Temístocles, que guardaba un ábaco en su cabeza, sabía que los atenienses, sin recurrir a los reclutas bisoños ni a los veteranos de más de cincuenta años, podían movilizar a casi diez mil hoplitas. Para otras ciudades griegas, se trataba de una cifra impresionante. Ni siquiera los espartanos podían igualarla, a no ser que se unieran a ellos los periecos, los aliados forzosos que habitaban cerca de su ciudad.
Pero, por las noticias que le habían llegado y los comentarios de los refugiados, era indudable que los persas superaban con creces ese número. Algunos aseguraban que habían llegado con doscientos mil hombres. Temístocles sabía que esa cifra era imposible, pues ni el astuto Hermes, señor de los mercaderes, habría podido solucionar los problemas de logística de un contingente tan numeroso. Pero mucho se temía que los soldados persas duplicaran o incluso triplicaran a los hoplitas que Atenas podía oponerles en el campo de batalla.
Al acercarse a Atenas, se les habían juntado los que venían de los demos de Palene y de Colargo.
Así, cuando el sol caía tras las cimas del monte Parnes y llegaron a la ciudad, formaban parte de una larga riada humana. En aquel momento, Temístocles había escrutado el gesto de Apolonia. La joven viuda de Jasón parecía decepcionada.
—¿Esperabas que Atenas fuera más grande? —le preguntó. Ella sonrió tímidamente, pero no le rehuyó la mirada.
—Creí que sería cuatro o cinco veces mayor que Eretria, la verdad. Y... me la esperaba más limpia.
Seguramente Apolonia se había imaginado una capital más impresionante, sin sospechar que la mayoría de la población del Ática vivía dispersa en sus ciento cuarenta demos. Temístocles podía entender su decepción mientras recorrían aquellas calles tortuosas y polvorientas. En algunos puntos eran tan angostas que los vecinos tenían que avisar con unos golpes antes de salir de casa para no partirle la crisma al prójimo al abrir la puerta. Y eso que el tirano Pisístrato, en su afán por embellecer la capital, había dictado unas ordenanzas que prohibían construir las puertas hacia fuera, tender balcones por encima de las calles o poner canalones que vertieran el agua al exterior en vez de a los patios internos. Incluso había organizado una brigada de esclavos públicos para que recogieran los cuerpos de los mendigos que morían en la calle y los enterraran extramuros. Pero en los tiempos revueltos que habían seguido a la caída de su hijo Hipias, la gente parecía haberse olvidado de aquellas normas y la ciudad había vuelto a crecer de forma anárquica.
—Lo único que merece la pena que veas en el
asty
—dijo Temístocles, usando el término que los atenienses solían utilizar para la capital— es la Acrópolis. Ni siquiera el Ágora es gran cosa, fuera del monumento a los Diez Héroes de las tribus.
Al ver que en vez de cruzar la puerta de Acarnas se desviaban a la derecha para entrar en el barrio de Melite, donde tenía su casa Temístocles, la joven le había preguntado:
—¿No vamos a entrar en la muralla? Aunque intentaba disimularlo, había cierta alarma en sus ojos. Acostumbrada como debía de estar a vivir tras la protección de las sólidas fortificaciones de Eretria, a Temístocles no le extrañó.
Él mismo pensaba que había que construir una muralla que abarcara todos los suburbios que se habían ido fundiendo al núcleo de la ciudad. Además, tenía que ser una muralla en condiciones, levantada con buenos sillares de roca labrada, y no con tierra y ladrillos cocidos al sol. La que tenían ahora apenas rodeaba el Ágora, la Acrópolis, el Areópago y las zonas aledañas. Además, algunos tramos llevaban décadas derruidos y los habían reparado de forma chapucera con empalizadas de troncos. Desde luego, no resistiría los embates de las máquinas persas. Por no añadir que, por más que las hacinaran, era imposible refugiar allí ni tan siquiera a la cuarta parte de las ciento cincuenta mil personas que habitaban el Ática.
Aun así, Temístocles había mirado a Apolonia a los ojos para asegurarle:
—Tranquila. No dejaré que los persas vuelvan a hacer daño a los tuyos.
Ahora, al día siguiente, mientras bajaba por el camino que llevaba al Pireo, Temístocles volvió la vista atrás y pensó de nuevo en la muralla y en la promesa que le había hecho a Apolonia. La Acrópolis, con sus farallones de roca caliza que se alzaban cincuenta metros sobre la llanura, parecía inexpugnable. Pero el resto de la ciudad se le antojaba tan vulnerable y débil como los castillos de arena que construía de niño en la playa de Falero.
—Sé lo que estás pensando —le dijo Mnesífilo—. Pero, por muy sólida que sea una muralla, siempre hay un traidor dispuesto a abrir sus puertas. Mira lo que les ha pasado a los eretrios.
—No es necesario que me lo recuerdes —contestó Temístocles.
—Aquí en Atenas tenemos traidores de sobra. Quién sabe cuánto oro persa se ocultará en las bodegas y en los sótanos de la ciudad.
Bajaban al Pireo en dos caballos del propio Temístocles y una mula que les había prestado un vecino. No era una caminata demasiado fatigosa, poco más de una hora a paso vivo. Temístocles era poco amigo de montar a caballo cuando podían verlo las gentes del pueblo llano, pues no quería que lo identificaran con los nobles. Pero había cogido las monturas por temor a retrasarse y no llegar a Salamina a tiempo de ver a Clístenes vivo.
En el camino se cruzaron con grupos de ciudadanos que subían a la ciudad para asistir a la asamblea, y que los miraban con gesto de extrañeza. Temístocles era bastante conocido y a la gente le sorprendía que fuera en dirección contraria a ellos, alejándose del lugar donde se jugaba el meollo de la política.
Pero había alguien más que seguía sus pasos. Al oír pisadas a su espalda, Temístocles se volvió.
Un mensajero corría tras ellos. Aunque los caballos llevaban un trote ligero, no tardó en alcanzarlos. Temístocles le preguntó:
—¿Adónde vas tan de mañana, Fidípides? Nunca había hablado con el hemeródromo, pero lo conocía de vista, había preguntado por él y se había quedado con su nombre y algunos datos personales, del mismo modo que había hecho con varios miles de ciudadanos. Tenía comprobado que el nombre era una de las posesiones más importantes de cada persona, hasta tal punto que pagaban una buena suma a los lapidarios para que lo inscribieran en sus estelas funerarias y se lo llevaban así más allá de la muerte. Para la memoria casi perfecta de Temístocles, un enorme almacén mental organizado en tinajas y anaqueles con sellos de cera, no era un gran esfuerzo grabar juntos nombres y rostros. Había comprobado que eso le ganaba muchos apoyos entre la gente. Sobre todo entre los miembros del pueblo, que deseaban sentirse tan importantes como los nobles.
—¡Voy a Esparta! —respondió el mensajero, que ya había llegado a la altura de Temístocles.
Corría sin esfuerzo aparente, levantando bien las rodillas y posando los pies con tanta ligereza que apenas se oían sus pasos. Era un hombre muy flaco, con las piernas tan magras que al verlo daban ganas de ofrecerle una limosna.
—¿Y qué mensaje llevas a los espartanos, si te lo puedo preguntar?
—Que vengan a ayudarnos, como nos prometieron en su tratado.
—¿Piensas seguir con ese paso tan vivo, amigo? —preguntó Mnesífilo—. ¿No crees que te cansarás bastante antes de llegar a Mégara? Por toda respuesta, el mensajero bufó y aceleró la marcha para dejarlos atrás. Temístocles soltó una carcajada. Fidípides tenía fama de ser hombre de pocos amigos, pero no había otro corredor con tanta resistencia como él. Habría podido ser campeón olímpico si no fuera porque la carrera más larga en los juegos era de veinte estadios y le quedaba muy corta.
El Pireo era un hervidero de rumores y de gente. Para colmo las moscas que lo infestaban parecían contagiadas por la llegada de Fobo y estaban más latosas que nunca. Con bastantes dificultades, lograron abrirse paso entre la gente que abarrotaba los accesos al puerto de Cántaro y llegar hasta la mesa de Jenocles, el cambista. Jenocles, aunque usaba ese nombre griego, era en realidad un hebreo que trabajaba como socio de Temístocles en algunos negocios y como testaferro en otros. Pues para las ambiciones políticas de Temístocles no era en absoluto conveniente que se le conociera abiertamente como banquero y fletador.
—Es la locura —le dijo Jenocles—. Todo el mundo quiere huir de la ciudad. Sólo se habla de empalamientos y orejas cortadas.
—Hizo una pausa para aplastar una mosca sobre la mesa y sacudirse las manos. Después añadió en arameo, lengua en la que él mismo había instruido a Temístocles—. Pero eso no puede ser verdad. Los persas no son tan bárbaros como decís.
Jenocles hablaba así porque sentía una admiración apenas disimulada por los persas. Ciro, el fundador del imperio, había liberado a los judíos que llevaban cincuenta años deportados en Babilonia, lo que le había valido el agradecimiento eterno de su pueblo.
—Puede que normalmente no sean tan crueles —respondió Temístocles—, pero ahora están muy enfadados con nosotros.
—Sus razones tienen. No fue una idea muy brillante matar a sus embajadores.
Los emisarios de Darío habían recorrido las ciudades de Grecia pidiendo el agua y la tierra rituales, símbolos de sumisión al Gran Rey. Los atenienses los habían ejecutado con la excusa de que habían profanado la lengua griega al utilizarla para exigirles que renunciaran a su libertad. Los espartanos habían preguntado a los embajadores:
«¿Cómo, que queréis agua?»
, y los habían arrojado a un pozo.
Al parecer, los persas no sabían apreciar el humor negro de los laconios.
—¿Y tú, no piensas marcharte? —preguntó Mnesífilo.
El hebreo negó con la cabeza.
—Confío en que vuestros bravos soldados detengan a los invasores. Y si no los detienen —añadió con una sonrisa taimada—, los persas necesitarán gente con la que hacer negocios.
Por si las previsiones más pesimistas se cumplían, Temístocles dio instrucciones al cambista para que sacara una buena parte de sus fondos del Pireo y los llevara discretamente a Trecén. Después se dirigió a los muelles de Emporio, el puerto comercial.
Poco más de veinte metros separaban la mesa de Jenocles del embarcadero, pero había tanta gente empujando para llegar al muelle, que se les hicieron tan largos como la procesión en honor de Atenea. Temístocles ordenó a Sicino que se pusiera delante, y él y Mnesífilo aprovecharon el hueco que abrían los enormes hombros del persa a modo de rompeolas. Hacía tiempo que Temístocles había ordenado a su esclavo que se arreglara la barba al modo griego y que abandonara los pantalones y el caftán por la túnica sin mangas; si el gentío hubiera sabido que Sicino era del mismo pueblo que los invasores desembarcados en Maratón, lo habrían despedazado allí mismo a pesar de sus casi dos metros de estatura y sus músculos.
Llegaron por fin al borde de un muelle que pertenecía a Temístocles. Un cordón de soldados contenía a la multitud que se agolpaba y pisoteaba por conseguir pasaje en cualquier embarcación que abandonara aquella ciudad condenada. Sobre las tablas se veía una gran mancha de sangre unida a un rastro oscuro que llevaba hasta el borde del agua. Al parecer, alguien ya no tendría que temer la llegada de los persas.
Los soldados, que pertenecían a la tribu Leóntide, abrieron paso a su taxiarca. En el muelle había dos barcos de carga que ya estaban atestados, y también una pequeña falúa. El patrón de ésta le debía a Temístocles varios favores y también algo de dinero, así que, sin contemplaciones, echó fuera a unos macedonios a los que había prometido llevar a Egina y dejó embarcar a los dos atenienses y al esclavo persa.
Desatracaron entre insultos y juramentos en sirio, paflagonio, tracio, cario y veinte idiomas más.
Una mujer de piel oscura con aspecto de egipcia les tiró una piedra por encima del cordón de hoplitas, con tanta puntería que Mnesífilo tuvo que agacharse bajo la borda para evitar que lo descalabrara. Asomando apenas la cabeza por si volvía a lloverle algún regalo, comentó:
—Parece que los extranjeros no apuestan a nuestro favor. Están muertos de miedo.
—Yo tampoco apostaría por Atenas si estuviera en su pellejo —repuso Temístocles, que seguía en pie, impertérrito ante los insultos—. Pero si Fidípides es tan rápido como cuentan y los espartanos llegan a tiempo, otro gallo cantará.
—¿Quién te dice que los espartanos querrán acudir en nuestra ayuda?
—Firmamos con ellos un tratado de defensa mutua. Tienen que honrarlo.
—Me sorprende que seas tú, precisamente tú, quien diga eso.
Temístocles se volvió hacia su amigo. La sangre le había afluido a las orejas; por suerte, sabía que su piel morena disimulaba el rubor.
—¿Por qué lo dices? —le preguntó en voz baja, mirando de reojo al patrón de la falúa y a los marineros que manejaban los aparejos y los remos.
—Nosotros no hemos ayudado a los eretrios —respondió Mnesífilo, encogiéndose de hombros—. ¿Podemos esperar que otras ciudades nos ayuden ahora a nosotros? Temístocles sabía a qué se refería su amigo. Milcíades había convencido a los otros nueve generales de que era peligroso acudir en auxilio de Eretria, pues eso suponía que las fuerzas atenienses quedarían separadas de su ciudad, al otro lado del estrecho que separaba el Ática de Eubea. Ni siquiera habían accedido a la petición de los eretrios, que solicitaban al menos la ayuda de los colonos atenienses asentados en la isla. Y, así, Atenas había abandonado a su suerte a la aliada con la que unos años antes había compartido la aventura del asalto a Sardes.
Temístocles juraría ante quien fuese que el responsable de esa decisión era Milcíades. Pero, al principio, Milcíades no estaba tan decidido como había aparentado en la reunión. Había sido el propio Temístocles quien le sugirió que dejaran a los persas desgastarse intentando asaltar las sólidas murallas de Eretria. Ellos ganarían tiempo, y si Eretria caía, dejaría de ser una potencia competidora para el dominio del mar. Pues Temístocles estaba obsesionado con que debía ser Atenas quien ostentara la talasocracia de la que tan sólo unos años antes se enorgullecían los eretrios.
—Me han dicho que has acogido en tu casa a una mujer de Eretria y a su familia. ¿Sabe ella que fuiste tú quien...?
—No, y nunca debe saberlo —respondió Temístocles entre dientes. De pronto le vino la imagen de las Furias con sus antorchas, sus cabellos serpentinos y sus ojos como ascuas diciéndole:
«Has traicionado a tu propio huésped».