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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (56 page)

BOOK: Rescate en el tiempo
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Al final del pasillo encontró un laboratorio con la puerta abierta. Un operario de mantenimiento medía la altura y anchura de la puerta con una cinta métrica amarilla. Dentro, había cuatro técnicos alrededor de una amplia mesa. Sobre la mesa se hallaba expuesta una maqueta a escala de la fortaleza de La Roque y sus inmediaciones. Los hombres hablaban en voz baja, y uno de ellos levantaba tentativamente el borde de la mesa. Por lo visto, buscaban la manera de moverla.

—Doniger dice que la quiere enseñar al final de la presentación —comentó el técnico.

—No sé cómo vamos a sacarla de la habitación —dijo otro—. ¿Cómo la entraron?

—Se construyó aquí mismo —informó el hombre que se hallaba en el umbral de la puerta mientras enrollaba la cinta métrica.

Movido por la curiosidad, Stern entró en la habitación y observó de cerca la maqueta. Mostraba el castillo, reconocible y fiel hasta en los más mínimos detalles, en el centro de un complejo mucho mayor. Fuera del castillo, se veía un círculo de vegetación, y más allá un complejo de edificios y una red de carreteras. Sin embargo, nada de eso existía. En la Edad Media, el castillo se erigía aislado en una explanada.

—¿Qué es esta maqueta? —preguntó Stern.

—La Roque —contestó un técnico.

—Pero no es una representación exacta.

—Sí, sí lo es —aseguró el técnico—. Es totalmente exacta. Al menos, según los últimos planos del proyecto arquitectónico que nos han enviado.

—¿Qué proyecto arquitectónico? —dijo Stern.

Ante esto, los técnicos guardaron silencio, y sus rostros reflejaron preocupación. Mirando alrededor, Stern vio que había más maquetas: una de Castelgard y otra del monasterio de Sainte-Mère. Vio asimismo enormes planos en las paredes. Parecía el gabinete de un arquitecto, pensó.

En ese momento, Gordon se asomó a la puerta.

—¿David? Vámonos.

Stern se alejó por el pasillo junto a Gordon. Volviendo la cabeza, vio que los técnicos habían ladeado la maqueta y la sacaban por la puerta.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Stern.

—Un estudio urbanístico —respondió Gordon—. Los realizamos en todos los proyectos. La idea es definir el entorno inmediato del monumento histórico a fin de preservar el yacimiento para los turistas y estudiosos. Analizan las líneas de visibilidad y todo eso.

—Pero ¿qué interés tienen ustedes en eso?

—Un interés absoluto —contestó Gordon—. Invertimos millones antes de que un yacimiento se restaure por completo. Y no queremos que luego se eche a perder el conjunto a causa de unas galerías comerciales y un montón de hoteles de veinte pisos de altura. Por tanto, intentamos llevar a cabo una planificación urbanística más amplia y procuramos influir en las autoridades locales para que establezcan unas directrices razonables. —Miró a Stern—. Para serle sincero, esa parte del negocio siempre me ha resultado un tanto tediosa.

—¿Y qué ocurre en la sala de tránsito? —preguntó Stern.

—Se lo mostraré.

La plataforma de tránsito estaba desescombrada y limpia. En los puntos donde el ácido había corroído la goma, unos cuantos operarios arrodillados reemplazaban el revestimiento. Dos de las paredes del blindaje de agua se hallaban ya colocadas, y un técnico provisto de unos anteojos y una lámpara especiales examinaba una de ellas. Pero Stern dirigió su atención hacia arriba, donde se balanceaban en el aire los enormes paneles de cristal de la tercera pared, trasladados mediante grúas desde la segunda plataforma de tránsito todavía en construcción.

—Ha sido una suerte que estuviera preparándose la otra plataforma de tránsito —comentó Gordon—. De lo contrario, habríamos necesitado una semana para traer esos paneles de cristal. Pero los paneles estaban ya aquí. Basta con desplazarlos. Una gran suerte.

Stern mantenía la vista en alto. Hasta ese momento no se había dado cuenta del enorme tamaño de aquellos paneles. Viéndolos suspendidos sobre él, calculó que los paneles curvos de cristal debían de tener unos tres metros de altura y cuatro y medio de anchura. Sujetos mediante eslingas acolchadas, descendían hacia los soportes del suelo.

—Pero hay otros de repuesto —añadió Gordon—. Tenemos sólo un juego.

—¿Y?

Gordon se aproximó a uno de los paneles, colocado ya en su lugar correspondiente.

—En esencia, estas paredes son una especie de enormes petacas de cristal, es decir, recipientes curvos que se llenan a través de un orificio en la parte superior. Y una vez llenas de agua, alcanzan un considerable peso, unas cinco toneladas cada una. La curva mejora la resistencia. Pero es precisamente su resistencia lo que me preocupa.

—¿Por qué? —preguntó Stern.

—Acérquese. —Gordon recorrió la superficie de cristal con los dedos—. ¿Ve estas pequeñas marcas? ¿Estos puntos grisáceos? Son diminutos, y sólo se advierten sí se examinan minuciosamente. Pero son defectos del cristal que antes no estaban. Creo que, con la explosión, saltaron partículas de ácido fluorhídrico a la otra plataforma.

—Y ahora el cristal está dañado.

—Sí. Mínimamente. Pero si estas marcas han debilitado el cristal, las paredes podrían agrietarse al llenarlas de agua. O peor aún, reventar y hacerse añicos.

—¿Y si eso ocurre?

—No dispondremos de un blindaje completo —contestó Gordon, mirando a Stern a la cara—. En cuyo caso, no existen garantías de que podamos traer a sus amigos sanos y salvos. Correrían el riesgo de llegar aquí con muchos errores de transcripción.

Stern arrugó la frente.

—¿No hay una manera de probar los paneles para ver si resisten?

—No, en realidad no. Podríamos someter alguno a una prueba de tensión sí asumiéramos el riesgo de romperlo, pero dado que no hay paneles de repuesto, yo lo desaconsejaría. En lugar de eso, he optado por una inspección visual de polarización microscópica. —Señaló al técnico que examinaba el cristal con unos anteojos—. Esa inspección puede determinar las líneas de tensión preexistentes, que siempre hay en cualquier cristal, y darnos una aproximada idea de si resistirán o no. Y tiene también una cámara digital que suministra datos directamente al ordenador.

—¿Van a realizar una simulación por ordenador?

—Sí, aunque muy rudimentaria —dijo Gordon—. Tan rudimentaria que probablemente ni siquiera merezca la pena hacerse. Pero voy a hacerla de todos modos.

—¿Y cuál es la decisión que debe tomarse?

—Cuándo llenar los paneles.

—No lo entiendo.

—Si los llenamos ahora y resisten, seguramente ya no surgirán problemas. Pero no tenemos una total certeza, porque una de esas paredes podría tener un punto débil que cediese después de hallarse bajo presión durante un determinado período. Así pues, eso sería un argumento a favor de llenar los blindajes en el último momento.

—¿Cuánto tardan en llenarse?

—No mucho. Aquí mismo tenemos una manguera contra incendios. Pero, para minimizar los riesgos, sería conveniente llenarlos despacio, en cuyo caso nos llevaría casi dos horas llenar los nueve segmentos del blindaje.

—Pero ¿no empiezan a detectar cabriolas de campo dos horas antes de la llegada de una máquina?

—Sí…, siempre y cuando la sala de control funcione con normalidad. Pero el equipo de la sala de control estuvo desconectado durante diez horas. Las emanaciones del ácido penetraron también allí, y podrían haber afectado a algunos componentes electrónicos. No sabemos aún si todo funciona correctamente o no.

—Comprendo —dijo Stern—. Y los nueve segmentos de pared son distintos.

—Exacto. No hay dos iguales.

Allí se planteaba, pensó Stern, un típico problema científico del mundo real: calibrar riesgos, sopesar incertidumbres. La mayoría de la gente no sospechaba siquiera que buena parte de los problemas científicos adquirían esa forma. La lluvia ácida, el calentamiento del planeta, la contaminación del medio ambiente, el riesgo de cáncer; todas esas complejas cuestiones exigían siempre valoraciones aproximativas, malabarismos de cálculo. ¿Hasta qué punto eran exactos los datos? ¿Hasta qué punto eran dignos de confianza los científicos que habían realizado el trabajo? ¿Hasta qué punto era fiable la simulación de ordenador? ¿Qué valor tenían los pronósticos? Esas dudas surgían una y otra vez. Por supuesto, los medios de comunicación nunca se preocupaban de las complejidades, ya que no proporcionaban titulares llamativos. Como consecuencia de ello, la gente consideraba erróneamente que la ciencia era lineal y mecánica. Ni siquiera los conceptos más consolidados —como la idea de que los gérmenes provocan enfermedades— estaban tan comprobados como la gente creía.

Y en aquel caso en particular —una situación de la que dependía directamente la seguridad de sus amigos—, Stern tenía ante sí una montaña de incertidumbre. No se sabía si el blindaje resistiría. No se sabía si la sala de control recibiría la señal correcta. No se sabía si debían llenar el blindaje despacio en ese mismo momento, o dejarlo para el final y hacerlo deprisa. Debía llevarse a cabo una valoración aproximativa. Y había vidas en juego.

Gordon lo miraba fijamente. Aguardando.

—¿Hay algún segmento intacto? —preguntó Stern.

—Sí, cuatro.

—Entonces llenemos ahora esos cuatro, y esperemos a los resultados del análisis de polarización y la simulación de ordenador antes de llenar los otros.

Gordon movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Eso es exactamente lo que yo pensaba —dijo.

—A su Juicio, ¿qué probabilidades tenemos? ¿Aguantarán o no las paredes del blindaje? —preguntó Stern.

—A mi juicio, aguantarán —contestó Gordon—. Pero contaremos con más información dentro de un par de horas.

06.40.22

—Mi buen sir André, os ruego que vengáis por aquí —dijo Guy de Malegant con una cortés reverencia, señalándole el camino con la mano.

Marek trató de disimular su asombro. Al entrar al galope en La Roque, estaba totalmente convencido de que Guy y sus hombres lo matarían en el acto. En cambio, lo trataban con deferencia, casi agasajándolo como a un invitado. Se encontraba en el centro mismo del castillo, en el patio interior, donde vio el gran salón, con las luces ya encendidas.

Malegant lo guió más allá del gran salón, hasta una peculiar estructura de piedra situada a la derecha. Aquel edificio no sólo estaba provisto de postigos, sino que además los vanos habían sido cubiertos con láminas translúcidas de piel de vejiga de cerdo, a modo de cristales. Había velas en las ventanas, pero en la parte exterior de las láminas de vejiga, no dentro de la propia estancia.

Marek adivinó la razón aun antes de entrar en el edificio, que se componía de una única sala muy espaciosa. Contra las paredes, había bolsas de tela del tamaño de un puño apiladas sobre plataformas de madera. En un rincón, se alzaban varios montones piramidales de munición. En la sala se percibía un característico olor —intenso y astringente—, que Marek identificó de inmediato. Sabía exactamente dónde se hallaba.

En el arsenal.

—Bien, maestro, hemos encontrado a uno de vuestros ayudantes —anunció Malegant.

—Os estoy muy agradecido.

En el centro de la sala, el profesor Edward Johnston estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. A un lado tenía dos cuencos de piedra con mezclas en polvo. Sujetaba un tercer cuenco entre las piernas y, con un macillo de piedra, machacaba un polvo gris con movimientos circulares y uniformes. Johnston no interrumpió su tarea al ver a Marek. Ni siquiera exteriorizó señal alguna de sorpresa.

—Hola, André —dijo.

—Hola, profesor.

—¿Estás bien? —preguntó sin dejar de mover el macillo.

—Sí, estoy bien. Sólo me duele un poco la pierna —contestó Marek. En realidad sentía un dolor palpitante en la pierna, pero en el río se le había limpiado totalmente la herida, y confiaba en que cicatrizase en unos días.

El profesor continuó triturando el polvo, con paciencia, sin pausa.

—Me alegro, André —dijo con la misma voz serena—. ¿Dónde están los otros?

—En cuanto a Chris, no lo sé —respondió Marek. Recordaba a Chris cubierto de sangre—. Pero Kate está bien, y va a localizar el…

—Estupendo —lo interrumpió el profesor, señalando con una fugaz mirada a sir Guy. Cambiando de tema, apuntó al cuenco con el mentón—. Ya sabes qué estoy haciendo, naturalmente.

—Amalgamando —contestó Marek—. ¿Es bueno el material?

—No está mal, dadas las circunstancias. Es carbón de sauce, que resulta ideal. El azufre es bastante puro, y el nitrato es orgánico.

—¿Guano?

—Exacto.

—Así pues, es lo que cabía esperar —comentó Marek.

Una de las primeras cosas que Marek había estudiado era la tecnología de la pólvora, una sustancia que empezó a usarse ampliamente en Europa en el siglo
XIV
. La pólvora era uno de esos inventos, como la rueda de molino o el automóvil, que no podía atribuirse a una persona o un lugar en particular. La fórmula original —una parte de carbón, una parte de azufre, seis partes de salitre— provenía de la China. Pero los detalles de su llegada a Europa eran objeto de controversia, como lo eran asimismo los usos iniciales de la pólvora, cuando se empleaba más como sustancia incendiaria que como explosivo. La pólvora empezó a utilizarse en las armas cuando el término «arma de fuego» tenía el significado de «arma que hace uso del fuego», y no la acepción moderna de artefacto capaz de lanzar proyectiles explosivos, como el rifle o el cañón.

Por eso la pólvora no era muy explosiva en sus primeros tiempos: porque la química de la pólvora no se conocía bien, y el arte estaba aún apenas desarrollado. La pólvora explosionaba cuando el carbón y el azufre ardían muy rápido, y esa clase de combustión sólo era posible con un suministro abundante de oxígeno, que se conseguía mediante sales de nitrato, posteriormente llamadas «salitre». La fuente de nitratos más habitual eran los excrementos de murciélago recolectados en las cuevas. En un principio, ese guano no se refinaba en absoluto, sino que se añadía sin más a la mezcla.

Pero el gran descubrimiento del siglo
XIV
fue que la pólvora explosionaba mejor cuando se la trituraba hasta conseguir un grano muy fino. A este proceso se lo denominaba «amalgamamiento», y si se realizaba debidamente, se obtenía una pólvora con la consistencia del polvo de talco. Triturando durante horas la mezcla, minúsculas partículas de salitre y azufre se incrustaban en los poros microscópicos del carbón. De ahí que se prefirieran ciertas maderas, como por ejemplo la de sauce, que producía un carbón más poroso.

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