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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Retratos y encuentros (3 page)

BOOK: Retratos y encuentros
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Pocos de los neoyorquinos y turistas que lo cruzan a toda velocidad se percatan de los obreros que, 186 metros más arriba, utilizan los ascensores dentro de sus dos torres gemelas; y pocas personas saben que algunos borrachitos errabundos de cuando en cuando lo escalan despreocupadamente hasta la cima y allí se echan a dormir. Por las mañanas se quedan petrificados y tienen que bajarlos brigadas de emergencia.

Pocas personas saben que el puente fue construido en un área por la que antiguamente trashumaban los indios, en la cual se libraron batallas y en cuyas riberas, en los primeros tiempos coloniales, se llevaba a la horca a los piratas a modo de advertencia para otros marinos aventureros. El puente hoy se levanta en el lugar donde las tropas de George Washington retrocedieron ante los invasores británicos que más adelante capturarían Fort Lee, en Nueva Jersey, quienes encontraron las ollas en el fuego, el cañón abandonado y un reguero de ropa por el camino de retirada de la guarnición de Washington.

La calzada del puente George Washington descuella 30 metros por encima del pequeño faro rojo que se quedó obsoleto cuando se erigió el puente en 1931; el acceso por el lado de Jersey queda a tres kilómetros de donde el mafioso Albert Anastasia vivía tras un muro alto y custodiado por perros dóberman pinschers; el peaje de Jersey queda a seis metros de donde un conductor sin licencia intentó pasar con cuatro elefantes en un remolque; y lo hubiera logrado si uno de ellos no se hubiera caído. La plancha superior está a 67 metros del sitio hasta donde una vez trepó un guardia de la Autoridad Portuaria para decirle a un suicida en ciernes: «Óigame bien, so HP: si no se baja, lo bajo a tiros», y el hombre descendió en un dos por tres.

Día y noche los guardias se mantienen alerta. Tienen que estarlo. En cualquier momento puede ocurrir un accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 han saltado del puente cien personas. A más del doble se les ha impedido hacerlo. Los saltadores de puentes decididos a suicidarse obran rápida y silenciosamente. Junto a la calzada dejan automóviles, chaquetas, gafas y a veces una nota que dice «Cargo con la culpa de todo» o «No quiero vivir más».

Un solitario comprador que no era de la ciudad y que se había tomado unas copas se registró una noche en un hotel de Broadway cerca de la calle 64, fue a la cama y despertó en medio de la noche para presenciar una escena pavorosa. Vio pasar, flotando por la ventana, la imagen resplandeciente de la Estatua de la Libertad.

Se imaginó que lo habían drogado para reclutarlo y que navegaba frente a Liberty Island con rumbo a una calamidad segura en alta mar. Pero luego, mirándolo mejor, cayó en la cuenta de que en realidad veía la segunda Estatua de la Libertad de Nueva York: la estatua anónima y casi inadvertida que se yergue en el techo del depósito Liberty-Pac en el 43 de la calle 64 Oeste.

Esta aceptable copia, construida en 1902 por encargo de William H. Flattau, un patriótico propietario de bodegas, se eleva diecisiete metros sobre el pedestal, pocos en comparación con los 46 metros de la estatua de Bartholdi en Liberty Island. Esta más menuda Libertad también tenía una antorcha encendida, una escalera espiral y un boquete en la cabeza por el cual se divisaba Broadway. Pero en 1912 la escalera se descacharró, la tea se apagó en una tormenta y a los escolares se les prohibió corretear de arriba abajo en su interior. El señor Flattau murió en 1931 y con él se fue mucha de la información sobre la historia de esta estatua.

De vez en cuando, sin embargo, los empleados del depósito y los vecinos responden las preguntas de los turistas acerca de la estatua.

—La gente por lo general se arrima y dice: «Eh, ¿qué hace eso allá arriba?» —cuenta el vigilante de un aparcamiento al otro lado de la calle—. El otro día un tejano detuvo su coche, miró hacia arriba y dijo: «Yo pensaba que la estatua debía estar en el agua, en otra parte». Pero algunos están de veras interesados en la estatua y le sacan fotos. Considero un privilegio trabajar al pie de ella, y cuando vienen los turistas siempre les recuerdo que ésta es «la segunda Estatua de la Libertad más grande del mundo».

Pero la mayoría de los vecinos no le presta atención a la estatua. Las adivinas gitanas que trabajan al costado derecho no lo hacen; los asiduos de la taberna que hay debajo, tampoco; ni quienes sorben la sopa en el restaurante Bickford al otro lado de la calle. David Zickerman, taxista de Nueva York (taxi núm. 2865), ha pasado zumbando por la estatua centenares de veces y no sabe que existe.

—¿Quién demonios mira hacia arriba en esta ciudad? —pregunta.

Por varias décadas la estatua ha sostenido una antorcha apagada sobre este vecindario de jugadores de punchball, cocineros de comidas rápidas y vigilantes de bodega; sobre botones de magras propinas y policías y travestís de tacones altos, quienes pasada la medianoche emergen de sus paredes por las escaleras de incendios para ir a pasearse por esta ciudad de acaso demasiada libertad.

Nueva York es una ciudad de movimiento. Los artistas y los beatniks viven en Greenwich Village, que fue habitada primero por los negros. Los negros viven en Harlem, donde solían vivir judíos y alemanes. La riqueza se ha trasladado del lado Oeste al Este. Los puertorriqueños se hacinan por todas partes. Sólo los chinos son estables en su enclave en torno al antiguo recodo de la calle Doyer.

Algunos prefieren recordar a Nueva York en la sonrisa de una azafata del aeropuerto de La Guardia, o en la paciencia de un vendedor de zapatos de la Quinta Avenida; para otros, la ciudad representa el olor a ajo en la parte trasera de una iglesia de la calle Mulberry, o un trozo de «territorio» que se pelean las pandillas juveniles, o un lote en compraventa por la inmobiliaria Zeckendorf.

Pero por fuera de las guías de la ciudad de Nueva York y la cámara de comercio, Nueva York no es ningún festival de verano. Para la mayoría de los neoyorquinos es un lugar de trabajo duro, de demasiados coches, de demasiada gente. Muchas de esas personas son anónimas, como los conductores de bus, las criadas por días y esos repulsivos pornógrafos que suben los precios que aparecen en los anuncios de publicidad sin que nunca los cojan. Parecería que muchos neoyorquinos sólo tienen un nombre, como los barberos, los porteros, los limpiabotas. Algunos neoyorquinos transitan por la vida con el nombre incorrecto, como Jimmy Panecillos [Jimmy Buns], que vive en frente del cuartel general de la policía en Centre Street. Cuando Jimmy Panecillos, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era un chico, los policías le gritaban del otro lado de la calle: «Oye, chico, ¿qué tal si vas a la esquina y nos traes café y unos panecillos?». Jimmy siempre hacía el favor, y no tardaron en llamarlo Jimmy Panecillos o simplemente «Eh, Panecillos». Ahora Jimmy es un señor mayor, canoso, con una hija que se llama Jeannie. Pero Jeannie nunca tuvo apellido de soltera: todos la llaman «Jeannie Panecillos».

Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, quien desde 1928 arma los titulares de prensa del letrero eléctrico que rodea Times Square, sin gastar nunca una bombilla de su bolsillo; y de George Bannan, cronometrador oficial del Madison Square Garden, quien ha aguantado como un reloj de pie siete mil peleas de boxeo y ha tocado la campana dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás de un micrófono en una caseta del metro cerca de Times Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración: «Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar». Imparte este consejo 500 veces cada día y en ocasiones quisiera improvisar. Pero rara vez lo intenta. Desde hace tiempo está convencido de que la suya es una voz desatendida en el bullicio de puertas que golpean y cuerpos que se estrujan; y antes de que se le ocurra algo ingenioso para decir, llega otro tren de la Grand Central y el señor McPadden tiene que decir (¡una vez más!): «Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar».

Cuando comienza a oscurecer en Nueva York y los compradores salen de Macy’s, se escucha el trotecito de diez dóberman pinschers que recorren los pasillos olfateando en busca de algún pillastre oculto detrás de un mostrador o al acecho entre las ropas de un perchero. Peinan los veinte pisos de la gran tienda y están entrenados para subir escaleras de mano, saltar por las ventanas, brincar sobre los obstáculos y ladrarle a cualquier cosa extraña: un radiador que gotea, un tubo de vapor roto, humo, un ladrón. Si el ladrón tratara de escaparse, los perros lo alcanzarían fácilmente, metiéndosele entre las piernas para derribarlo. Sus ladridos han alertado a los vigilantes de Macy’s sobre peligros menores pero nunca sobre un ladrón: ninguno se ha atrevido a quedarse en la tienda después del cierre desde que los perros llegaron en 1952.

Nueva York es una ciudad en la que unos halcones grandes que suelen anidar en los riscos hincan las garras en los rascacielos y se precipitan de vez en cuando para atrapar una paloma en Central Park, o Wall Street, o el río Hudson. Los observadores de pájaros han visto a estos halcones peregrinos circular perezosamente sobre la ciudad. Los han visto posarse en los altos edificios, e incluso en los alrededores de Times Square.

Una docena de estos halcones, que llegan a tener una envergadura de noventa centímetros, patrulla la ciudad. Han pasado zumbando al lado de las mujeres en la terraza del hotel St. Regis, han atacado a los hombres de la reparación sobre las chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones asaltaron a unas damas residentes en el patio de recreo del Hogar del Gremio Judío de Ciegos de Nueva York. Los trabajadores de mantenimiento en la iglesia de Riverside han visto a los halcones cenar palomas en el campanario. Los halcones permanecen allí un corto rato. Luego emprenden el vuelo hacia el río, dejando las cabezas de las palomas para que los trabajadores hagan la limpieza. Cuando regresan, los halcones entran volando silenciosamente, inadvertidos, como los gatos, las hormigas, el portero de las tres balas en la cabeza, el masajista de señoras y muchas de las otras raras maravillas de esta ciudad sin tiempo.

Frank Sinatra está resfriado

Con un vaso de bourbon en una mano y un cigarrillo en la otra, Frank Sinatra estaba de pie en un rincón oscuro de la barra del bar, entre dos atractivas pero ya algo mustias rubias que esperaban sentadas a que él dijera algo. Pero él no decía nada; había estado callado casi toda la noche, salvo que ahora en este club privado de Beverly Hills parecía todavía más distante, extendiendo la vista entre el humo y la semipenumbra hacia un amplio recinto más allá de la barra donde decenas de jóvenes parejas se apretujaban en torno a unas mesitas o se retorcían en medio de la pista al metálico y estrepitoso ritmo del folk-rock que salía a todo volumen del estéreo. Las dos rubias sabían, como sabían los cuatro amigos de Sinatra que lo acompañaban, que era mala idea forzarlo a conversar cuando él andaba en esa vena de silencio hosco, humor que no había sido nada raro en esa primera semana de noviembre, a un mes apenas de cumplir cincuenta años.

Sinatra venía trabajando en una película que ya no le gustaba, que no veía la hora de acabar; estaba harto de toda esa publicidad sobre sus salidas con la veinteañera Mia Farrow, que esta noche no había aparecido; estaba molesto porque un documental sobre su vida que iba a estrenar la CBS en dos semanas se inmiscuía en su privacidad e incluso especulaba sobre una posible amistad suya con jefes de la mafia; estaba preocupado por su papel estelar en un programa de una hora de la NBC titulado Sinatra: un hombre y su música., en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz que en ese preciso momento, a pocas noches de comenzar la grabación, estaba débil, áspera y dubitativa. Sinatra estaba enfermo. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de las personas lo consideraría trivial. Pero cuando este mal golpea a Sinatra puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso de ira. Frank Sinatra tenía un resfriado.

Sinatra con gripe es Picasso sin pintura, Ferrari sin combustible…, sólo que peor. Porque el catarro común le roba a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, la voz, socavando hasta el corazón de su confianza; y no sólo le afecta su psique, sino que parece generar una suerte de secreción nasal psicosomàtica a las docenas de personas que trabajan para él, que beben con él, que lo aman, que dependen de él para su propio bienestar y estabilidad. Sin duda, un Sinatra con gripe puede, en modesta escala, desatar vibraciones por toda la industria del entretenimiento y más allá, tal como un presidente de Estados Unidos con sólo caer enfermo puede estremecer la economía de la nación.

Porque Frank Sinatra estaba ahora involucrado con muchas cosas que incluían a muchas personas: su propia compañía de cine, su compañía discográfica, su aerolínea privada, su empresa de piezas para misiles, sus bienes raíces en todo el país, su servicio personal de setenta y cinco empleados, todo esto una fracción apenas del poder que él es y que ha llegado a representar. Parecería también haberse convertido en la encarnación del macho completamente emancipado, quizás el único en América, el hombre que puede hacer lo que le venga en gana, cualquier cosa, que puede hacerlo porque tiene el dinero, la energía y parece que la falta de culpa. En una época en que los más jóvenes parecen tomar el mando con protestas, piquetes y exigencias de cambio, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los primeros productos de preguerra en haber resistido la prueba del tiempo. Es el campeón que reaparece por la puerta grande, el hombre que lo tuvo todo, lo perdió y lo volvió a recuperar, sin permitir que nada se interpusiese en su camino, haciendo lo que pocos hombres pueden: se desarraigó, dejó a su familia, rompió con todo lo que le era cercano, aprendiendo de paso que una manera de retener a una mujer es no reteniéndola. Ahora goza el cariño de Nancy y Ava y Mia, finos ejemplares femeninos de tres generaciones, y todavía cuenta con la adoración de sus hijos y la libertad de un soltero. No se siente viejo, hace que los viejos se sientan jóvenes, hace que piensen que si Frank Sinatra puede hacerlo, entonces puede hacerse; no que ellos puedan hacerlo, pero así y todo a otros hombres les agrada saber, a los cincuenta, que aquello puede hacerse.

Pero ahora, allí de pie en ese bar de Beverly Hills, Sinatra tenía resfriado y seguía bebiendo en silencio y parecía a leguas de distancia en su mundo privado, sin inmutarse siquiera cuando el equipo estéreo del otro recinto cambió a una canción suya: In the Wee Small Hours ofthe Morning.

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