que es, tan desprovista de sinceridad, palabras tan vacías que casi resuenan dentro de sí mismas.

—Por eso el cuarto de arriba sería perfecto —agrega Joe, señalando con el mentón.

—Pues claro, os viene de maravilla. —El ama de casa burguesa de los años sesenta reaparece mientras me deshago en exclamaciones y lugares comunes hasta el final de la conversación.

—Me cuesta creer que no quieran ningún mueble —dice Linda, mirando en derredor.

—Bueno, es que se han mudado a un sitio más pequeño y sus pertenencias no caben.

—Pero ¿no van a llevarse nada?

—No. —Sonrío echando un vistazo al lugar—. Sólo el rosal del jardín trasero.

Y una maleta llena de recuerdos.

Justin se deja caer en el asiento del coche dejando escapar un suspiro gigantesco.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Thomas.

—Nada. ¿Tendría la bondad de llevarme directamente al aeropuerto, por favor? Voy un poco retrasado.

Justin apoya el codo contra la ventanilla y se tapa la cara con la mano, odiándose a sí mismo, odiando al miserable egoísta en quien se ha convertido. Él y Sarah no estaban hechos el uno para el otro, pero ¿qué derecho tenía a utilizarla de esa manera, a arrastrarla consigo a su pozo de desesperación y egoísmo?

—Tengo una cosa que a lo mejor le levanta el ánimo —dice Thomas, abriendo la guantera.

—No, gracias, no estoy de… —Justin se interrumpe al ver que el chófer saca de la guantera un sobre y se lo entrega.

—¿De dónde ha sacado esto? —pregunta reconociendo el sobre.

—Me ha llamado el jefe y me ha dicho que se lo diera antes de que regresara al aeropuerto.

—Su jefe. —Justin entórnalos ojos—. ¿Cómo se llama?

Thomas tarda unos segundos en contestar.

—John —responde finalmente.

—¿John Smith? —dice Justin con sarcasmo.

—El mismo.

Sabiendo que no va a sonsacar nada a Thomas, vuelve su atención hacia el sobre. Le da varias vueltas en la mano, tratando de decidir si abrirlo o no. Podría dejarlo como está y poner fin a todo el asunto ahora mismo, volver a poner orden en su vida, dejar de utilizar a la gente, de aprovecharse. Conocer a una buena mujer, tratarla bien.

—¿Y bien? ¿Es que no va a abrirlo? —pregunta Thomas.

Justin sigue dándole vueltas con la mano.

—Quizá.

Papá me abre la puerta con los auriculares de su iPod puestos y el aparato en la mano. Me mira de arriba abajo.

—¡Caramba, qué guapa vas hoy, Gracie! —grita a pleno pulmón, y un hombre que pasea a su perro por la acera de enfrente se vuelve para mirarnos—. ¿Tenías alguna cita importante?

Sonrío. Por fin un poco de alivio. Me llevo el dedo a los labios y le quito los auriculares.

—He estado enseñando la casa a unos clientes —le digo.

—¿Les ha gustado?

—Van a volver dentro de unos días para tomar medidas, y eso es buena señal. Pero al verme allí otra vez, me he dado cuenta de que aún me queda mucho.

—¿No crees que ya has sufrido bastante? No tienes que pasarte semanas enteras llorando sólo para sentirte bien al respecto.

Sonrío.

—Me refiero a que tengo que pasar revista a mis posesiones. Cosas que he dejado atrás. Creo que no querrán muchos de los muebles. ¿Te parecería bien que los guardara en tu garaje?

—¿En mi taller de carpintería?

—Donde no pones un pie desde hace diez años.

—He entrado más de una vez —dice a la defensiva—. Ay, de acuerdo, puedes meter tus cosas. ¿Llegaré a librarme de ti alguna vez? —dice con un amago de sonrisa.

Me siento a la mesa de la cocina y papá de inmediato se pone a llenar la tetera como hace cada vez que alguien entra en su cocina.

—¿Qué tal fue el Club de los Lunes de anoche? Apuesto a que Donal McCarthy no podía creerse tu historia. ¿Qué cara puso? —Me apoyo en la mesa, ansiosa por oírle.

—No acudió —dice papá, dándome la espalda mientras coge un plato y una taza para él y un tazón para mí.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¡Con la historia tan buena que tenías para contarle! Será gallina. En fin, tendrá que ser la semana que viene, ¿no?

Se vuelve muy despacio.

—Murió este fin de semana. El funeral es mañana. Pasamos la velada hablando sobre él y las historias que nos contó más de mil veces.

—Oh, papá, lo siento mucho.

—Ya, en fin. Si no hubiese muerto durante el fin de semana, habría caído muerto al enterarse de que conocí a Michael Aspel. Quizá sea mejor así. —Sonríe apenado—. Ay, no era tan mal hombre. Lo pasábamos bien aunque siempre anduviéramos chinchándonos.

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