Salamina (61 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Apolonia negó con la cabeza.

—No fue ninguna enfermedad. Estoy convencida de que lo torturaron.

El mismo Mnesífilo le rellenó la copa con una jarra que tenían a mano, porque Temístocles había despedido un rato antes al camarero.

—Hablemos de cosas más agradables. Cuando la sombra de la guerra se acerca, es el mejor momento para disfrutar de la vida. ¡Muchacha! —exclamó, dirigiéndose a la citarista—. Toca algo más alegre.

La joven interpretó un canto convival de Simónides, el anciano poeta jonio que de vez en cuando venía a visitarlos. Mientras cantaba, les llegó el sonido de la discusión desde el despacho. Para evitar parecer indiscreto, Mnesífilo carraspeó, subió el volumen de la voz y preguntó a Apolonia por la madre de Temístocles.

—Se durmió antes de que llegaras —contestó Apolonia—. Lleva unos horarios muy raros. Es posible que dentro de un rato se despierte creyendo que es de día y pida a las esclavas el desayuno.

Hacía dos años que Euterpe vivía con ellos. La pobre mujer había empezado a dar síntomas de demencia senil poco después del regreso de Temístocles. Lo confundía con su padre Neocles, se olvidaba de los nombres de sus nietos, que bajaban a menudo a verla desde la ciudad, y también se equivocaba con sus nietas Italia y Síbaris, o simplemente no las reconocía.

Tenían que mantenerla vigilada, porque si se descuidaban se escapaba y se ponía a deambular por las calles vestida tan sólo con una túnica de estar en casa y los blancos cabellos sueltos hasta la cintura. Si alguien le preguntaba, le contaba una historia sobre su hermano Sangodo, pues se creía que volvía a ser una joven doncella y estaba en Halicarnaso de nuevo. Arquipa había aprovechado la decadencia de Euterpe para vengarse de ella, y no perdonaba ocasión de demostrarle que chocheaba. Además, cuando Temístocles no estaba en casa, daba orden a las esclavas de que no la peinaran ni la lavaran, y de que la dejaran siempre con la misma ropa. Hasta que Apolonia se hartó y le dijo a Temístocles que se trajera a su madre al Pireo, que ella la cuidaría.

Por suerte, Nesi, que ya había cumplido doce años y era una mujercita, ayudaba mucho a Apolonia. Aunque Euterpe no fuese su abuela carnal, era ella quien más la atendía, y se pasaba largos ratos cantándole mientras le cepillaba el pelo. A cambio, obtenía su recompensa: curiosamente, Euterpe siempre reconocía a Nesi, y no sólo eso, sino que la llamaba por su nombre completo, Mnesiptólema, sin ahorrarse una sola consonante.

—Es duro el olvido —comentó Mnesífilo, sacudiendo la cabeza. Después preguntó—: ¿Puedo ser indiscreto, Apolonia?

—Siempre que quieras —respondió ella. Recibía pocas visitas femeninas con las que sincerarse de verdad, así que agradecía las conversaciones con Mnesífilo.

—Le he dicho más de una vez a Temístocles que por qué no se divorcia de Arquipa y se casa contigo. Pero siempre contesta que la situación de la ciudad es muy complicada, los persas por un lado, los espartanos por otro, los eupátridas a todas horas, y que ya arreglará lo vuestro algún día.

¿Qué piensas tú? ¿Estás contenta con la situación?

—¿Es que eso tiene alguna importancia?

—Para mí sí. Y te aseguro que para él también. Otra cosa es que lo demuestre.

Apolonia tomó la copa y dio un breve sorbo. Después se quedó con los labios apoyados en el borde del cáliz, pensativa. ¿Estaba contenta? La verdad, y pese a los tiempos sombríos que corrían, es que no era tan infeliz. Si lo fuese no tendría tanto miedo de perderlo todo otra vez. En realidad, aunque ahora no era la esposa legal de nadie, tenía mucho más que perder que cuando vivía en Eretria.

De vez en cuando presionaba a Temístocles, fingía celos a costa de Arquipa y le pedía más atención. Pero cuando él se volvía más solícito, Apolonia procuraba distanciarse un poco, y a menudo le decía:
«¿crees que va siendo hora de que pases unos días con tus hijos en la ciudad?»
.

Había comprobado que ésa era la mejor manera de manejarlo. Estaba enamorada de él, y lo había estado desde que lo conoció en aquel barco, el mismo día en que, ¡que la perdonaran los dioses!, murió su marido. Pero, aunque a veces le apetecía decirle a todas horas cuánto lo amaba, se guardaba mucho de hacerlo. Cuando se trataba de los asuntos de Afrodita, Temístocles era como un ciervo asustadizo que se asoma fuera del bosque y al que no hay que mirar directamente si uno quiere atraerlo para que acabe comiendo en su mano.

En cuanto al matrimonio, ni ella misma sabía qué opinar. Había comprobado que, siendo eretria y concubina en lugar de ateniense y esposa legal, obtenía menos respeto de los demás, empezando por personas como Cimón, que la miraban como si en cualquier momento pudiera estar disponible para ellos. Pero, a cambio, gozaba de más libertad. Cuando le apetecía salía a comprar con las esclavas, o simplemente a pasear por el puerto, o se llevaba a las niñas a la playa de Falero, siempre con la protección de Sicino. Nunca le había pedido permiso a Temístocles para nada de eso.

¿Continuaría todo igual si se casaban? ¿Podría quedarse sentada con un amigo de Temístocles en el comedor sin que él estuviera presente, como ahora? ¿Seguirían compartiendo el lecho con la misma sensación emocionante y furtiva de aquella primera noche en que Temístocles se coló en su alcoba? Mientras pensaba eso, se oyeron voces en el patio de nuevo. Al parecer, Temístocles y Cimón ya habían terminado de discutir lo que tuvieran que tratar. Apolonia estaba deseando salir del comedor, y por las miradas que dirigía a la puerta, Mnesífilo también. Pero se limitaron a escuchar cómo Cimón y Temístocles se despedían.

Oyeron cómo se cerraba la puerta de la calle y Temístocles daba permiso a Sicino para retirarse.

Poco después entró en el comedor. Pero en lugar de recostarse en el diván al lado de su amigo, acercó otro taburete y se sentó en él, con las piernas algo separadas y las manos apoyadas en las rodillas.

—Esto no me lo esperaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mnesífilo.

—Cimón me ha devuelto de golpe todo el dinero que me debía.

—Eso siempre es buena noticia. ¿Cuánto?

—Diez talentos.

—¡Eso es aún mejor noticia! ¿Por qué estás tan serio? Si te molestan tanto esos talentos, dámelos a mí.

—Me ha dicho antes de irse:
«Con esto, nuestra deuda queda saldada. Ya no te debo nada»
.

—Y bien, ¿acaso es mentira?

—Tú no has oído su tono. Le he preguntado si le había hecho algún mal, si alguna vez le había echado en cara ese dinero. ¿Tú sabías que se lo había prestado, Mnesífilo?

—Tenía alguna sospecha, pero...

—¿Te lo había comentado yo alguna vez?

—No, es cierto.

—¡Nunca he hecho ostentación de ello! Se lo presté en secreto, y así lo he mantenido siempre, para que no tuviera que avergonzarse.

—Apolonia extendió el brazo para agarrar la mano de Temístocles. Él se dejó hacer, distraído. Sabía disimular sus emociones, pero ahora estaba dolido de veras—. Le ha faltado poco para arrojármelo en la cara.

—¿Ni siquiera te ha dado las gracias? —dijo Apolonia.

—Sí de palabra, pero no de corazón.

—Temístocles meneó la cabeza y, como sin darse cuenta, se soltó de la mano de Apolonia. Ella no se molestó. Ya lo conocía—. No lo entiendo. ¡No puedo entenderlo! Desde que murió Milcíades, casi he sido un padre para él.

—Un padre que él no había elegido. Ese hombre es muy orgulloso —dijo Apolonia—. En el momento en que te convertiste en su acreedor, también pasaste a ser su enemigo.

—Eso es verdad —dijo Mnesífilo—. Los Milcíades y los Cimones no aceptan estar en deuda con nadie.

—¡Decidme ahora que obré mal! ¿Qué iba a hacer, dejar que le confiscaran todo y lo desahuciaran como a un perro? ¡Ésta es la recompensa que obtengo por mi desinterés! Apolonia pensó que Temístocles se estaba comportando como una cortesana ofendida porque alguien pusiera en duda su doncellez. Ella, que sí conocía la existencia y las condiciones de ese préstamo, sabía que, por supuesto, no había obrado de forma desinteresada ni altruista al salir como fiador de Cimón; lo que quería era que el hijo del gran Milcíades tuviese una deuda moral para mantener su tutela sobre él y evitar que llegara a convertirse en un nuevo Arístides. Otra cosa era su generosidad al no cobrarle intereses. Pero Temístocles cambiaba gustoso dinero por poder.

—Estás enfadado y no piensas con claridad —dijo Mnesífilo—. Usa tu inteligencia para averiguar qué ha pasado. ¿Cómo ha podido devolverte diez talentos de golpe? Temístocles se quedó pensando unos instantes. De pronto, sus pupilas se dilataron, la indignación que sentía por el injusto trato de Cimón pareció desvanecerse de golpe, y cuando volvió a hablar, lo hizo en su tono habitual, grave y sereno.

—Se los ha prestado Calias.

—Si se los ha prestado, sigue estando en deuda con alguien.

—Pues entonces es que se los ha regalado. Pero no sin más. No son tan amigos. Calias no es un despilfarrador. Algo le ha pedido.

—Temístocles se levantó de golpe—. Tengo que preparar un buen discurso para mañana si quiero convencer a la asamblea. Mnesífilo, tu habitación está lista, como siempre, pero no tengas prisa por retirarte si no te apetece. Hasta mañana.

Sin más, salió del comedor. Si hubieran estado solos, le habría dado un beso a Apolonia, pero sentía pudor de hacerlo delante de otra gente. A ella no le importó demasiado; estaba más desconcertada que molesta.

—Algo no he captado, Mnesífilo, pero no sé qué es.

—A veces se le olvida explicar a los demás los pasos que da su mente cuando piensa. Él cree que Calias le ha entregado ese dinero a Cimón a cambio de que mañana hable contra él en la asamblea.

—¿Tan grave es que lo haga? Mnesífilo asintió.

—Temístocles es ahora el amo de la ciudad. Ha barrido del camino a sus rivales más importantes. Pero la gente se aburre de todo, y también ha empezado a aburrirse de él. Cimón es joven, nunca ha hablado en público y todos quieren saber qué puede decir el hijo de Milcíades y qué puede aportar para llevar adelante esta guerra. Sobre todo los que tienen su edad o son incluso más jóvenes. Ésos no hablan en la asamblea, Apolonia, pero sí levantan la mano para votar.

—Entonces es como para que Temístocles esté preocupado.

—Supongo que sí.

—Mnesífilo bebió de su copa, pensativo—. Aunque no sé exactamente en qué puede oponerse Cimón a él. El cachorro del león les tiene tantas ganas a los persas como el propio Temístocles, y es muy belicoso. No creo que de pronto empiece a defender que Atenas negocie la paz con Jerjes. ¿Qué otra cosa puede hacer para molestar a Temístocles?

—Yo lo sé —dijo Apolonia—. Quitarle el poder.

Atenas, 30 de julio

—¿A
lguien quiere tomar la palabra? Eran las palabras rituales del heraldo. El sacerdote ya había sacrificado un cerdo, examinado las vísceras y dictaminado que los presagios eran favorables y se podía proceder.

La asamblea no se estaba celebrando en aquella ocasión en la colina de la Pnix, sino en el Ágora, dentro del recinto amurallado de la ciudad. Habían levantado una tribuna de madera para los oradores junto al monumento de los héroes epónimos. Bajo las diez estatuas de éstos se veían otros tantos tablones. En ellos aparecían los miembros de las tribus ordenados por grupos, cada uno de ellos asignado a un barco de guerra como remero, marinero, infante de cubierta o arquero.

Nunca se habían inscrito tantos nombres en los catálogos. Por primera vez, todo el pueblo ateniense acudía a la guerra. Y aún faltaban manos para empuñar los remos, de suerte que habían recurrido a los extranjeros domiciliados en la ciudad e incluso a esclavos. También habían contratado a trescientos mercenarios escitas para disparar el arco desde las cubiertas de las naves más rápidas, las mismas que debían botarse al día siguiente.

Los ciudadanos se habían repartido en el Ágora por tribus, separadas entre sí por amplios pasillos. Delante de cada tribu estaban sus cincuenta consejeros. Eran ellos quienes se encargaban de contar los votos a mano alzada de los demás, y el procedimiento estaba ya tan perfeccionado que en cuestión de minutos podían reunir sus números y saber con precisión cuántos ciudadanos votaban a favor y cuántos en contra de cada propuesta.

También había heraldos repartidos entre el pueblo que repetían en alto las palabras de los oradores, pues por potentes que fuesen sus voces, era difícil que alcanzasen hasta los últimos rincones del Ágora. Y más en una asamblea como ésta, todavía más multitudinaria que la celebrada antes de Maratón. Temístocles calculaba que podía haber allí casi veinte mil personas. No era para menos, pues se estaban jugando de nuevo la supervivencia de su ciudad.

En el aire flotaba la misma sensación de amenaza y urgencia que diez años antes. Ahora el invasor no estaba tan cerca. Pero a cambio los atenienses ya sabían a qué hombres se enfrentaban y, aún peor, a cuántos.

Y esta vez venía con ellos el Gran Rey en persona.

—¿Alguien quiere tomar la palabra? —repitió el heraldo.

Todas las miradas convergieron sobre Temístocles, que aguardaba al pie del estrado junto a los arcontes y los otros nueve generales. Decidió que no era cuestión de hacerse más de rogar y subió a la tribuna.

Durante unos segundos no dijo nada, mientras miles de ojos seguían clavados en él. El silencio de una multitud como aquélla resultaba más sobrecogedor que el griterío de una batalla. Era una sensación embriagadora, y que también podía resultar peligrosa. Cuando sentía sobre sí miles de ojos y miles de oídos, en ocasiones se encontraba fuera de sí mismo y perdía el hilo de las palabras.

Hoy no permitiría que le pasara.

¿Dónde está Cimón?
Su mirada recorrió las primeras filas de la tribu Enea. Allí no se le veía. O estaba escondido al final, algo impropio del joven aristócrata, o no había venido.

No confíes en ello. Te la va a jugar, seguro.
Volvió los ojos ahora hacia la tribu Antióquide. Allí, por detrás de los consejeros, se encontraba Calias. Y Temístocles habría jurado que al darse cuenta de que lo estaba mirando sonreía.

Si quería hablar con convicción, tenía que olvidarse de la amenaza que pendía sobre él. Tragó saliva, respiró hondo y proyectó la voz empujando el aire con el diafragma y ahuecándolo en el paladar.

—No es momento de largos discursos, sino de obras contundentes, ¡oh, atenienses! Vuestros consejeros os han informado ya de las deliberaciones de la Alianza en la reunión que se mantuvo en el templo de Poseidón. Os han revelado además el primer oráculo que nos concedió el dios.

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