Read Retrato del artista cachorro Online

Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (2 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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—¿Puedo ir a ver los cerdos? —pregunté a Gwilym a la mañana siguiente. Ya había desaparecido el hueco terror de la casa; al correr escalera abajo en busca de mi desayuno olí la dulzura de la madera, la fresca hierba primaveral, el silencioso patio, con su derruida boyera de color blanco sucio y los establos vacíos.

Gwilym era un mozo alto, de unos veinte años, con el cuerpo flaco como un palo y la cara en forma de pala. Se podía cavar el jardín con él. Tenía una voz profunda que se quebraba en dos cuando se excitaba; cantaba para sí mismo canciones trémulas y bajas, todas con la misma triste melodía litúrgica, y escribía himnos en el granero. Y me contaba historias de muchachas que morían de amor.

—Y ató una soga alrededor de un árbol; pero era demasiado corta —me decía—. Entonces se clavó un cuchillo entre los pechos; pero no tenía filo.

Aquel día estábamos sentados uno al lado del otro sobre montones de paja en la semioscuridad del destartalado establo. Se retorció y se inclinó hacia mí, alzando un largo dedo, y la paja crujió.

—Y se tiró al río —continuó, su boca pegada a mi oreja— con las asentaderas para arriba, y, ¡Dios!, se murió. —Chillaba como un murciélago.

Las pocilgas estaban en el extremo más alejado del patio. Caminamos hacia allá, Gwilym vestido con sus negras ropas de ministro, aunque era día laborable y por la mañana, y yo con mi traje de sarga con los fondillos remendados; pasamos junto a tres gallinas que escarbaban entre los adoquines enlodados y un
collie
tuerto que dormía con su ojo ciego abierto. Los ruinosos cobertizos tenían los techos podridos y desmoronados, desgarrados agujeros en los costados, persianas quebradas y el enjalbegado descascarillado; mohosos tornillos asomaban de las tablas colgantes, retorcidas; el gato flaco de la noche anterior, tendido satisfecho entre astilladas mandíbulas de botellas, se lavaba la cara en la cúspide de una montaña de basura que se elevaba triangular hasta el techo de la cochera, oliendo fuerte y dulce. No había en todo el condado otro lugar como aquel patio de granja; ninguno tan pobre y tan magnífico y tan sucio como aquel cuadrado de barro, desperdicios, madera mala y piedra derruida, donde un puñado de gallinas viejas y desaliñadas escarbaban y ponían huevos mezquinos. En la batea de una pocilga desierta graznó un pato. Y un mozo joven y un niño se detuvieron junto a una pared baja, mirando y oliendo a una cerda que alimentaba su cría con las tetas en el barro.

—¿Cuántos lechones hay?

—Cinco. La maldita se comió uno —dijo Gwilym.

Los contamos mientras se retorcían y coleaban, rodando sobre sus lomos o sus panzas, empujándose, pellizcándose, apiñándose y chillando en torno a su madre. Había cuatro. Los contamos otra vez. Cuatro lechones, cuatro desnudas colitas rosadas que se enroscaban mientras sus bocas engullían y la cerda gruñía de alegría y dolor.

—Debe de haberse comido otro —dije, y recogí una vara y pinché al animal, frotando sus embarrados pelos—. O a lo mejor un zorro saltó la pared —sugerí.

—No fueron ni ella ni el zorro —dijo Gwilym—. Fue mi padre.

Imaginé a Tío, alto, astuto, colorado, agarrando con sus dos manos peludas al lechón que se retorcía, hundiéndole sus dientes en el muslo, mascando sus huesos; lo pude imaginar inclinado sobre la pared de la pocilga con las patas del lechón colgándole de la boca.

—¿Tío se comió el lechón?

En aquel mismo instante, detrás de los cobertizos podridos, estaba hundido en las plumas hasta las rodillas, devorando cabezas de gallinas vivas.

—Lo vendió para pagarse la copa —susurró Gwilym amargamente, los ojos clavados en el cielo—. La Navidad pasada se llevó una oveja al hombro y estuvo borracho diez días.

La cerda se revolcó para acercarse más al cosquilleante palo, y los lechones que mamaban de ella, chillando perdidos en la imprevista oscuridad, se debatieron entre sus rollos y sus bolsas.

—Ven a ver mi capilla —dijo Gwilym.

Olvidó en seguida al lechón perdido y comenzó a hablar de las ciudades que había visto en una gira religiosa: Neath, Bridgend, Bristol, Newport, con sus lagos y sus parques, sus calles brillantes, coloridas, rebosantes de tentaciones. Nos alejamos de la pocilga y de la chasqueada cerda.

—Conocí gran cantidad de actrices —dijo.

La capilla de Gwilym era el último viejo granero antes del prado que bajaba al río; se alzaba dominando el patio de la granja, sobre una colina cubierta de inmundicia. Tenía una gran puerta con un pesado candado, pero podía entrarse fácilmente por los boquetes que había a cada lado. Mi primo sacó un llavero, lo sacudió delicadamente y probó cada una de las llaves en el candado.

—Muy elegante —dijo—. Las compré en un boliche de Carmarthen.

Entramos en la capilla por uno de los boquetes.

En el centro había un carretón polvoriento con el nombre tapado con pintura y una cruz de cal sobre el costado.

—Mi púlpito —explicó, y entró solemnemente en él, trepando por la vara— Siéntate en el heno; cuidado con las ratas —dijo. Y extrayendo nuevamente su voz más profunda, gritó hacia los cielos y hacia las vigas, cubiertas de filas de murciélagos y telarañas colgantes:

—Bendícenos en este santo día, ¡oh Señor!; bendícenos a mí y a Dylan y a ésta Tu capillita por siempre jamás, amén. He hecho unas cuantas mejoras en este lugar.

Sentado en el heno miré predicar a Gwilym y oí como se alzaba su voz y se quebraba luego hundiéndose en un susurro, y estallando otra vez en cantos galeses, ya triunfal, ya salvaje, luego dócil. A través de un agujero, el sol brillaba sobre sus hombros piadosos.

—Oh, Dios. Tú estás en todas partes, en todo momento, en el rocío de la mañana, en la helada del anochecer, en los campos y en el pueblo, en el pío y en el pecador, en el gorrión y en el buharro. Tú puedes verlo todo, puedes mirar en el fondo de nuestros corazones, puedes vernos cuando no hay estrellas, en la oscuridad espesa, en la negrura honda, honda, honda. Tú puedes vernos, espiarnos, observando todo el tiempo, en los rincones oscuros, en las grandes praderas de los vaqueros, bajo las mantas, mientras roncamos, en las terribles sombras; en lo negro, negrísimo. Tú puedes ver todo cuanto hacemos, de noche y de día, de día y de noche; todo, todo; Tú puedes vernos todo el tiempo.

Dejó caer las manos enlazadas. La capilla del granero quedó silenciosa, alanceada de sol. No hubo nadie que gritara ¡aleluya! o ¡bendito sea Dios!; yo era demasiado pequeño, estaba demasiado enamorado del silencio. Afuera graznó el único pato.

—Ahora haré una colecta —dijo Gwilym.

Bajó del carretón, hurgó entre el heno y extendió hacia mí una lata abollada.

—No tengo alcancía como la gente —dijo.

Puse dos peniques en la lata.

—Es hora de comer —anunció, y volvimos a la casa sin decir palabra.

Cuando terminamos el almuerzo, dijo Annie:

—Ponte tu traje nuevo esta tarde. El de rayas.

Iba a ser una tarde especial, porque mi mejor amigo, Jack Williams, de Swansea, llegaría en automóvil con su tía rica, a pasar quince días de vacaciones conmigo.

—¿Dónde está Tío Jim?

Gwilym imitó el grito de un cerdo. Sabíamos dónde estaba Tío: sentado en una taberna, con una ternera al hombro y dos lechones asomando el hocico por sus bolsillos; tenía los labios manchados con sangre de toro.

—¿Es muy rica Mrs. Williams? —preguntó Gwilym.

Le conté que tenía tres automóviles y dos casas; pero era mentira.

—Es la mujer más rica de Gales. Una vez fue alcaldesa —agregué—. ¿Tomaremos el té en la mejor habitación?

Annie asintió con la cabeza.

—Y una lata grande de duraznos —dijo.

—Esa lata vieja está en la alacena desde Navidad —intervino Gwilym—. Mamá la ha estado guardando para un día como hoy.

—Son unos duraznos hermosos —dijo Annie, y subió por la escalera a vestirse como para un domingo.

La mejor habitación olía a bolas de naftalina, y a pieles, y a humedad, y a plantas muertas, y a aire rancio, agrio. Dos vitrinas, apoyadas en una especie de ataúdes de madera, se alineaban contra la pared de la ventana. Se podía mirar hacia el huerto, plagado de yerbajos, a través de las patas de un zorro embalsamado, sobre la cabeza de una perdiz o del pecho manchado de pintura roja de un rígido pato salvaje. Al otro lado de la estevada mesa había una vitrina con porcelanas y peltres, chucherías, dientes, broches familiares; sobre la carpeta de recortes había una gran lámpara de aceite, una Biblia con broche metálico, un alto vaso con una mujer, envuelta en una túnica, que parecía a punto de bañarse en él, y una fotografía enmarcada de Annie, Tío Jim y Gwilym sonriendo delante de una maceta con helechos. Sobre la repisa de la chimenea había dos relojes, algunos perros, candelabros de bronce, una pastora, un hombre con falda escocesa y una fotografía coloreada de Annie, con peinado alto y los pechos erguidos. Había sillas alrededor de la mesa y en cada rincón —rectas, curvas, con el tapizado manchado; todas con trozos de encaje colgando sobre los respaldos. Una sábana blanca remendada amortajaba el armonio. La chimenea estaba llena de pinzas, palas y atizadores de bronce. Rara vez se usaba «la mejor habitación». Una vez por semana Annie se pasaba el día allí, puliendo, lustrando, sacudiendo; pero la alfombra todavía lanzaba una nubecilla gris cuando se la pisaba, el polvo cubría los asientos de las sillas y en las hendiduras del sofá se apelotonaban bolas de algodón y roña, estopa y largas crines negras. Soplé sobre el vidrio para ver los cuadros. Gwilym, castillos, vacas.

—Cámbiate el traje ya —me dijo Gwilym.

Yo quería ponerme el traje viejo, quería parecer un verdadero granjero, con las suelas de los zapatos llenas de boñiga que sonaba al caminar; y quería ver cómo tenía terneros la vaca, cómo se echaba el toro sobre ella; y quería correr por la cañada, y mojarme las medias, y gritar «¡Arre, hijos de p…!», y apedrear las gallinas, y hablar como un granjero. Pero subí la escalera y me puse el traje de rayas. Desde mi dormitorio oí el ruido del automóvil acercándose al patio de la granja. Era Jack Williams con su madre.

—¡Ahí están, en un Daimler! —gritó Gwilym desde el pie de la escalera, y yo bajé corriendo a recibirlos, con la corbata sin hacer y el cabello revuelto.

—Buenas tardes, Mrs. Williams, buenas tardes —decía Annie desde la puerta—. Entren. Qué lindo día, ¿verdad, verdad, Mrs. Williams? ¿Tuvieron buen viaje? Por aquí, Mrs. Williams; cuidado con el escalón.

Annie se había puesto un vestido negro y brillante que olía a naftalina, como las fundas de las sillas de «la mejor habitación»; pero había olvidado de cambiarse las zapatillas, que estaban cubiertas de costras de barro y llenas de agujeros. Indicó el camino a Mrs. Williams por el pasillo empedrado, volviendo continuamente la cabeza hacia atrás, cloqueando, nerviosa y ofreciendo excusas por la pequeñez de la casa, al par que arreglándose ansiosamente el cabello con una mano corta y áspera.

Mrs. Williams era alta y robusta, con pechos salientes y piernas gruesas; los tobillos hinchados rebasaban sus zapatos puntiagudos; estaba empavesada como una alcaldesa o como un barco, y entró detrás de Annie en «la mejor habitación»

—Por favor, no se moleste por mí, Mrs. Jones; se lo ruego —dijo. Antes de sentarse sacudió el asiento con un pañuelo de encaje que sacó de su cartera—. No puedo quedarme, ¿sabe? —agregó.

—¡Oh, pero tiene que tomar una taza de té! —dijo Annie, y apartó las sillas de la mesa, de modo que nadie pudo moverse, y Mrs. Williams quedó encerrada con sus pechos, sus anillos, su cartera; luego abrió el aparador, dejando caer la Biblia al suelo y la recogió limpiándola apresuradamente con la manga.

—Y duraznos —agregó Gwilym. Estaba en el pasillo, con el sombrero puesto.

—Quítate el sombrero y atiende a Mrs. Williams —le dijo Annie; colocó la lámpara sobre el amortajado armonio, tendió un mantel blanco que tenía una mancha de té en el centro, sacó la porcelana y puso cuchillos y tazas para cinco.

—No se moleste por mí, se lo ruego —insistió Mrs. Williams—. ¡Qué zorro tan bonito! —Y esgrimió un dedo cargado de anillos en dirección a la vitrina.

—Es sangre de veras —le dije a Jack, y trepamos a la mesa por encima del sofá.

—No, no es —dijo él—; es tinta colorada.

—¡Oh, tus zapatos! —gritó Annie.

—Si no es tinta, es pintura entonces.

—¿Le sirvo una porción de torta, Mrs. Williams? —preguntó Gwilym.

Annie hizo chocar las tazas.

—No hay una sola porción de torta en la casa —dijo—. Olvidamos pedirla a la confitería; ni una sola. ¡Oh, Mrs. Williams!

Mrs. Williams contestó:

—Nada más que una taza de té; gracias.

Todavía transpiraba, porque había hecho a pie todo el trayecto desde el auto, y la transpiración le embadurnaba el polvo de la cara. Hizo chispear los anillos y se enjugó el rostro.

—Tres terrones —dijo—. Estoy segura de que Jack va a sentirse muy feliz aquí.

—Feliz como unas pascuas —acotó Gwilym.

—Pero comerá unos duraznos, ¿verdad? Son hermosos, Mrs. Williams.

—Debieran serlo; ¡hace tanto que están aquí…! —dijo Gwilym.

Annie tropezó otra vez con las tazas.

—Duraznos, no; gracias —contestó Mrs. Williams.

—Oh, sí, Mrs. Williams; uno sólito —dijo Annie—. Con crema.

—No, no, Mrs. Jones; gracias de todos modos. Si fueran peras…; pero no me gustan los duraznos.

Jack y yo habíamos dejado de charlar. Annie clavó la mirada en sus zapatillas. Uno de los dos relojes de la repisa tosió, dando la hora. Mrs. Williams se levantó de la silla con esfuerzo.

—Bueno, ¡cómo vuela el tiempo! —dijo.

Se abrió camino entre los muebles, chocó contra el trinchante, sacudiendo chucherías y broches, y besó a Jack en la frente.

—Te has puesto perfume —dijo Jack.

Ella le palmeó la cabeza.

—Bueno, pórtense bien. Y recuerde, Mrs. Jones —agregó dirigiéndose a Annie en un susurro—: nada más que comida sencilla. A no arruinarle el apetito.

Annie la siguió fuera de la habitación; se movía lentamente.

—Haré cuanto pueda, Mrs. Williams.

Le oímos decir «Adiós, entonces, Mrs. Williams», bajar los escalones de la cocina y cerrar la puerta. El automóvil rugió en el patio; después el ruido se hizo más suave, hasta morir.

Descendimos por la espesa cañada, corriendo y gritando, destrozando las plantas con nuestras varas, bailando felices. Bajamos el último tramo patinando y frenamos sobre la orilla del arroyo. Arriba había quedado Gwilym, el tuerto, el del ojo muerto, siniestro, flaco; Gwilym el de las diez cicatrices, cargando sus pistolas en la Granja de la Horca.

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