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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía

BOOK: Reina Lucía
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Adorada por legiones de fans, inspiradora de una famosa serie de la BBC,
Reina Lucía
es la primera de la mítica serie de novelas de
Mapp y Lucía
, deliciosas sátiras sobre la pretenciosa y relamida burguesía rural británica.
Reina Lucía
nos presenta a la inimitable Emmeline Lucas (Lucía para los amigos), árbitro social y reina del pintoresco villorrio de Riseholme, que ve su trono peligrar con la aparición de Olga Bracely, una cantante de ópera sin escrúpulos. Para hacerle frente, contará con el apoyo de su fiel amigo, Georgie Pillson, un zangolotino de la mejor calaña, aficionado al cotilleo salvaje, al
petit point
y a las conversaciones en italiano macarrónico; o con su molesta vecina, Daisy Quantock, que revoluciona al pueblo entero cuando adquiere un «gurú» nativo de la India aficionado a las bebidas espirituosas de alta graduación, que introduce en la comarca la fiebre por el Yoga.

Reina Lucía
es una novela deliciosa, ferozmente
british
, que incita a la risa desde la primera página con un humor que no tiene precio.

E. F. Benson

Reina Lucía

Mapp y Lucía - 1

ePUB v1.0

Elle518
22.08.12

Título original:
Queen Lucia

E. F. Benson, 1920.

Traducción: José C. Vales

ePub base v2.0

1

A
pesar de que aquella mañana de julio hacía un sol abrasador, la señora Lucas prefirió recorrer a pie la media milla que había entre la estación y su casa, enviando a la doncella y el equipaje en la calesa que su marido había mandado para recogerla. Después de cuatro horas metida en el tren, pensó que un breve paseo resultaría muy agradable; pero existía otro motivo, inconscientemente alimentado, que la impelía a semejante ejercicio, aunque procuró apartarlo de su pensamiento. Por supuesto, todos sus amigos en Riseholme sabían que su regreso se produciría ese día preciso a las 12:26, y a esa hora las calles del pueblo a buen seguro estarían llenas de gente. Así, todos verían cómo la calesa con el equipaje se detendría a la puerta de The Hurst, y nadie, salvo la doncella, bajaría de ella.

Aquello les resultaría ciertamente intrigante: provocaría una de esas pequeñas conmociones de placentera excitación y suposiciones que diariamente proporcionaban a Riseholme su sustento emocional. Todos se preguntarían qué le habría ocurrido, si se habría puesto enferma en el ultimísimo momento antes de abandonar Londres y, con su bien conocida fortaleza y consideración para con los sentimientos ajenos, habría enviado a la criada a fin de convencer a su marido de que no tenía motivos para preocuparse. Evidentemente, tal sería la suposición de la señora Quantock, dado que la mente de la señora Quantock, entregada como estaba al estudio del Cristianismo Científico y a la negación sistemática del dolor, la enfermedad y la muerte por lo que a ella concernía, siempre estaba dispuesta a proporcionar las más sombrías perspectivas en lo que concernía a sus conocidos, y así, con la más ligera excusa, tendía a conjeturar que sus amigos —pobrecitas criaturitas ignorantes— sufrían enfermedades ficticias
[1]
. En fin, dado que la calesa ya habría llegado a The Hurst, y que Daisy Quantock ya la habría visto llegar o bien habría sido informada de ello, todas las evidencias favorecerían naturalmente que esta dama hubiera comenzado ya su tratamiento médico a distancia. Muy probablemente Georgie Pillson también habría presenciado la anticlimática llegada de la calesa, pero él habría aventurado una explicación mucho más probable —aunque equivocada— a la ausencia de la señora Lucas. Seguramente supondría que, en Londres, la señora Lucas habría enviado a la doncella con el equipaje a la estación a fin de reservar asiento, mientras que ella, ajena al paso del tiempo, emplearía su última media hora en la ciudad admirando las piezas maestras del arte italiano en la National Gallery, o los bronces griegos en el British Museum. A buen seguro no se habría dignado visitar la Royal Academy, puesto que la escena cultural de Riseholme, liderada por la propia señora Lucas, despreciaba y no concedía ningún valor a todos los esfuerzos artísticos posteriores a la muerte de sir Joshua Reynolds, y a una buena parte de todo lo anterior también… Y en cuanto a su marido, con su fino olfato para lo obvio, sería enojosamente capaz de concluir, incluso antes de que la doncella confirmara su suposición, que la señora Lucas simplemente había decidido hacer el camino a pie desde la estación.

La razón, por tanto, que la había impelido a mandar al carruaje por delante, aunque surgió de un modo subconsciente, no tardó en penetrar en su consciencia, y todas aquellas conclusiones a las que otras gentes podrían llegar cuando vieran que la calesa se presentaba sin ella dentro, brotaron de los teatrales instintos que conformaban en buena parte su mentalidad y que, como por derecho divino, siempre le permitían ostentar el protagonismo en los histriónicos entretenimientos con que se solazaban los miembros de la élite cultural de Riseholme —o, más bien, en los que se afanaban tenazmente— en los escasos momentos en que podían liberarse de sus estudios de arte y literatura, así como de sus compromisos sociales. En realidad, la señora Lucas no solía preocuparse por acaparar el protagonismo, pero, si era posible, asumía una doble competencia, tal como actuar a un tiempo como directora de escena y adaptadora, cuando no de diseñadora y escenógrafa. Cualquier cosa que hiciera (y realmente hacía muchísimas cosas) la hacía con toda la potencia de sus dramáticas percepciones: la hacía, de hecho, con tanta vehemencia que no tenía siquiera tiempo de prestar atención a lo que ocurría en la galería; simplemente se contemplaba a sí misma y su propia tenacidad. Cuando tocaba el piano, cosa que hacía con harta frecuencia, reservando una hora para ensayar todos los días, no prestaba ninguna atención a lo que cualquiera que pasara por el camino que bordeaba su casa pudiera llegar a pensar a propósito de los arpegios que se derramaban por la ventana abierta: era simplemente Emmeline Lucas, absorta en el glorioso Bach, o en el delicado Scarlatti o en Beethoven el noble. Este último, quizá, era su compositor favorito, y eran muchas las tardes en que, con las luces amortiguadas y con el solo resplandor de la luna filtrándose a través de las ventanas con las cortinas abiertas, Emmeline se sentaba de perfil, como si fuera un camafeo (o más exactamente el busto que aparece en los sellos), recortada contra las paredes de roble oscuro de su salón de música, y se extasiaba y de paso extasiaba a su auditorio, si es que había venido gente a cenar, con el exquisito patetismo del primer movimiento de la sonata
Claro de luna
. Aunque veneraba fervientemente al Maestro, cuyo retrato colgaba sobre su piano Steinway Grand, jamás pudo persuadirse de que los dos movimientos subsiguientes poseyeran el asombroso nivel del primero. Y, además, lo cierto es que «iban» mucho más rápido. Pero cuando bajó del tren aquel día, y mientras planificaba sus nuevos quehaceres en casa, Emmeline pensó seriamente en intentar dominar aquellos dos movimientos hasta el punto de poder interpretar aquellas intrincadas notas con una tolerable precisión. Hasta que ese momento llegara, seguiría deteniéndose prudentemente al final del primer movimiento, en aquellas veladas a la luz de la luna, y afirmando que los otros dos que seguían eran más apropiados para la mañana y la tarde. Entonces, con un suspiro, cerraría suavemente la tapa del teclado del piano y, enjugando quizá una pequeña y auténtica lágrima en sus ojos, accionaría el interruptor de la luz y, cogiendo un libro de la mesa, en el que un abrecartas señalaría la abismal profundidad de sus conocimientos, declararía: «Georgie, tienes que prometerme,
de verdad
, que leerás esta biografía de Antonio Caporelli en cuanto yo la acabe. Hasta este preciso instante no había comprendido en toda su amplitud cómo se había producido el auge de la escuela veneciana. Una puede oler el salitre de las mareas avanzando en la marisma y contemplar el campanario del precioso Torcello».

Entonces, Georgie apartaría el bastidor de bordados en el que estaba plasmando un dibujo extraído a partir de una figura de un vaso italiano y emitiría un suspiro.

«¡Eres absolutamente maravillosa…!», exclamaría Georgie. «¿Cómo eres capaz de encontrar tiempo para todo?»

Emmeline contestaría con una sentencia que al día siguiente todo el mundo repetiría en las calles y las plazas de Riseholme: «Querido, sólo la gente laboriosa tiene tiempo para todo».

Podría pensarse que incluso actividades tales como las que aquí se han señalado serían suficientes para mantener a cualquiera tan atareado que Emmeline con seguridad no tendría tiempo para nada más, pero tal estaba lejos de ser el caso de la señora Lucas. Del mismo modo que el pintor Rubens se distraía ejerciendo el cargo de embajador en la corte de St. James (una carrera que la mayoría de hombres laboriosos habría considerado suficiente en sí misma), así la señora Lucas se entretenía —en los intervalos que le permitía su dedicación al arte por el arte— no sólo siendo la embajadora de Riseholme, sino su auténtica reina. De acuerdo con el burdo materialismo cartográfico, Riseholme podría tal vez incluirse en el reino de Gran Bretaña, pero, en un sentido más real y preciso, lo cierto es que formaba un reino íntegro en sí mismo, y su reina era indudablemente la señora Lucas, que lo gobernaba con una autocracia firme, satisfecha al contemplar cómo mientras tanto se derrocaban tronos y las coronas imperiales giraban en torbellinos como hojas secas zarandeadas por los vientos otoñales. La reina de Riseholme, más afortunada que el mismo zar de Rusia, no tenía necesidad ninguna de temer el furibundo veneno del bolchevismo, puesto que no había en toda la marmita, donde la cultura bullía tan placenteramente, ni una sola burbuja de fermento revolucionario. No había aquí ni pobreza ni descontento, ni una sola amenaza soterrada de sublevación. La señora Lucas, hacendosa y tranquila, trabajaba más que cualquiera de sus súbditos, y ejercía un control que era popular y dictatorial en la misma medida.

En cierto modo, fue plenamente consciente de dicha soberanía cuando dobló el último recodo abrasador del camino y tuvo ante sí la calle del pueblo que constituía su reino. En realidad, le pertenecía del mismo modo que los tesoros encontrados pertenecen a la Corona, puesto que había sido ella la primera en hacer que aquella remota villa isabelina se convirtiera en la corte cultural que ahora era, levantada en el lugar donde tan sólo diez años antes una población de agricultores pastoreaba sus reses y sus ignorantes existencias hacia aquellas casitas campestres de piedra gris con vigas de madera y ladrillo. Antes de todo aquello, mientras su marido se dedicaba a amasar una fortuna —tan respetable por su cantidad como por su origen— en su despacho del Colegio de Abogados, Emmeline apenas había conseguido preservar un pequeño pero inmutable candil de cultura en Onslow Gardens. Pero tanto la ambición de Emmeline como la de su marido salieron a la luz y se manifestaron en los parnasos artísticos al quedar las necesidades materiales resueltas gracias a la ayuda de jugosas inversiones. Así que cuando se encontraron en posesión de suficientes miles de libras en fondos seguros, a Emmeline no le resultó complicado convencer a su marido de que adquiriera tres de aquellas casitas de campo de dos pisos que estaban adosadas en hilera, y, mediante una inteligente eliminación de tabiques y muros, transformó aquellas casuchas en un hogar de lo más confortable, añadiendo incluso, posteriormente, una nueva ala que se desplegaba en ángulo recto desde la parte trasera, la cual era, si cabe, un poquito más descaradamente isabelina que el tronco del que partía este injerto, puesto que en ésta se encontraba el célebre salón de fumar, con sus esterillas sobre el suelo, su aparador en el que descansaban jarras de peltre y, actuando como ventanas, unas vidrieras emplomadas de un cristal cuya vetustez se hacía patente en su opacidad a cualquier mirada. La estancia tenía además un enorme hogar abierto y enmarcado con travesaños de roble, con un escaño a cada lado de la rejilla de la chimenea. Aunque en el resto de la casa se habían permitido la instalación de luz eléctrica, más que nada por comodidad, en esa estancia se había omitido tal concesión, y tan sólo unos candelabros en la pared sostenían unos tenues quinqués de hierro, de modo que sólo aquellos que disfrutaban de una vista más aguda eran capaces de leer allí una sola página. Pero incluso para estos, la lectura se convertía en una ardua tarea, puesto que en el atril que descansaba sobre la mesa no era posible encontrar más que volúmenes de diminutos caracteres enrevesados cuya fecha de publicación se remontaba, en los más modernos, a las primeras décadas del siglo
XVII
, así que uno tenía que sentir una fervorosa vocación por el mundo isabelino para encontrarse a gusto en aquel lugar. Sin embargo, la señora Lucas a menudo disfrutaba de sus particulares momentos de placer en esa estancia, tocando la espineta que se encontraba junto a la ventana o, como un arenque ahumado por culpa de la humareda procedente de la chimenea, intentando descifrar con ojos llorosos un Horacio de Elzevir
[2]
, bastante tardío como para poder incluirlo entre las piezas maestras de la biblioteca, pero sin duda una ganga.

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