Relatos de Faerûn (40 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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Fue entonces cuando la vio: ojos del color del kohl de mejor calidad, una piel tan verde como el mejor chrysoberol y un pelo entre verde y azul que fluía con mayor libertad que las mismas aguas. Y sin embargo, en aquel ser se daba una fragilidad y una tristeza que lo llevaron a sentir el dolor más intenso que había conocido en la vida. Cuando Morgan ya iba a preguntar qué podía él hacer para devolverle la sonrisa, ella abrió sus labios...

—¡Eh, chaval! ¡Deja tus ensoñaciones marinas y échanos una mano! —La voz resonó grave y rasposa, apenas matizada por el musical acento de los pescadores de la costa de Alamber.

Morgan abrió los ojos y se volvió hacia aquella voz. Su repentino movimiento hizo que la pequeña embarcación diera un par de bandazos. Angas, su abuelo, estaba sentado a estribor, manejando un cabo con mano experimentada. Ajada por el sol, la piel de su rostro y sus manos recordaba el cuero envejecido y cuarteado. Una espesa mata de pelo plateada coronaba la agachada cabeza del viejo pescador, cuyas ropas desgastadas estaban cubiertas de sal reseca. A pesar de los años, el viejo Angus no se rendía. Su cabeza seguía estando muy clara, como lo estaba la de todos quienes se dedicaban a la pesca en las costas e islas de Alamber.

Sin poder evitarlo, Morgan sonrió ante la presunción de que su abuelo necesitaba ayuda.

—Pero, abuelo, yo sólo estaba...

—Sé muy bien lo que estabas haciendo, muchacho —zanjó el anciano—. Soñar con la vista fija en el mar. No es buena cosa. El mar es de lo más traicionero, nunca lo olvides. El mar es como la más caprichosa de las mujeres. Todavía no ha nacido el hombre que pueda comprenderlo.

Morgan suspiró, se acercó al pequeño mástil solitario de la embarcación y dobló cuidadosamente la áspera tela que el barco lucía por toda vela. Su abuelo le había dicho lo mismo por lo menos trescientas veces. La voz del anciano siguió con la cantinela mientras el muchacho terminaba de alisar los bultos de la vela. A Morgan le costaba disimular la irritación que sentía. Cuando tiró la vela con fuerza acaso excesiva por la trampilla de la proa, sintió que una mirada de reprobación se le clavaba en la espalda.

El viejo pescador seguía con su letanía. La verdad, aquello estaba de más. Morgan estaba a punto de cumplir dieciocho primaveras, la mayoría de las cuales habían transcurrido en el mar. Él no era ningún marinerito de agua dulce, ni tampoco era el hijo de un mercader acaudalado que estuviera en la costa de Alamber de vacaciones. Él era un pescador, el hijo de una de las familias de pescadores más antiguas de cuantas vivían junto al mar Interior. Con todo, la fascinación que el mar despertaba en él parecía asustar a su abuelo, como parecía asustar a los demás habitantes de la pequeña aldea de Mourktar.

Al pensarlo, comprendió por qué. Los supersticiosos aldeanos nunca habían terminado de aceptarlo. Su madre murió en el momento de dar a luz. Presa de un dolor lacerante, su padre salió en barco una noche de invierno y nunca más volvió del mar Interior. Morgan creció solo y se acostumbró a vagar por las tardes por las rocas y acantilados que se alzaban sobre el mar, a escuchar la canción de las olas, a respirar el salado soplo del viento. «Enfermo de mar», decían de él. Y que lo habían cambiado en la tierra, añadían, señalando su pelo negro y su piel blanca, tan distintos a la tez bronceada y el cabello rojizo de los demás vecinos de Mourktar. Tal se rumoreaba por las noches, cuando el viento soplaba con fuerza sobre la costa. Morgan sabía que, todavía hoy, eran muchos los aldeanos que se persignaban a sus espaldas con la señal de Hathor cuando pasaba demasiado tiempo mirando al mar o permanecía sentado en el desvencijado muelle de Mourktar perdido en sus pensamientos.

Con todo, Morgan no albergaba amarguras ni resentimientos. Hacía tiempo que se había acostumbrado a la idea de que nadie lo comprendiese. Tenía algunos compañeros, amigos con los que a veces mataba el tiempo robando una o dos jarras de cerveza espumosa de la taberna del viejo Borric o jugando a la guerra sobre las dunas puntuadas de arbustos, y también había besado a más de una muchacha junto al muelle por la tarde; pero nadie sabía lo que de veras pasaba por su corazón, nadie conocía aquella faceta de su ser que le permitía escuchar las rítmica pulsaciones del mar, que sentía por el agua una atracción tan irresistible como la que ejercía la maroma más fuerte. Nadie conocía todo aquello, salvo, tal vez, su padre.

Morgan se estremeció y trató de pensar en otras cosas. Su momentánea frustración se esfumó, dejándolo con una helada sensación de vacío. El sol estaba terminando de ponerse en el horizonte. Morgan advirtió que su abuelo lo estaba mirando con aire expectante a la rojiza luz del atardecer. Según parecía, acababa de decirle algo.

—No te has enterado, pero esta noche viene tormenta, así que más vale que nos demos prisa. —El viejo meneó la cabeza y murmuró unas palabras incomprensibles antes de echar mano a la lona impermeable que utilizaban para cubrir el barco.

Con una punzada de remordimiento, Morgan fue a ayudar a su abuelo. El muchacho pasó un delgado cabo por los ojales que había en los extremos de la lona, cabo que luego introdujo a través de las pequeñas argollas de metal unidas a los costados del barco. Era cierto que no se veía una sola nube en el cielo a media luz, pero la brisa era cada más intensa y fría. En lo tocante a la meteorología, Morgan había aprendido hacía mucho que convenía prestar atención a las intuiciones de su abuelo.

Una vez que terminó de extender la lona, el viejo escupió al agua y echó a caminar por el muelle en dirección a Mourietar.

—Ven conmigo, chaval. Hoy hemos hecho buena captura, y me muero por probar el potaje de tu abuela.

Morgan se agachó y se echó al hombro el saco de pescado capturado, dando gracias a los dioses por el hecho de que antes hubieran vendido el grueso de la captura a los mercaderes de la comarca. Al dirigir una última mirada al barquito mecido por las olas, Morgan reparó en un furtivo movimiento junto al casco. Convencido de que se trataba de un molesto león marino, iba ya a llamar a su abuelo cuando advirtió que una cabeza emergía un segundo sobre las olas. Aunque la luz en declive le impidió ver bien al extraño ser, por un brevísimo instante reconoció el rostro de sus ensoñaciones.

Cuando el rostro femenino hubo desaparecido, Morgan echó a caminar hacia su abuelo. Mientras volvían al pueblo en silencio, la mente de Morgan era un torbellino marcado por la confusión y la incredulidad.

La tormenta llevaba horas azotando el rudimentario tejado de paja de la casita. Encogido bajo el grueso edredón, Morgan escuchaba el lobuno aullido del viento por las callejuelas de Mourktar. Sus abuelos estaban profundamente dormidos en la habitación adyacente, como lo demostraban sus sonoros ronquidos, en contrapunto con la furia de la tempestad. Con todo, el sueño se negaba a abrazar la conciencia de Morgan. Encogido en el lecho, se sentía solo y perdido, empequeñecido por la noche inmensa.

La tempestad llevaba arreciando desde la velada. Cuando Angus y él por fin llegaron a casa para la cena, los nubarrones habían terminado de borrar las estrellas relucientes del cielo. Morgan apenas había reparado en ello. Su mente seguía dándole vueltas a la imagen de aquella aparición marina, al rostro de la sirena cuya hermosura no era de este mundo. Le era imposible pensar en otra cosa. Todo lo demás parecía tan vacío y carente de sentido como la vacía concha de un cangrejo ermitaño.

Morgan dio cuenta de la cena sin apenas pronunciar palabra, distraído por la creciente canción del viento. Varias veces estuvo a punto de dar un respingo, pues dicha canción le traía el sonido de su propio nombre pronunciado por la líquida garganta del mar. Sus abuelos terminaron por impacientarse. Cuando por enésima vez respondió con un murmullo desganado a una pregunta de la abuela, Angus le soltó un pescozón, sin que Morgan apenas reaccionara. Furioso, el viejo pescador se levantó de la mesa de tablones y masculló una imprecación. Poco después, Morgan musitó una disculpa y fue a acostarse en su camastro, ansioso de encontrar liberación en el sueño.

Pero no conseguía dormir.

Su mente no hacía más que pensar en ella; su piel ardía al pensar en el roce de aquellos dedos de mujer. Ella lo quería a su lado y lo llamaba con su voz impregnada por la luna llena, la espuma y la sutil llamada del mar. Durante horas enteras, Morgan siguió pugnando por eludirla, esforzándose en encontrar refugio en los rincones más apartados de su mente. Pero ella lo seguía allí adonde fuera, pronunciando su nombre una y otra vez, deleitándose con él como si fuera un juguete.

¡Ven, Morgan!

¡Ven, mi corazón!

¡Ven!

Por un segundo, de forma irracional, Morgan se preguntó si su padre habría oído aquella misma voz la noche en que robó una embarcación y, quebrado por el dolor, salió a morir en el mar invernal. Quizá, pensó Morgan de forma un tanto insensata, aquella clase de locura era hereditaria.

¡Ven!

La voz. Más fuerte ahora, borrando de su mente cuanto no fuese el impulso de obedecer. Con un grito, Morgan saltó del camastro, incapaz de seguir resistiéndose al canto de la sirena. Sin poderlo remediar, salió de la casita y echó a caminar con rapidez bajo el cielo grisáceo que anunciaba el amanecer. La tempestad había amainado por fin. El viento y la lluvia habían dejado de azotar la costa. El mundo entero parecía contener el aliento, a la espera.

¿Esperando a qué?, se preguntó Morgan.

Lo supo al cabo de un instante. Esperándolo a él. Frotándose los brazos con fuerza para aliviarlos del frío de la madrugada, siguió el camino de tierra que llevaba al muelle. Cada nuevo paso lo acercaba a ella. Morgan hizo caso omiso de las ramas derribadas, los troncos desgajados y demás restos que cubrían el camino, y echó a correr. No tenía más opción.

La llamada que resonaba en sus oídos encerraba una promesa, el apunte de un misterio que muy pronto iba a ser resuelto. Si iba a terminar sus días enloquecido por el mar, como le había sucedido a su padre, por lo menos recibiría algo a cambio, un regalo de las oscuras aguas que habían sido su verdadero hogar durante esas dieciocho primaveras, más que las cabañas de Mourktar, habitadas por gentes ignorantes y maliciosas. Morgan así lo comprendía por primera vez, y la idea le producía terror y fascinación a partes iguales.

Por fin llegó al final del muelle, empapado en sudor y jadeante. Con desespero, miró a su alrededor, tratando de dar con el misterioso ser que había embrujado sus ensueños y sus horas de vigilia, la prueba visible de que no había perdido el juicio. Y entonces la vio, flotando apaciblemente junto al casco del barquito de la familia.

Incluso desde tan lejos, la pureza de su hermosura lo aguijoneó en lo más hondo. La piel de su rostro bruñido y verdoso era tan suave y pura como el mármol, y sus facciones delicadas hicieron que los dedos se le retorcieran nerviosamente. Tanto ansiaba reseguir con ellos la curva de su barbilla, de su nariz y su garganta. Su largo pelo, entre azul y verde, caía grácilmente sobre los contornos de su cuerpo.

Morgan se habría lanzando al gélido mar en aquel mismo instante si ella no hubiera hablado con sus labios carnosos:

—Hola, hombrecito... ¿Cómo estás, hijo de Levlyn? Empezaba a temer que no llegaras a tiempo.

Su voz era dulce y límpida. Su fluida entonación provocaba que, a oídos de Morgan, sus palabras resonaran como una canción.

La mente de Morgan era un torbellino de preguntas. ¿Quién era ella? ¿Cómo lo conocía? ¿Por qué lo había hecho venir? Mientras pensaba qué pregunta iba a formular primero, de pronto vio que no necesitaba saber más. De nada servía darle vueltas a la situación.

Morgan volvió a mirar a la misteriosa mujer marina, notando por primera vez que entre los dedos tenía unas membranas que la ayudaban a moverse por el agua. La sirena ladeó ligeramente la cabeza, a la espera de que él respondiera.

Morgan guardó silencio, dejando que el momento se alargara, dejando que el rítmico batir de las olas siguiera estrellándose contra el muelle, mientras las gaviotas madrugadoras gemían en lo alto y el débil rumor de la brisa marina llenaba el vacío en su interior.

Morgan estaba furioso, y también un poco asustado. Ese ser lo había estado manipulando. Cuando por fin habló, su voz estaba preñada de amargura.

—Por supuesto que he venido. No me has dejado otra elección.

La sirena se echó a reír, si bien Morgan no encontró humor en su risa, sino más bien un deje que recordaba sospechosamente a la tristeza.

—Me temo que a estas alturas no podemos elegir, amigo —dijo ella con voz suave y apenas audible. En voz más alta añadió—: Pero tienes que perdonarme, Morgan. La situación es desesperada. Te envié la Llamada. Has venido. Eres digno hijo de Eldath, el más digno que nunca jamás haya habitado la superficie o los mares de Toril.

Ahora fue ella quien se lo quedó mirando a él. Sus ojos de mirada intensa se clavaron en los de Morgan. Éste sintió que su indignación se disipaba al momento para verse reemplazada por algo que no acertaba a definir. ¿Embarazo? ¿Vergüenza? Ante aquella mirada de otro mundo, se sentía como un muchachito desvalido.

—¿Cómo... Cómo es que sabes mi nombre? —tartamudeó, rezando porque ella dejara de mirarlo de aquel modo.

La sirena rompió a reír, a todas luces divertida.

—Los mortales lleváis vuestro nombre de forma tan evidente como el selkie carga con su piel. Adivinarlo es un juego de niños. Basta con que una sepa lo que tiene que hacer. —Su sonrisa se desvaneció—. Ah... Me temo que no estoy siendo muy cortés. Perdóname, pero es que hace mucho tiempo que no hablo con un mortal. Me llamo Avadrieliaenvorulandral. Puedes llamarme Avadriel. Pertenezco al clan de los Alu'Tel'Quessir, a aquellos que los tuyos conocen por el nombre de elfos del mar. Y necesito tu ayuda.

Morgan se sentó en el muelle, anonadado. Una Alu'Tel'Quessir. Una elfa del mar. Morgan sólo en sueños había imaginado encontrarse con uno de aquellos seres, y ahora tenía uno frente a él.

—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó con incredulidad—. Pero, señora...

—Avadriel —lo corrigió ella—. Y olvidemos las formalidades. Hace siglos que las olvidé.

—Avadriel —repitió el muchacho, tratando de hacer caso omiso de lo que ella acababa de decir—. Yo sólo soy un simple pescador...

Morgan se dijo que aquella hermosa mujer marina por fuerza tenía que estar equivocada. Pronto se daría cuenta y volvería a su hogar en las aguas, abandonándolo para siempre y haciendo que se sintiera como un estúpido. En aquel momento, no sabía cuál de las dos perspectivas resultaba peor.

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