Rhialto el prodigioso (6 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Rhialto el prodigioso
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—Bah, eso no es una tarea difícil —dijo Calanctus—. Evoca el Retrotrópico Segundo, seguido por un estabilizador: cosa de minutos.

—Exacto —dijo Ildefonse—. Ése era esencialmente mi plan.

Rhialto se volvió a Ladanque.

—Trae a las brujas. Alinéalas en el prado.

—¿Y el cadáver?

Rhialto pronunció un conjuro de disolución; el cuerpo se convirtió en polvo.

Llorio dudó, mirando primero al norte, luego al sur, como indecisa; después, volviéndose, caminó pensativa cruzando el prado. Calanctus la siguió; ambos se detuvieron, mirándose fijamente, frente a frente. Primero habló Llorio, luego Calanctus, luego Llorio; ambos miraron a la vez hacia el este, y al momento siguiente habían desaparecido.

Libro Segundo
EL HALITO DEL FADER
1

Durante el día el sol arrojaba una luz amarronada sobre el paisaje; por la noche todo estaba oscuro e inmóvil, con apenas unas pocas estrellas pálidas señalando las antiguas constelaciones. El tiempo avanzaba a un paso lánguido, sin finalidad ni urgencia, y la gente hacía pocos planes a largo plazo.

El Gran Motholam había desaparecido hacía tres eones; los grandes maestros de la magia se habían extinguido, tras un fallecimiento más o menos indigno: a través de la traición de un confidente de confianza; o durante un aturdimiento amoroso; o por las maquinaciones de una cábala secreta; o a través de algún inesperado y horrible desastre.

Los magos de este vigesimoprimer eón residían en su mayor parte en los tranquilos valles fluviales de Almery y Ascolais, aunque algunos se mantenían recluidos en la región de Cutz, al norte, o en la región del Muro Desmoronante, o incluso en las estepas de Shwang, en el distante este. Debido a factores especiales (que se hallan más allá del alcance de la presente exposición), los magos de este tiempo formaban un grupo heterogéneo; reunidos en coloquio, parecían una asamblea de raras y maravillosas aves, cada cual preocupada principalmente por su propio plumaje. Aunque, en su conjunto, carecían de la espectacular magnificencia del Gran Motholam, no por ello eran menos caprichosos y tercos, y tan sólo después de un cierto número de desgraciados incidentes fueron persuadidos a regularse a si mismos a través de un código de conducta. Este código, conocido como «el Monstrament», o menos formalmente como «los Principios es», e grabado en un prisma azul y guardado en un lugar secreto. La asociación incluía a los magos más notables de la región. Por aclamación unánime, Ildefonse fue proclamado Preceptor e investido con amplios poderes.

Ildefonse residía en Boumergarth, un antiguo castillo de cuatro torres en las orillas del río Scaum. Había sido elegido Preceptor no sólo por su dedicación a los Principios Azules, sino también por su temperamento equitativo, que a veces parecía incluso blando. Su tolerancia era proverbial; en un momento determinado se le podía descubrir riendo los chistes licenciosos de Dulce-Lolo; al momento siguiente, sin embargo, igual estaba prestando toda su atención a las opiniones del ascético Tchamast, cuyas suspicacias hacia el sexo femenino eran profundas.

Normalmente, Ildefonse adoptaba el aspecto de un sabio jovial de chispeantes ojos azules, cabeza calva y agitante barba rubia; una apariencia que tendía a generar confianza, frecuentemente con ventaja para él, y la utilización de la palabra «ingenioso», aplicada a Ildefonse, era probablemente incorrecta.

En el momento que nos ocupa, los magos que habían suscrito los Principios Azules ascendían a veintidós
[3]
. Pese a las claras ventajas de una conducta ordenada algunas inteligencias ágiles no podían resistir la comezón de lo ilícito y jugaban maliciosos trucos a los demás cayendo incluso a veces en serias transgresiones de los Principios Azules.

Este era el caso de Rhialto, conocido a veces como «el Prodigioso». Residía en Falu, no lejos del mar de Wilda en un distrito de colinas bajas y profundos bosques en orilla este del Ascolais.

Rhialto era considerado entre sus compañeros, por la razón que fuera, como un tanto altanero, y en consecuencia no gozaba de excesiva popularidad. Su aspecto natural era el de un grande: orgulloso y distinguido, con corto pelo negro, rasgos austeros y unos modales descuidadamente desenvueltos. Rhialto no carecía de vanidad, lo cual, unido a su actitud reservada, exasperaba a menudo a sus colegas. Y algunos de ellos se volvían ostentosamente de espaldas cuando Rhialto aparecía en una de sus reuniones, ante la sublime indiferencia del propio Rhialto.

Hache-Moncour era uno de los pocos que cultivaban la amistad de Rhialto. Había adoptado la apariencia de un dios de la naturaleza de Ctharion, con rizos broncíneos y rasgos exquisitos, estropeados (en opinión de algunos) por una boca demasiado gruesa y unos ojos quizá un tanto demasiado redondos y límpidos. Motivado tal vez por la envidia, a veces parecía casi emular los manerismos de Rhialto.

En su condición original, Hache-Moncour había adquirido un cierto número de hábitos nerviosos. Cuando estaba absorto en sus pensamientos, fruncía los ojos y tironeaba de los lóbulos de sus orejas; cuando se sentía perplejo, se rascaba vigorosamente los sobacos. Tales hábitos, que encontraba difíciles de abandonar, estropeaban el descuidado aplomo hacia el que trabajaba incesantemente. Sospechaba que Rhialto se reía de sus lapsus, lo cual incitaba aún más sus celos, y así se inició la malevolencia.

Tras un banquete en el salón de Mune el Mago, los magos se disponían a marcharse. En su camino al vestíbulo, tomaron sus capas y sombreros. Rhialto, siempre estricto en sus cortesías, le tendió a Hurtiancz primero su capa, luego su sombrero. Hurtiancz, cuya cabeza de poderosos rasgos parecía descansar directamente sobre sus amplios hombros, reconoció el servicio con un gruñido. Hache-Moncour, de pie a un lado, vio su oportunidad y lanzó un conjuro que agrandó el sombrero de Hurtiancz en varias tallas, de modo que cuando el irascible mago se lo puso sobre la cabeza se hundió hasta casi sus hombros, dejando apenas visible, en la parte delantera, sólo la bulbosa punta de su nariz.

Hurtiancz se quitó bruscamente el sombrero y lo examinó desde todos ángulos, pero Hache-Moncour había retirado el conjuro y nada parecía estar fuera de la normalidad. De nuevo intentó Hurtiancz ponerse el sombrero en la cabeza, y ahora encajó perfectamente. Incluso entonces todo hubiera quedado ignorado si Hache-Moncour no hubiera tomado una imagen gráfica de la escena, que posteriormente circuló entre los magos y otras personas de la nobleza local, cuya buena opinión Hurtiancz deseaba cultivar. La imagen mostraba a Hurtiancz asomando solamente el rojo botón de su nariz, y a Rhialto a sus espaldas, exhibiendo una sonrisa de frío regocijo.

Sólo Rhialto no recibió una copia de la imagen, y nadie pensó en mencionársela, y menos que nadie Hurtiancz, cuyo ultraje no conoció límites, y que a partir de entonces fue incapaz de seguir hablando calmadamente cuando era mencionado el nombre de Rhialto.

Hache-Moncour se sintió encantado con el éxito de su broma. Cualquier ataque a la reputación de Rhialto sólo podía servir para elevar la suya; además, descubrió un malicioso placer en el perjuicio ocasionado a Rhialto.

En consecuencia, Hache-Moncour inició toda una serie de intrigas, que finalmente se convirtieron para él casi en una obsesión, y su meta llegó a ser la completa humillación del orgulloso Rhialto.

Hache-Moncour trabajó con consumada sutileza, de tal modo que al principio Rhialto no se dio cuenta de nada. Sus planes eran en su mayor parte mezquinos, pero nunca carecían de algo de chispa.

Cuando supo que Rhialto estaba redecorando las habitaciones de huéspedes de Falu, Hache-Moncour hurtó una de las preciadas gemas de Ao de los Ópalos y arregló las cosas de modo que colgara como pomo de la cadena de vaciado de la taza séptica de los nuevos lavabos de Falu.

A su debido tiempo, Ao tuvo conocimiento del uso al que se dedicaba su magnífico ópalo en forma de lágrima de cinco centímetros de largo, y su rencor, como el de Hurtiancz, alcanzó casi la violencia de un ataque de apoplejía. Pese a todo, Ao se sentía refrenado por el artículo cuatro de los Principios Azules, y así mantuvo controlado su resentimiento.

En otra ocasión, durante los experimentos de Rhialto con burbujas de plasma luminoso, Hache-Moncour hizo que una de esas burbujas se posara sobre un harquisade único, un árbol que Zilifant había importado de Canopus y cuidaba día y noche con intensa solicitud. Una vez en el árbol, el plasma estalló, pulverizando el quebradizo follaje de cristal y permeando toda la propiedad de Zilifant con un horrible y persistente hedor.

Zilifant se quejó inmediatamente a Rhialto, con voz que crujía y temblaba bajo el peso de la rabia. Rhialto respondió con fría lógica, citando seis razones definitivas por las que ninguno de sus plasmas era responsable de los daños, y se negó a ningún tipo de restitución. Las convicciones de Zilifant se vieron suavemente reforzadas por Hache-Moncour, que afirmó que Rhialto había anunciado públicamente que iba a utilizar el harquisade como blanco.

—Además —añadió Hache-Moncour—, Rhialto llegó a decir, y cito textualmente: «Zilifant exuda constantemente un tal olor personal que el hedor del plasma ni siquiera puede ser notado a su alrededor.»

Y así siguieron las cosas. Gilgad poseía un animalito de compañía, un simiode, al que quería mucho. Un anochecer, Hache-Moncour, vestido con un dominó negro, una capa negra y un sombrero negro idénticos al atuendo que normalmente llevaba Rhialto, capturó al animal y lo arrastró, al extremo de una cadena, hasta Falu. Allá, Hache-Moncour golpeó al animal hasta cansarse, tras lo cual lo ató con una corta cuerda entre un par de plantas de castidad, que causaron a la pobre bestia una aflicción adicional.

Gilgad, avisado por unos campesinos, siguió el rastro hasta Falu. Soltó al simiode, escuchó sus aullidos de queja, luego enfrentó a Rhialto con la prueba de su culpabilidad.

Rhialto negó categóricamente cualquier conocimiento de los hechos, pero Gilgad, cada vez más alterado, no pudo ser convencido. Exclamó:

—¡Boodis te ha identificado explícitamente! Afirma que le hiciste terribles amenazas; que declaraste: «Soy Rhialto, y si crees que te he pegado ya lo suficiente, ¡aguarda a que descanse un poco!» ¿No es ésa una actitud de despiadada crueldad?

—Tú debes decidir a quién crees: si a mí o a esta bestia repulsiva —dijo Rhialto. Hizo una desdeñosa inclinación de cabeza y regresó al interior de su casa, cerrando la puerta a sus espaldas. Gilgad profirió una queja final, luego condujo a Boodis de vuelta a su casa en una carretilla cubierta con almohadones de seda. A partir de entonces, Rhialto pudo contar con Gilgad entre sus más fieles detractores.

En otra ocasión, Rhialto, actuando con toda inocencia, se vio arrastrado por el flujo normal de las circunstancias, y de nuevo fue blanco de recriminaciones. Al principio, Hache-Moncour no tuvo nada que ver con el asunto, pero más tarde se aprovechó de él para incrementar sus efectos.

El episodio empezó a un nivel de agradable anticipación. El principal noble de la región era el duque Tambasco, una persona de impecable dignidad y antiguo linaje. Cada año, para celebrar los loables esfuerzos del sol por sobrevivir, el duque Tambasco celebraba un gran baile en su palacio de Quanorq. La lista de invitados era de lo más selecto, y en esta ocasión incluía a Ildefonse, Rhialto y Byzant el Necropo.

Ildefonse y Byzant se encontraron en Boumergarth, y tras felicitarse mutuamente por su espléndida apariencia, hicieron apuestas acerca del número de triunfos que iban a contar cada uno sobre las bellezas que asistirían al baile.

Para la ocasión, Ildefonse había decidido presentarse como un robusto espadachín joven de rizos dorados que descendían hasta más allá de sus orejas, un fino bigote rubio y unos modales a la vez cordiales y dignos. Para complementar su imagen, llevaba un traje de terciopelo verde, un cinto verde oscuro y oro, y un atrevido sombrero de ala ancha con una pluma blanca.

Byzant, tras planear la operación con idéntico cuidado, eligió el aspecto de un gracioso esteta joven, sensible a los matices y vulnerable al más fugitivo hálito de belleza. Unió unos ojos verde esmeralda y unos rizos rojo cobre con una complexión marmórea, en una yuxtaposición calculada para excitar el ardor de las más apreciadas jóvenes del baile.

—¡Conseguiré a las más hermosas! —le dijo a Ildefonse—. ¡Las fascinaré con mi aspecto y las cautivaré con mi alma; caerán en amoroso éxtasis, y yo lo explotaré sin la menor vergüenza!

—Sólo veo un fallo en tu argumentación —cloqueó Ildefonse—. Cuando descubras a una de esas criaturas de soberbio atractivo, ya estará en mis brazos y habrá olvidado todo lo demás.

—Ildefonse, siempre has sido un fanfarrón impenitente en lo que a conquistas se refiere —exclamó Byzant—. ¡En Quanorq juzgaremos sólo los hechos, y veremos quién es el auténtico experto!

—¡Así será!

Tras un brindis final con hiperglosom, los dos galanteadores se dirigieron a Falu, donde, ante su asombro, descubrieron que Rhialto había olvidado por completo el acontecimiento.

Ildefonse y Byzant se sentían impacientes y no concedieron a Rhialto tiempo para hacer sus preparativos, de modo que Rhialto se limitó a ponerse un sombrero adornado con borlas sobre su negro pelo y declaró que estaba listo para partir.

Byzant retrocedió, sorprendido.

—¡Pero no has hecho preparativos! ¡No te has puesto ninguna ropa especial! ¡Ni siquiera te has lavado los pies y perfumado el pelo!

—No importa —dijo Rhialto—. Me limitaré a permanecer en las sombras y a envidiar vuestro éxito. Al menos disfrutaré de la música y del espectáculo.

Byzant sonrió complacido.

—Me parece muy bien, Rhialto; ya es tiempo de quitarle un poco de viento a tus velas. Esta noche Ildefonse y yo estamos preparados a todo; tendrás ocasión de presenciar nuestros soberbios talentos empleados al máximo de su eficacia.

—Byzant habla con absoluta exactitud —declaró Ildefonse—. Ya has tenido tu cuota de triunfos; ¡esta noche estás sentenciado a permanecer a un lado y a observar mientras un par de expertos hacen lo necesario para conseguir que las más hermosas de entre las más hermosas se pongan de rodillas ante ellos!

—Si así debe ser, que así sea —dijo Rhialto—. Mi preocupación, ahora, se centra en la suerte que correrán los corazones de las pobres víctimas de vuestro arte. ¿Acaso no tenéis piedad?

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