Salamina (54 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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A estiércol podrás oler tú, que vives del campo, no yo
, pensó Temístocles, con el pulso acelerado de ira. Pero se estaba jugando cosas más importantes que su amor propio.

—Está bien —dijo con voz gélida—. Imaginemos que tus especulaciones tuvieran algo de razón y yo pretendiera amañar el oráculo. Dime cuánto querrías por tu silencio.

—Sé que tienes el riñón bien cubierto, Temístocles, y mis rentas últimamente no son las que eran. No puedo permitir que piojos puestos en limpio como tú vistan mejor que yo ni vivan en casas más lujosas. Quiero que me pagues tres mil dracmas al año.

Temístocles miró de reojo a Sicino. La imagen de Andrónico estrangulado en un callejón o despeñado en el camino de vuelta pasó fugazmente por su cabeza.

—Oh, oh.

—El eupátrida debía haberle leído la mente—. Tu criado puede ser tan grande como un oso, pero te aseguro que no le duraría ni un minuto a Telo.

Temístocles se fijó una vez más en el esclavo de Andrónico. Era un matón con la nariz aplastada y las orejas rotas como dos coliflores. No había competido nunca en juegos oficiales, puesto que no era un ciudadano libre, sino en peleas nocturnas de pancracio en las que los espectadores cruzaban apuestas. Temístocles lo había visto luchar en un par de ocasiones, en el Pireo y en el Cerámico, y tenía que reconocer que era un hombre que daba miedo. Medía poco más que él, pero de haber tenido cuello le habría sacado más de media cabeza. Su cuerpo era voluminoso y estaba plagado de músculos tan abultados como los nudos de las maromas con las que amarraban los cargueros al muelle. Pero lo que más asustaba al verlo combatir era la terrible violencia, la ciega agresividad con que machacaba a sus adversarios, como si fuera el salvaje dios Ares encarnado. Sus rivales siempre mostraban un punto de contención, pero no así Telo, que había matado ya a varios luchadores. Las dos veces que lo vio Temístocles, el juez del combate había tenido que frenarlo con la ayuda de otros hombres para que no acabara destrozando a patadas al adversario tendido en el suelo.

Eso, en cierto modo, le convenía. Cuando regresaran a Atenas, sería más fácil que la gente pensara que él no había presionado a Andrónico, conocido por tener el guardaespaldas más duro de la ciudad.

Como si de nuevo hubiera adivinado sus pensamientos, Andrónico dijo:

—Te viene bien que yo te haya acompañado. Seremos dos los testigos del oráculo, y así la gente no desconfiará de ti. Todo el mundo sabe que yo soy incorruptible.

Aunque pareciese mentira, las últimas palabras las había pronunciado con plena convicción.

—Está bien —dijo Temístocles—. Será como tú dices. Ahora, sube conmigo. No quiero hacer esperar más a Timón.

—¡No, no! Prefiero no ensuciarme con tus manejos sacrílegos. No quiero saber cómo te las arreglas para torcer la voluntad de los dioses.
Pero con mi dinero no te importa ensuciarte, ¿verdad?
, pensó Temístocles. Andrónico se levantó del taburete.

—Para empezar, te dejo que me invites a esta jarra de vino —dijo con una sonrisa sarcástica—.

Así te irás acostumbrando. ¡Ah! Quiero las tres mil dracmas en mi casa la misma noche en que lleguemos a Atenas. Procura mandar a otro esclavo que no llame tanto la atención como ese buey —dijo, señalando a Sicino—. Ya me encargaré de que entre por la puerta de atrás. No quiero que me relacionen contigo más de lo necesario.

Devoradores de regalos
. Temístocles recordó el epíteto de Hesíodo para los nobles. Pero ya tendría tiempo de tratar con esa sanguijuela y con su matón. De momento, los asuntos proféticos eran más urgentes.

Cenaron carne de lechal con hierbas aromáticas, tan tierna que se deshacía en la boca, y pescado a la brasa. Temístocles, que se moderó con la comida y el vino para mantener la cabeza despejada, procuró que el sacerdote bebiera en abundancia. Pero Timón se trasegó una jarra entera con sólo media parte de agua sin que ni tan siquiera empezara a trabársele la lengua. Al terminar, Temístocles pagó al músico que amenizaba la cena con su doble flauta y lo despidió. Después le dio otra moneda al hijo del posadero, que estaba retirando los cuencos.

—Dile a mi criado que se quede junto a la puerta y no deje pasar a nadie. No quiero que nos molesten.

Apartados los temas triviales de la cena, Temístocles sacó a colación la guerra inminente. La conversación con Andrónico le había dejado de mal humor, lo que le hizo ser más directo y cortante de lo habitual en él.

—Vuestro oráculo está acobardando a todos los griegos. A los que directamente no les dice que se rindan o se abstengan de participar, los amenaza con desgracias terribles.

—No es «nuestro» oráculo, mi querido Temístocles. Es del dios. Muéstrale un poco de respeto a Febo Apolo.

Timón era un corpulento sesentón, de cabellos ralos y blancos como la nieve que coronaba el Parnaso. Sus ojos, de tan azules, resultaban inquietantes.

—Apolo es un dios griego —dijo Temístocles—. Nació en Delos, en el corazón de las Cíclades, y tiene su santuario aquí, en el centro de Grecia. ¿Por qué iba a favorecer la causa de unos bárbaros? ¿Por qué se niega a ayudar a los griegos?

—A su manera, Jerjes también cree en Apolo, aunque sea bajo otro nombre. Pues al dios le complace muchas veces ocultar su verdadero rostro bajo aspectos y nombres distintos.

—¿Reconoces entonces a Jerjes como tu señor?

—¡Mi único señor es Apolo! —respondió Timón, enderezándose en el diván—. Si vuelves a insinuar algo así, me marcho.

Ahora que te has llenado bien la panza, claro
. Temístocles siguió reclinado. La experiencia le decía que si fingía una postura de relajamiento y control, acababa por sentirlos de verdad y podía dominar situaciones complicadas. Él mismo estiró el brazo para llenar la copa de Timón. Pero el sacerdote no se dignó tocar el vino.

—Sólo era curiosidad. Me ha sorprendido que defiendas tanto a Jerjes, siendo un monarca extranjero. Por cierto, ¿qué te hace creer que el Gran Rey respetará el oráculo y sus posesiones?

—Estamos bajo la protección de Apolo. Él jamás permitirá que Jerjes ni nadie más profane su santuario.

Temístocles se contuvo. Decirle abiertamente a Timón que él y los demás funcionarios del oráculo eran unos corruptos comprados por el oro persa no conseguiría nada. Además, sólo lo sospechaba, no tenía constancia de ello. Tal vez el oráculo, igual que tantas ciudades de Grecia, se limitaba a doblarse como un junco ante el vendaval y esperaba alguna gratificación en el futuro.

Decidió que convenía ilustrar al sacerdote.

—En Babilonia, Jerjes se atrevió a destruir un templo de Zeus mayor que todo este santuario.

Después derribó y fundió su estatua, que era de oro macizo y pesaba más de quinientos kilos.

—En realidad, Jerjes sólo había causado destrozos en la séptima terraza de Etemenanki, y la estatua de Marduk pesaba la mitad de lo que había dicho. Pero si exageraba era por una buena causa—. El Gran Rey cree que todos los dioses que no sean su alado Ahuramazda son demonios y deben ser destruidos.

—¡Eso es imposible! Se nos ha prometido que...

El sacerdote se cortó en seco y cerró los ojos un instante, sin duda maldiciéndose a sí mismo por hablar más de la cuenta. Temístocles decidió abandonar los tapujos.

—Se os ha prometido que si mináis la moral de los griegos para que se rindan, respetarán el oráculo, ¿verdad? Y ése ha sido un mensaje personal del general Mardonio, comandante en jefe del ejército de Jerjes.

Era una apuesta a ciegas, basándose en lo que había visto en Babilonia. Probablemente, Mardonio habría utilizado a un intermediario. Pero al parecer Temístocles dio en el clavo, y el sacerdote se sorprendió lo bastante como para delatarse.

—¿Cómo lo sabes?

—No soy como vuestro oráculo, que conoce el número de los granos de arena de la playa y las gotas de agua del mar. Pero también poseo mis fuentes de información.

El sacerdote tomó la copa y la vació de un solo trago. Después tiró los posos al suelo y se la volvió a llenar. Ya no hacía ademán de irse.

—Niego todo lo que dices. Y lo negaré delante de quien sea.

—Da igual. Toda Grecia sospecha ya. Si no temiera ofender al dios, diría que vuestra conducta empieza a parecer escandalosa.

—No eres quién para juzgar al oráculo, general.

—En eso tienes razón. Pero tal vez un consejo sí me lo admitirías, ¿no, Timón?

—Somos nosotros quienes ofrecemos consejo, no quienes lo recibimos.

—Sin embargo, pasáis algo por alto. En este oráculo no sólo se guardan tesoros de toda Grecia.

También los hay de ciudades jonias de Asia. Y, además, están las ofrendas que consagró Creso. Son las más valiosas del santuario, según tengo entendido.

—Recibimos esas ofrendas porque nuestro prestigio llega a todos los rincones del mundo.

Precisamente por eso, pase lo que pase, sabemos que los persas no se atreverán a profanar este santuario. Ellos mismos respetan y veneran Delfos.

—No me he explicado bien. Lo que quiero decir es que Creso sacó todo ese oro de su país. Lidia es ahora una satrapía de Persia, así que el Gran Rey opina que ese oro le pertenece. Y tal vez no le falte algo de razón —recalcó para mortificar al sacerdote.

—No sé adónde quieres ir a parar. Todos los tesoros que están aquí son depósitos legítimos, voluntariamente ofrecidos por sus dueños.

Temístocles, que tenía su propio depósito allí enterrado, lo sabía de sobra. Pero, sin decir nada de su oro por el momento, prosiguió.

—Me refiero a que cuando sus hombres caigan sobre Grecia como una inmensa manada de lobos hambrientos no sólo saquearán las ciudades, sino que vendrán aquí, a tu amado santuario, a llevarse lo que es suyo. Y una vez que abran el tesoro de Creso y el oro les encienda la codicia, ¿crees que el respeto a Apolo será suficiente para impedir que despojen todo lo demás?

—Me niego a aceptar tus palabras. ¿Qué sabes tú de lo que piensan los persas o de los propósitos del Gran Rey? Temístocles se enderezó por fin.


Thatiy Xshayarsha xshayáthiya: Auramazda níkatuv duruxtah dáivahcha uta duruxtam daivádanam!

El sacerdote escuchó sin parpadear, muy pálido. Temístocles no sabía si había entendido sus palabras, pero era evidente que Timón reconocía el idioma como persa y que no era la primera vez que escuchaba su sonoro ritmo.


«Dice Jerjes el rey: ¡Ojalá Ahuramazda destruya a los falsos dioses extranjeros junto con su falso santuario!»
. Esas palabras las he escuchado con mis propios oídos en Babilonia. ¡De labios de Jerjes!

En realidad, las había visto grabadas en una pared y se las había traducido el escriba de Izacar, pues ni siquiera Sicino sabía leer los caracteres cuneiformes de las inscripciones oficiales. Pero por el gesto de Timón, era obvio que le resultaban tan convincentes como si acabara de escuchar un oráculo de su propia Pitia, o incluso más. No era la primera vez que Temístocles comprobaba el poder casi mágico de unas palabras pronunciadas en una lengua extranjera.

—¿Qué es lo que quieres, Temístocles? Deja de atormentarme y dímelo de una vez.

Si vamos a ser claros, seámoslo de verdad
, pensó Temístocles.

—Quiero un oráculo que no sea derrotista. Quiero un oráculo que no sea cobarde.

—¿Cómo te atreves a insultar al...? Temístocles se levantó, derribó la mesa de una patada y señaló al sacerdote con el dedo.

—¡Quiero un oráculo que no sea traidor! ¡Quiero un oráculo que no haya sido dictado por el oro persa!

Temístocles solía hablar con voz suave, pero también sabía hacerse oír en la asamblea y gritar órdenes en el puente de su nave mientras rugía la tormenta. El sacerdote se sentó en el diván y pareció achicarse ante sus ojos. Ya lo había acobardado. Ahora había llegado el momento de sentarse él también, suavizar la voz y empezar a negociar.

Acababa de amanecer cuando entraron en el recinto del santuario y emprendieron el ascenso por la vía Sagrada. A ambos lados del camino empedrado se levantaban tesoros consagrados por ciudades de toda Grecia, y tras ellos, en segunda y tercera fila, podían verse también ofrendas y templetes de ciudadanos particulares. Las estatuas policromadas, las vivas pinturas y relieves que decoraban los edificios, el jaspeado del mármol y el estuco y el brillo de los metales brindaban al conjunto un aspecto aún más abigarrado y vistoso que la Acrópolis de Atenas.

Temístocles subía acompañado por Andrónico y por el próxeno de los atenienses. Tras ellos caminaban Telo y Sicino, cargado este último con el cabrito que sacrificarían a Apolo y que a ratos se quejaba con un débil balido. Aunque era temprano, ya empezaba a hacer calor.

—Hoy hasta las lagartijas van a buscar la sombra —comentó el próxeno. Andrónico, despectivo como siempre, se limitó a hacer una mueca.

Para los fieles griegos, Delfos era el ombligo del mundo, el lugar sagrado donde Apolo se dignaba compartir con ellos su conocimiento del porvenir. En opinión de Temístocles, se trataba más bien de un centro de inteligencia y espionaje que extendía sus tentáculos hasta más allá del Egeo. Resultaba paradójico que llegase allí tanta información, tratándose de un rincón apartado al que sólo se accedía por caminos tortuosos. Aunque Temístocles comprendía por qué Apolo había elegido aquel lugar para instalarse; en sus viajes había conocido pocos parajes más hermosos.

Bastaba con trazar un círculo sobre los talones para contemplar a la vez las maravillas del santuario, el verde de los frondosos bosques que lo rodeaban, y las cimas peladas y majestuosas del Parnaso.

Y al completar aquella vuelta, incluso podía verse el mar. Al sur, las aguas del golfo de Corinto brillaban como un espejo bajo el sol de la mañana.

Fuese el verdadero ombligo geográfico del mundo o no, no se podía negar que Delfos era el centro espiritual de Grecia. No había guerra o campaña importante que no se emprendiese sin consultarlo. Su fama había cruzado el Egeo, y por eso el rey Creso le había enviado ofrendas suntuosas. Los versos de propaganda con que le contestó la Pitia eran ya célebres:

Conozco el número de granos de arena de la playa

y las dimensiones del mar sé medir,

entiendo al sordomudo y escucho al que no habla.

Temístocles sospechaba que Creso había enviado ofrendas a Delfos no sólo por conocer el futuro, sino también por si los persas lo derrotaban y se veía obligado a huir de su reino: el tesoro que guardaba en Delfos le habría garantizado un retiro dorado en Grecia. Para su desgracia, no sólo perdió la guerra, sino que cayó prisionero de Ciro y ya no pudo cruzar el mar para disfrutar de sus riquezas.

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