Salamina (72 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Aquellos éxitos tempranos los llevaron a pensar que tal vez serían bastantes para sostener la posición. Al anochecer, mientras cenaban, Leónidas le dijo a Cimón:

—Puede que al final no decepcionemos a nuestros aliados.

—Nadie podría sentirse decepcionado combatiendo al lado de hombres tan valientes como vosotros.

—No se trata de valor —intervino un guerrero veterano llamado Dieneces, sentado con ellos junto a la hoguera—. Es una cuestión de obediencia. La ley nos manda defender este paso. La ley debe ser cumplida. Eso es todo.

Leónidas se levantó con un gruñido y ambas rodillas le crujieron.

—Nosotros resistiremos el tiempo que sea menester. Lo importante es que vuestra flota consiga retener a la persa. Si aguantamos ambas posiciones, mi colega el Gran Rey se arruinará y tendrá que volver a su palacio a recaudar más monedas de oro.

—Nuestra flota aguantará.

—Yo no lo tengo tan claro, Cimón. No soy ducho en cuestiones de mar, pero, por lo que tengo entendido, Artemisio no es un lugar tan estrecho como éste. Allí los persas sí podrán hacer valer su superioridad. En cambio, aquí en las Termópilas —añadió, señalando el perfil del Calídromo, que se recortaba imponente contra el cielo de la noche—, es la propia tierra de Grecia la que se defiende de los invasores.

Irónicamente, el rey ignoraba que al otro lado de aquella sombra rocosa se estaban infiltrando varios batallones persas. El primer aviso se lo dieron los dioses al rayar el alba. Cuando el sacerdote Megistias examinaba las vísceras de la víctima que acababa de sacrificar, anunció:

—Todos los hombres que se queden en este desfiladero morirán antes del anochecer.

Sus palabras, como era de esperar, preocuparon a los defensores. Pero el rey, con el típico humor laconio, dijo a sus soldados que, en ese caso, desayunaran bien y no se preocuparan si gastaban las provisiones, ya que por la noche Hades y Perséfone les darían gratis la cena en el infierno.

Durante un par de horas no observaron ninguna actividad por parte persa. Después, cuando el sol ya se levantaba sobre el mar, aparecieron los focios. Leónidas había enviado a un millar de ellos a guardar las alturas, pero ahora sólo llegaron unos cincuenta. Los demás habían huido para defender su tierra o, probablemente, para salvar la vida en las montañas.

—¡Los persas han tomado la senda Anopea! —les dijeron.

—¿Cuántos son?

—¡Hay por lo menos diez mil! ¡Son los Inmortales!

Leónidas celebró una reunión de urgencia con los demás oficiales. Una vez flanqueada y rebasada la Segunda Puerta, las Termópilas eran indefendibles, por lo que dio instrucciones a los demás aliados del Peloponeso para que se retiraran.

—Yo debo cumplir con lo que dicta el oráculo. O cae un rey, o la propia Esparta sucumbirá. Puesto que así lo quieren los dioses, es digno y decoroso que yo muera aquí.

Por supuesto, sus trescientos espartanos se quedarían con él. Lo contrario ni siquiera se discutió. Pero no fueron los únicos que decidieron resistir. Los tespios, que se habían distinguido por su valor en los combates del primer día, se negaron a retroceder. Había además cuatrocientos tebanos, miembros de las familias que más se oponían a los persas. Los oligarcas que gobernaban Tebas y que estaban deseando rendirse a Jerjes los habían enviado allí para que lucharan con Leónidas, seguramente con la esperanza de que perecieran todos. Esos cuatrocientos hombres también se empeñaron en defender las Termópilas. Tespias y Tebas se hallaban en Beocia, y nada podría impedir ya a Jerjes que conquistara ambas ciudades si ellos abandonaban el desfiladero.

—Me quedaré con vosotros —dijo Cimón a Leónidas.

—Tu deber te reclama en otra parte. Ve a contarle a Temístocles lo que ha pasado aquí, y explícaselo también a los demás griegos. Diles que el ejército de Jerjes no es invencible. —Sus ojos brillaron húmedos un instante—. Y, sobre todo, dile a Temístocles que cuando piense en Esparta no se acuerde de las intrigas del consejo de ancianos ni de mi colega Latíquidas. Que se acuerde de mí, de mis trescientos hombres y de las Termópilas.

Cuando se disponía a embarcar, el rey, que ya se había ajustado la coraza de campana plagada de abollones y hendeduras, le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Sé que tienes diferencias con Temístocles. Pero debes apoyarlo. Él es ahora la esperanza de Grecia. Cuando se está en inferioridad de número y de fuerzas, sólo la inteligencia puede ganar una guerra.

Mientras Cimón rememoraba aquellos días que jamás se borrarían de su recuerdo, el desfiladero desapareció de su vista. Tenían a babor la costa del continente y a estribor la de Eubea. Aquel brazo de mar tan angosto habría sido un buen lugar donde cortar el paso a los persas. Pero había pocos fondeaderos adecuados para una flota de más de trescientos barcos como la suya. Temístocles había preferido la larga playa de Artemisio, en el extremo norte de la isla. Ofrecía abundante agua potable y desde ella se podía dominar el paso a ambas costas, la occidental que daba al estrecho y la oriental que se abría al Egeo.

Aquellas aguas eran peligrosas incluso para la
Iris,
una triecontera veloz en la que servían los mejores remeros de la flota ateniense, exceptuando a los que bogaban para Temístocles en la
Artemisia.
Un par de veces se cruzaron con naves correo del enemigo, pero hicieron más por alejarse de ellos que por acercarse a combatir, y sus tripulantes se limitaron a insultarlos desde la cubierta.

Navegaban contra el viento. La topografía del estrecho reforzaba el soplo del etesio, por lo que los hombres tenían que esforzarse el doble para avanzar. Al cabo de un rato, empezaron a ver restos de barcos que el oleaje y el propio viento arrastraban hacia el golfo. Pasaron junto a un fragmento de proa con un gran ojo negro y verde que Cimón reconoció. Pertenecía a la
Panopea,
uno de los primeros trirremes construidos con el dinero del Laurión.

Poco después encontraron varios cadáveres flotando, hinchados y blancuzcos como panzas de pez.

—Ha habido una batalla por lo menos hace dos días —comentó Abrónico.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Cimón.

—Cuando alguien se ahoga, tarda dos días en salir a la superficie otra vez.

Había algunos barcos casi enteros que flotaban entre dos aguas. Se cruzaron con uno griego, pero del bando enemigo: no exhibía en la proa el tridente rojo que habían pintado en todos los trirremes de la Alianza para reconocerse entre sí. La nave tenía dos vías de agua abiertas. Al parecer, había sufrido el ataque simultáneo de dos espolones. Por las portillas de los remos se veían asomar brazos y piernas e incluso alguna cabeza. Bajo el escaso metro de agua que los cubría, los cadáveres ofrecían un siniestro color verdoso. El barco debía de haberse ido a pique con tal rapidez que los infortunados remeros no habían tenido tiempo de escapar de la bodega.

Pasado el mediodía seguían viendo pecios, remos, timones, popas desgajadas. En un fragmento de tablazón a la deriva encontraron el cadáver de uno de los suyos. Los enemigos le habían clavado brazos y piernas a la madera usando flechas y le habían rajado el vientre. Aunque tenían prisa por reunirse con la flota aliada, si es que ésta seguía existiendo, se detuvieron a recoger el cadáver.

Ningún griego se merecía un destino como ése.

—Ésta es la guerra de verdad —dijo Abrónico, malinterpretando el gesto serio de Cimón.

—No hace falta que me lo cuentes. Yo combatí en Maratón al lado de mi padre.

—¿En Maratón? Pero no podías tener más de dieciocho años...

—Veinte. Fue mi primera batalla.

El marinero asintió y desde ese momento lo miró con más respeto. Cimón no se molestó en añadir que también había combatido al lado de Leónidas. Abrónico se había mantenido en todo momento junto a su triecontera, sin acercarse al campo de batalla.

Cuando por fin llegaron a Artemisio, el sol ya se había puesto y la playa se veía sembrada de hogueras. Era evidente que acababa de librarse una batalla. Algunos trirremes aún estaban terminando de embarrancar. Bastantes de ellos habían perdido los espolones, y la mayoría mostraban en sus cascos las cicatrices del combate. Se veían también filas de cuerpos tendidos en la playa, a los que sus compañeros iban añadiendo otros que bajaban de los barcos o que arrastraban por la arena.

Cimón se animó un poco al ver también navíos enemigos. Mientras los remeros los despojaban de sus mascarones dorados y de los adornos de popa, los hoplitas de cubierta desembarcaban a los escasos supervivientes atados en reatas con las manos a la espalda, los obligaban a arrodillarse en la arena y, sin más contemplaciones, les cortaban la garganta con el filo de sus espadas. La Alianza había decidido no tomar prisioneros. Había que sembrar el terror en el corazón de los persas para que abandonaran cuanto antes la tierra griega.

Atracaron por fin junto a la
Artemisia.
Cimón saltó a tierra sin esperar a que la triecontera se detuviese y buscó a Temístocles. No le fue difícil encontrarlo. Estaba sentado a popa, en el puesto de trierarca, acompañado por su ecónomo, que le leía listas de nombres y números de un rollo de lino. Cimón subió por la escalerilla y le dio las malas noticias sin más preámbulos.

—Las Termópilas han caído.

Grilo interrumpió su contabilidad, y Temístocles le indicó con un gesto que los dejase solos. Después contestó a Cimón:

—Era de esperar. Anoche no hubo nubes y brilló la luna llena. No pretenderían defender las alturas apostando a cuatro comadrejas.

—¡Habla con un poco más de respeto! Los espartanos han combatido como auténticos héroes y han caído hasta el último hombre.

—Esto no ha sido precisamente el concurso de borrachos del festival de Dioniso, Cimón. Los números que me estaba leyendo Grilo eran el parte de bajas.

—¿Hay muchas?

—Es una lista larga, sí.

Cimón tragó saliva. La expresión de Temístocles se suavizó un poco y dijo:

—Si las Termópilas han caído, eso quiere decir que mi buen amigo Leónidas está muerto. Cuéntame cómo ha sido.

—Antes de nada, quiero saber qué ha pasado aquí.

Temístocles sonrió con amargura.

Que aún seguimos vivos. Eso ya es algo.

Tres días antes, habían traído ante Temístocles a un hombre muy peculiar.

—¡Soy Escilias de Escíone, el mejor buceador del mundo! —se presentó.

Aquel hombre hablaba tan alto porque estaba medio sordo. Temístocles se apartó un poco de él para que sus voces no lo atronaran. Escilias tenía brazos y piernas largos y fibrosos y un tórax exageradamente ancho que lucía utilizando una túnica con una sola hombrera. Llevaba las guías del bigote enhiestas como púas y oro por todo el cuerpo: pendientes en ambas orejas, ajorcas en muñecas y tobillos, una gruesa cadena al cuello de la que colgaba una esmeralda y anillos hasta en los pulgares. Para rematar su aspecto de bárbaro, lucía en los brazos sendos tatuajes con las figuras de Poseidón y de su esposa Anfítrite.

Como algunos parecieran dudar de su afirmación, Escilias hizo que Temístocles y otros generales lo acompañaran en una falúa hasta llegar a un punto donde la sonda marcaba veinte metros de profundidad. Allí dejó caer un yelmo de bronce y esperó un rato para que se hundiera del todo. Luego se recogió la túnica en la cintura a modo de taparrabos y se tiró de cabeza al agua. Su sombra desapareció en las profundidades. Pasó el rato sin que el buceador diera señales de vida. Cuando Temístocles calculaba que había pasado tiempo suficiente para que él se hubiera ahogado tres veces, el Nervios dijo:

—A esa mierda de espantajo ya no volvemos a verlo.

—Espérate —dijo Temístocles, al que le había parecido ver una hilera de burbujas a unos diez metros de allí, en dirección a la playa.

Transcurrió un rato más. Al ver que el Nervios se estaba poniendo rojo de contener el aliento, Temístocles le recordó que no era él quien estaba sumergido y que podía respirar. Apenas había terminado de decirlo cuando Escilias apareció en la orilla y los saludó a gritos, levantando el yelmo sobre su cabeza. No se había conformado con descender hasta el fondo para recuperar el casco, sino que además había nadado bajo la superficie los casi cien metros que separaban la falúa de la playa.

—¿Y ahora qué dices? —preguntó Temístocles a su amigo.

—Que es un buceador del carajo —fue toda la respuesta de Euforión.

Una vez demostradas sus aptitudes, Escilias les narró una historia interesante. Desde niño se había dedicado a pescar esponjas. Pero a raíz del naufragio de la flota persa en el monte Atos había descubierto una ocupación mucho más provechosa: recoger tesoros de las profundidades. Al contrario que los trirremes, los barcos de transporte sí llevaban lastre y, cuando naufragaban, se hundían hasta el fondo.

—¡Por eso he acompañado a los barcos de Jerjes desde hace dos meses! ¡En una flota tan grande siempre hay algún barco que se hunde!

Después de verlo bucear, Temístocles empezaba a comprender por qué aquel hombre era tan duro de oído. Debía de haberse reventado los tímpanos más de una vez. Escilias les contó que, cuando un barco persa se hundía, él recuperaba su cargamento, o al menos lo más valioso, a cambio de una comisión.

—¡Hace tres días estalló una tormenta al norte de aquí! ¡Los persas han perdido decenas de barcos!

Jugándose la vida, Escilias había buceado en pleno temporal. El segundo día de rescate encontró un carguero que al hundirse se había posado sobre una roca muy aguzada y se había partido en dos. En la bodega, entre hileras de ánforas y sacos de trigo, había un cofre de madera lleno de monedas, joyas y copas de oro y de plata. El barco pertenecía al príncipe de Sidón, Eshmunazar, al que los griegos llamaban Tetramnesto. Cuando emergió, Escilias le dijo a Eshmunazar que no había visto nada, ya que el fondo estaba muy turbio. Lo cual era cierto. Otro buceador no habría encontrado nada allí abajo, pero Escilias era capaz de aguantar la respiración tanto tiempo que podía avanzar al tiento por entre las rocas del lecho marino hasta encontrar lo que buscaba.

Escilias, experto en recordar cualquier referencia topográfica por confusa o imperceptible que fuese, había memorizado el emplazamiento del cofre. Por la noche regresó solo al lugar, a pesar de que caía sobre la costa un violento aguacero. Una vez allí, aprovechando que la luna creciente aún no se había puesto, se arrojó al agua, agarrándose a una cuerda lastrada con una gran piedra que utilizaba para sumergirse más deprisa.

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