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Authors: Doris Lessing

Relatos africanos (21 page)

BOOK: Relatos africanos
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Sin embargo no es tan fácil abandonar el refugio de los árboles y tomar la carretera. Se queda allí, reuniendo valor, diciéndose a sí mismo que el día anterior fue más listo que los reclutadores, cuando los demás no suelen serlo. «Soy Jabavu –dice–. Soy Jabavu, demasiado listo para los trucos de los blancos malos y los negros malos.» Se golpea el pecho. Baila un poco, patalea entre las hojas y la hierba hasta que se levantan en un remolino. «Soy Jabavu, el Bocazas...» Sus palabras se convierten en una canción.

Aquí está Jabavu.

Aquí está el Bocazas de las verdades inteligentes.

Voy a la ciudad,

a la ciudad grande del hombre blanco.

Camino solo, ¡hau!, ¡hau!

No me dan miedo los reclutadores,

no me fío ni de mi hermano.

Soy Jabavu, el que camina solo.

Después abandona la maleza y la hierba, toma la carretera y, cuando oye pasar un camión, sale corriendo hacia los árboles y espera hasta que haya pasado.

Como tiene que esconderse tan a menudo, avanza muy despacio y cuando el sol empieza a enrojecer para el ocaso aún no ha llegado a la ciudad. ¿Se habrá equivocado de carretera? No se atreve a preguntar. Si pasa alguien a su lado y lo saluda, él guarda silencio por temor a las trampas. Es tanta su hambre que ya no merece ese nombre. Su estómago se ha cansado de hablarle del vacío y se ha vuelto hosco y silencioso, mientras que sus piernas tiemblan como si se hubieran ablandado los huesos y la cabeza le parece grande y ligera como si tuviera viento por dentro. Se arrastra por la maleza para buscar raíces y hojas, las mordisquea mientras su estómago le dice: «¡Eh, Jabavu! ¿Así que me das hojas después de un largo ayuno?». Luego se acuclilla debajo de un árbol, con la cabeza gacha, las manos caídas y quietas, y por primera vez le vuelve a nacer el miedo a lo que encontrará en la gran ciudad, lo atraviesa una y otra vez como una lanza y desea no haber salido de casa. Cae el crepúsculo, los árboles se alzan primero gigantescos y negros, después se funden con la oscuridad general y Jabavu ve el resplandor de un fuego bastante cercano. La cautela paraliza sus piernas. Luego consigue ponerse en pie y camina hacia el fuego con mucho cuidado, como si estuviera acechando a una liebre. Desde una distancia segura, se agacha para mirar hacia el fuego entre la maleza. Hay tres personas, dos hombres y una mujer, sentadas junto al fuego, y están comiendo. A Jabavu se le hace la boca agua, como si fuera un depósito bajo la lluvia. Escupe. El corazón lo llama a martillazos. No te fíes de nadie, no te fíes de nadie. Luego el hambre abre sus fauces por dentro y Jabavu piensa: «Entre nosotros el viajero siempre ha podido pedir hospitalidad junto a un fuego. No puede ser que todo el mundo se haya vuelto frío y hostil». Da un paso adelante, empujado por el hambre, frenado por el miedo. Cuando lo ven las tres personas, se ponen rígidos, lo miran fijamente, hablan entre ellos, y Jabavu se da cuenta de que temen que les desee algún mal. Miran sus pantalones rasgados, que ya no le aprietan tanto, y luego lo saludan con amabilidad, como la gente de los pueblos. Jabavu devuelve el saludo y suplica:

–Hermanos, tengo mucha hambre.

La mujer le aparta en seguida unos panes blancos y lisos y algo de una sustancia amarillenta que Jabavu devora como si fuera un perro hambriento. Tras acallar el hambre pregunta qué ha comido y le dicen que es comida de la ciudad, ha comido pescado y bollos. Jabavu los mira y ve que van bien vestidos, llevan zapatos –incluso la mujer–, camisas en buen estado y pantalones, y ella tiene un vestido rojo y una gorra amarilla de punto en la cabeza. Por un momento regresa el miedo: son gente de la ciudad, ¿quizás maleantes? Tensa la musculatura, los fulmina con la mirada, pero ellos le hablan, se ríen, le dicen que son gente respetable. Jabavu guarda silencio mientras se pregunta por qué viajarán a pie como los de los pueblos en vez de ir en tren o en camión, como suelen hacer los de la ciudad. Además, le preocupa que hayan entendido tan rápido lo que estaba pensando. Pero su orgullo se calma cuando le dicen:

–Cuando los de pueblo llegan a la ciudad siempre creen que todos somos maleantes. Es más sabio eso que fiarse de todo el mundo. Haces bien en tener cuidado.

Guardan las sobras de comida en una caja cuadrada y marrón que tiene un cierre metálico. A Jabavu le fascina ver cómo funciona, pide al hombre que le deje accionar el cierre y ellos sonríen y le dan permiso. Luego echan más leña al fuego y hablan tranquilos mientras Jabavu escucha. Sólo entiende a medias lo que dicen. Hablan de la ciudad y del hombre blanco y no lo hacen como la gente de los pueblos, con voces tristes, admirativas, temerosas. Tampoco hablan de la ciudad como la considera Jabavu, un camino excitante hacia un nuevo mundo en el que todo es posible. No, miden sus palabras y hablan con una cierta amargura que molesta a Jabavu, pues le están diciendo: «Qué tonto eres, con tus grandes esperanzas y tus sueños».

Entiende que la mujer es esposa de uno de ellos, el señor Samu, y hermana del otro. Nunca ha conocido a una mujer igual, ni ha oído hablar de algo así. Cuando intenta concretar en qué es diferente, no lo consigue por su falta de experiencia. Lleva ropa elegante pero no es coqueta como se dice que lo son todas las mujeres de las ciudades. Es joven y se acaba de casar, pero habla con seriedad como si lo que dice tuviera la misma importancia que lo que dicen los hombres, y además no usa las mismas palabras que su madre: «Sí, marido mío, es verdad, marido mío, no, marido mío». Trabaja de enfermera en el hospital de mujeres de la ciudad y Jabavu abre bien los ojos cuando se entera. ¡Tiene estudios! ¡Sabe leer y escribir! El señor Samu y el otro también tienen estudios. Saben leer, no sólo palabras como sí, no, bien, mal, negro y blanco, sino también palabras largas como regulación y documento. Mientras hablan, se llenan la boca con palabras como ésas y Jabavu decide que les va a preguntar qué significan las palabras de los papeles que lleva en el fardo, marcadas con carboncillo. Pero le da vergüenza preguntar y sigue escuchando. El que más habla es el señor Samu, pero es todo tan difícil que a Jabavu se le espesa la mente y se dedica a toquetear los bordes del fuego con una ramita verde mientras escucha el chisporroteo de la savia y ve cómo se elevan las chispas hacia la oscuridad. Arriba, las estrellas brillan quietas. Adormecido, Jabavu piensa que tal vez las estrellas sean chispas de todos los fuegos de la gente... Chispas que se elevan hasta llegar al cielo y luego tienen que quedarse allí como moscas en busca de una salida.

Se mueve y titubea:

–Señor, me puede explicar...

Ha sacado del bolsillo el trozo de papel plegado y manchado y, de rodillas, lo extiende ante el señor Samu, que ha dejado de hablar, quizás algo molesto por esa interrupción tan irreverente.

Lee las palabras difíciles. Mira a Jabavu. Luego, antes de explicarle nada, hace algunas preguntas. ¿Cómo aprendió a leer? ¿Lo hizo sólo? ¿Sí? ¿Para qué quería leer y escribir? ¿Qué opina de lo que lee? Jabavu contesta con torpeza, temeroso de que esa gente tan lista se ría de él. No se ríen. Descansan apoyados en un codo y lo miran con ojos amables. Les habla del alfabeto partido, de cómo lo terminó él solo, cómo aprendió las palabras que explicaban los dibujos y luego las palabras sueltas. Mientras habla, su lengua pasa al inglés, por puro contagio de lo que está diciendo, y les cuenta las horas, semanas, meses y años que ha pasado bajo el árbol grande, enseñándose a sí mismo, preguntándose cosas y respondiéndolas.

Las tres personas inteligentes se miran y sus ojos dicen algo que Jabavu tarda en entender. Entonces la señora Samu se inclina hacia delante y le explica lo que significan esas frases tan difíciles con mucha paciencia, con palabras sencillas, y también le cuenta cómo son los periódicos, unos para los blancos, otros para los negros. Le cuenta la historia de los hombrecitos amarillos y le explica que es perversa... Y a Jabavu le parece que aprende más en unos minutos de esa mujer que en toda su vida. Quiere decirle: «Espere. Déjeme pensar todo lo que ha dicho, si no lo olvidaré». Pero ahora los interrumpe el señor Samu, quien también se inclina hacia delante para hablar con Jabavu. Al cabo de un rato a Jabavu le parece que el señor Samu no lo ve sólo a él, sino a mucha más gente: su voz es cada vez más alta y fuerte y sus frases suben y bajan como si ya hubieran existido mucho antes exactamente de la misma manera. Esa sensación es tan fuerte que Jabavu mira hacia atrás, pero no, no hay más que oscuridad y árboles que reflejan un leve brillo de las estrellas en sus hojas.

–Es una época triste y terrible para la gente de África –dice el señor Samu–. El hombre blanco se ha instalado en África como una langosta y, como las langostas al amanecer, no puede levantar el vuelo por el peso del rocío en sus alas. Pero el rocío que tanto pesa al hombre blanco es el dinero que gana con nuestro trabajo. Los blancos pueden ser tontos o listos, valientes o cobardes, amables o crueles, pero todos, todos, dicen lo mismo aunque lo digan de maneras distintas. Dicen que el hombre negro ha sido escogido por Dios para sacar agua del pozo y partir leña hasta el fin de los tiempos; pueden decir que el blanco protege al negro de su propia ignorancia hasta que la supere; doscientos años, quinientos o mil... Sólo se le concederá la libertad cuando aprenda a sostenerse sobre las piernas como un niño que suelta las faldas de su madre. Pero digan lo que digan, todos hacen lo mismo. Nos llevan a todos, hombres y mujeres, a sus casas para cocinar, limpiar y cuidar de sus hijos; a las fábricas, a las minas; viven de nuestro trabajo y sin embargo, cada día, cada hora de cada día, nos insultan, nos llaman cerdos y negritos y críos, vagos, estúpidos, ignorantes. Tienen tantos nombres feos para llamarnos como hojas hay en ese árbol, y cada día los blancos son más ricos y los negros más pobres. Cierto, es un tiempo maldito y muchos de los nuestros se vuelven malvados, aprenden a robar y matar, aprenden a odiar con facilidad, se convierten en esos cerdos que los blancos los acusan de ser. Y sin embargo, aunque es una época terrible, deberíamos estar orgullosos de vivir ahora, pues nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, mirarán hacia atrás y dirán: «Si no llega a ser por ellos, por los que vivieron en la época terrible y sobrevivieron con coraje y sabiduría, nosotros viviríamos como esclavos. Somos libres gracias a ellos».

Jabavu ha entendido muy bien la primera parte del discurso, porque ya la había oído con frecuencia. Su padre habla igual, y también los viajeros que llegan de la ciudad. Él nació con esas palabras en los oídos. Pero ahora se vuelve más difícil. La voz del señor Samu continúa en un tono distinto mientras alza y baja la mano y dice palabras como: sindicato, organización, política, comité, reacción, progreso, sociedad, paciencia, educación. Cada vez que una de esas palabras nuevas y pesadas entra en la mente de Jabavu, él la coge, la aferra, la examina, trata de entenderla, pero a esas alturas ya ha pasado por sus oídos otra docena y Jabavu está perdido y abrumado. Aturdido, mira al señor Samu, quien sigue inclinado hacia delante, bajando y subiendo la mano, con la mirada intensa y concentrada en la suya, y le parece que esos ojos se sumergen en su interior en busca de sus pensamientos más íntimos. Desvía la mirada, pues desea conservarlos en secreto. «En la aldea siempre tenía hambre, siempre esperaba el momento de alcanzar la plenitud de la ciudad de los blancos. Toda la vida, mi cuerpo ha hablado con las voces del hambre: quiero, quiero, quiero. Quiero diversión y ropa y comida; como el pescado y los bollos que he comido esta noche; quiero una bicicleta y quiero a las mujeres de la ciudad; quiero, quiero... Y si escucho a esta gente inteligente, mi vida quedará ligada de inmediato a la suya y no consistirá en bailes, música y comida, sino en trabajo, trabajo, trabajo y problemas, peligro, miedo.» Porque Jabavu acaba de entender que esta gente viaja así, de noche, a pie por el monte, porque van a otra ciudad con sus libros, que hablan de cosas como comités y organización, y a la policía no le gustan esos libros.

Esta gente lista, gente rica, gente buena, con ropa para vestirse y buena comida en la tripa, viaja a pie como los nativos de los pueblos. El hambre de Jabavu se alza y dice en voz alta: «No, no para Jabavu».

El señor Samu se fija en su cara y se calla. La señora Samu dice con amabilidad:

–Mi marido está tan acostumbrado a soltar discursos que no es capaz de parar.

Se ríen los tres y Jabavu se ríe con ellos. Luego el señor Samu dice que es muy tarde y que han de dormir. Pero antes escribe algo en un papel, se lo da a Jabavu y le dice:

–Ahí te he apuntado el nombre de un amigo mío, el señor Mizi, que te ayudará cuando llegues a la ciudad. Le impresionará mucho si le dices que aprendiste a leer y escribir tú solo en la aldea.

Jabavu le da las gracias y guarda el papel en el fardo. Se tumban todos a dormir junto al fuego. Los otros tienen mantas. Jabavu tiene frío y se le contrae la piel del pecho y de la espalda de tanto temblar. Parece que hasta los huesos le tiemblan. Los párpados, cargados de sueño, se abren de golpe para protestar por el frío. Echa más leña al fuego y luego mira hacia el bulto de la mujer, arrebujada bajo la manta. De pronto la desea. Qué mujer tan tonta, piensa. Necesita un hombre como yo, en vez de uno que no hace más que hablar. Pero no se cree lo que acaba de pensar y cuando la mujer se mueve él desvía la mirada deprisa para que no se lo note y se enfade. Mira la maleta oscura que hay al otro lado del fuego, encima de la hierba. El cierre metálico brilla y destella bajo la temblorosa luz roja. Deslumbra a Jabavu. Se le cierran los párpados. Está dormido. Sueña.

Jabavu es un policía y lleva un uniforme bonito con botones de latón. Camina por la carretera con un látigo en la mano. Ve a esos tres por delante; la mujer lleva la maleta. Corre tras ellos, atrapa a la mujer por un hombro y le dice:

–Así que has robado esta maleta. Ábrela, a ver qué hay dentro.

Ella tiene mucho miedo. Los otros dos se han escapado. Abre la maleta. Dentro hay bollos, pescado y un libro grande y negro con el nombre Jabavu. Jabavu dice:

–Has robado mi libro. Eres una ladrona.

La lleva al Comisario para los Nativos, que la castiga.

Jabavu se despierta. El fuego está casi apagado, un montón gris bajo el cual queda un brillo rojizo. El cierre de la maleta ya no destella. Jabavu se arrastra boca abajo entre la hierba hasta la maleta. Apoya una mano encima y mira alrededor. Nadie se ha movido. La coge, se levanta sin hacer ruido y echa a andar hacia la oscuridad por el sendero. Luego se pone a correr. Pero no llega muy lejos. Se detiene porque es muy oscuro y a Jabavu le da miedo la oscuridad. De pronto, se pregunta: «Jabavu, ¿por qué has robado esta maleta? Son buena gente que sólo quieren ayudarte y te dieron de comer cuando estabas muerto de hambre». Pero su mano se aferra a la maleta, como si hablara otro lenguaje. Permanece inmóvil en la oscuridad; su cuerpo entero proclama el deseo de poseer la maleta, mientras unos pensamientos pequeños y asustados se cuelan en su mente. Faltan cuatro o cinco horas para que salga el sol, y va a pasar todo ese tiempo solo en el monte. Tiembla de miedo. Pronto, su cuerpo se retuerce de frío y miedo. Quisiera seguir tumbado junto al fuego, no haber tocado la maleta. Arrodillado en la oscuridad, con las rodillas doloridas por la aspereza de la hierba, abre la maleta y tantea en su interior. Hay bultos húmedos y suaves de comida, y libros de tacto duro. Es demasiado oscuro para ver nada, sólo puede tocar. Pasa mucho tiempo allí, arrodillado. Luego cierra la maleta y vuelve con sigilo hasta que alcanza a ver el débil fulgor del fuego y los tres cuerpos, aún inmóviles. Se desplaza como un felino sobre el suelo, suelta la maleta donde estaba y luego se tumba. «Jabavu no es un ladrón –dice con orgullo–. Jabavu es un buen chico.» Duerme y sueña, pero no sabe lo que sueña, y se despierta de repente, atento, como si hubiera algún enemigo en la cercanía. Una luz gris se abre camino entre los árboles y muestra el montón de cenizas grises junto a los tres durmientes. A Jabavu le duele el cuerpo de frío y tiene la piel áspera, como si fuera de tierra. Se levanta despacio, permanece quieto un momento en la postura del corredor a punto de dar la primera gran zancada. Ahora, su hambre le dice: «Vete de aquí, Jabavu, rápido, antes de convertirte en uno de éstos y vivir siempre atemorizado de la policía». Se va saltando entre la maleza con grandes saltos voladores y el rocío lo empapa de frío. Corre hasta que llega a la carretera, desierta por lo temprano de la hora. Luego, cuando pasan los primeros coches y camiones, mucho más tarde, se aparta un poco hacia la maleza, al lado de la carretera, para viajar sin que lo vean. Hoy llegará a la ciudad. La busca cada vez que remonta una cuesta: sin duda está a punto de aparecer. ¡Un brillante sueño de riqueza al otro lado de la colina! A media mañana ve una casa. Luego otra. Las casas continúan, desparramadas a distancias cortas, durante media hora de camino. Luego asciende una cuesta y al bajar por el otro lado ve... Pero Jabavu se queda quieto y se le abre la boca.

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