Sangre guerrera (22 page)

Read Sangre guerrera Online

Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era raro que tuviéramos citas concertadas, y yo estaba ardiendo. Apenas cumplí con mis obligaciones de limpiar el andrón de los restos de una cena festiva y solo tomé una cucharada de estofado de la cocina, sin beber vino. No me hacía falta que me metiesen prisa.

La fuente de Polio era antigua en aquella época. Ahora la han restaurado, pero entonces era el lugar de encuentro de aristócratas venidos a menos y de esclavos. El tejado de la fuente se había caído y lo habían reemplazado por madera, y el carpintero había hecho un mal trabajo. Sin duda, era un esclavo. Los efesios empleaban a esclavos para todo y había pocos artesanos libres. Había asientos —bancos, en realidad— rodeando la edificación, pero estaban desvencijados y solo los más fuertes tenían un sitio seguro para sentarse. Sin embargo, hacía fresco y era agradable sentarse por la noche, y la vista era espectacular, sobre el río y, abajo, sobre la bahía que seguía hasta el mar. El humo de diez mil cocinas se elevaba con el incienso de los templos, y los puntitos de diez mil luces de casas coloreaban el paisaje a nuestros pies como el bordado dorado de la capa púrpura de un hombre rico. Yo podía quedarme a mirar Efeso por la noche durante horas.

También lo hice, porque Penélope se retrasó. Yo sabía que quizá no podría venir. A fin de cuentas, éramos esclavos. Probablemente, haya olvidado todos los días verdaderamente aburridos y pesados, cariño, pero no olvido cómo contar esta historia de que éramos cosas, como una olla o una sandalia, y nuestro amo y nuestra ama podían, sin la menor mala voluntad, arruinar nuestros planes, nuestras esperanzas e incluso nuestros sueños. Yo sabía que Penélope podría estar trabajando o podrían haberla enviado a dormir a la cama de su señora.

Hacía rato que había anochecido por completo cuando llegó, y me sorprendió, acercándose por detrás de mí, adonde yo dormitaba, y tapándome los ojos con sus manos. Por supuesto, cogí sus manos y, por supuesto, ella gritó, y una cosa llevaba placenteramente a otra, y, por los preciosos tobillos de Afrodita, no imagines que estábamos solos. Probablemente hubiese en aquel oscuro recinto unas veinte parejas, y más afuera, apoyadas en la pared; además había hombres que jugaban a
polis
, nuestro juego griego de las ciudades, que se jugaba con fichas negras y blancas, y mujeres que utilizaban la fuente. Una auténtica muchedumbre. Cuando eres esclavo, querida, no hay privacidad. Y no hay secretos.

En todo caso, conseguí un buen asiento y pronto tuve a Penélope sentada en mi regazo y una mano bien colocada bajo su quitón, mientras ella recorría el interior de mi boca con su lengua —no debería contarte estas cosas, cariño, pero, te las cuente o no, pronto conocerás suficientemente bien a Afrodita por ti misma— y besarla era como la guerra, como la caza. Mi corazón latía con fuerza y mi cabeza estaba llena de ella… Y después, ella se fue de mi regazo y atravesó el recinto.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —dijo, con más ira que miedo en su voz.

No tenía ni idea de lo que había visto, pero yo ya estaba de pie, preparado para atacar o defender. La fuente no era lo que se dice un lugar seguro. En las sombras, acechaban algunos hombres malos.

Vi desvanecerse una delgada figura aun cuando Penélope la llamó: un chico envuelto en una clámide.

—Correré tras él —dije. Instantáneamente, me entraron celos.

—¡No! —protestó mi infiel amante, pero yo ya había salido corriendo.

La clámide era una vestidura cara, a rayas púrpura, y su portador tenía piernas largas.

Alcancé al rico muchacho en veinte zancadas, lo atrapé y caí encima de él, con todo mi peso sobre sus caderas. Después, le saqué la clámide por la cabeza. Mi corazón latía al máximo y estaba dispuesto a matarlo. Incluso entonces, cariño, yo era un matador de hombres. Ya lo había hecho en suficientes ocasiones para que la acción de matar fuese como besar una antigua llama. Conocía la danza y mis dedos iban con celeridad a llegar al fin: los ojos.

Este no era rival y mis dedos asesinos se contuvieron.

Era una niña rica. Llevaba perlas en el pelo, y su cara, aun dolorida, estaba impecable, una palabra que los poetas utilizan demasiado a menudo. Probablemente tuviese catorce años, su pelo era negro y sus labios, rojos, y a la luz de los faroles de las casas, su piel era tan suave como el mármol. Tenía músculos de. atleta y altas cejas.

La dejé con la misma rapidez que la había agarrado.

Penélope apareció y se interpuso entre nosotros.

—Estáis loco, o loca —dijo entre dientes, y yo no sabía a quién de nosotros se estaba dirigiendo.

—¡Tenía que ver adonde ibas todas las noches, Pen! —dijo la niña—. ¡Ares, me has roto la cadera, bestia! —me dijo, y miró a Penélope—. ¡Tienes un amante!

Penélope me miró un momento. Yo le había soltado un lado de su quitón para llegar mejor a sus pechos y le resultaba difícil negar lo que estábamos haciendo. Se encogió de hombros.

—¿Y eso qué te importa, niña rica? —pregunté.

Ella me miró y sus ojos centellearon. Me duele decirlo, pero a su lado, Penélope parecía una niña esclava. Como una mortal al lado de una diosa. Unos miles de daricos, unos centenares de medimnos
[3]
de cereales y una docena de esclavos bajo tu mando dan porte, confianza, una piel perfecta y un cabello lustroso con los que no puede compararse ninguna esclava. Mírate, niña. Ahora mira a Rubita, la tracia. Es apuesta. Pero es invisible a tu lado. ¿Ves?

Exactamente. Por eso, cuando los ojos de la niña rica centellearon al mirarme, reaccioné. Y ella sonrió.

—Yo soy su ama —dijo la niña rica. Se encogió de hombros—. Sospecho que eres el famoso Chico-Lanza, Doru, del bárbaro oeste, ¿no? —Se echó a reír—. El compañero de mi hermano haciendo el amor con mi compañera. ¡Oh, qué divertido va a ser! —añadió, aplaudiendo.

Y así es como conocí a Briseida. Sí, conoces el nombre. Ella forma parte de esta historia igual que Milcíades o Artafernes.

Le hice una reverencia.

—Os pido perdón por haberos hecho daño, señora.

Ella elevó una ceja.

—¿Qué harás por mí si no hablo de ti, nene?

Me había llamado
pais
, como si fuese un niño pequeño que fuera a hacer los recados. Quería herirme, y lo consiguió.

—Nada,
core
—contesté. Una
core
era una niña pequeña de buena familia.

—Doru… —me advirtió Penélope.

—Nada. Habladle de nosotros a Darkar. Mejor aun, a vuestros padres —dije, y sonreí—. Me castigarán por haberos hecho daño —añadí, encogiéndome de hombros.

Pero sabía algunas cosas, no era un esclavo nuevo. Sabía que dejar que alguien me chantajeara era fatal. A los amos les encantaba jugar a este juego: poner a otro esclavo en tu contra y utilizarlo como espía. ¡Oh, sí! Darkar estaba en la cumbre de esas trampas: era mayordomo, y señor de los espías también. Sabía cómo poner el aceite en el pan, te lo digo yo.

Ella me miró durante un buen rato.

—¿En serio? —dijo—. Muy bien.

—No os olvidéis de explicar qué estabais haciendo fuera de la casa después de anochecer, desnuda bajo una clámide —dije. Ese era el hombre libre que estaba en mí, incapaz de mantener la boca cerrada. De alguna manera, ella era como mi hermana. Y yo sabía lo que le diría a mi hermana si trataba de chantajearme, cosa que, pensándolo bien, había hecho cientos de veces.

Ella se dio rápidamente la vuelta.

—¡No te atreverás! —me espetó.

Yo me encogí de hombros.


Despoma
, yo soy un esclavo y es bien sabido que los esclavos se protegen a sí mismos. Y vos estabais desnuda bajo esa clámide.

Ella enrojeció, se ruborizó tanto que se podía apreciar a la modesta luz de una lámpara casera.

Cerró la boca y se levantó, agarrando firmemente su capa de chico alrededor de su figura, y entró corriendo en la casa de su padre por la puerta de los esclavos.

Penélope solo se detuvo el tiempo suficiente para poner dos dedos, de forma más bien dolorosa, en el punto en que acababan los músculos de mi cadera.

—¡Idiota! —dijo entre dientes—. Ella solo quería darte un susto. Por diversión. ¿Por qué has tenido que desafiarla?

Creía que me había comportado como un héroe. Por otra parte, también me di cuenta de que me había olvidado de la existencia de Penélope durante tres minutos.

Entré, sacudiendo la cabeza. No perdí el sueño preocupándome por Briseida, la mañana me planteaba nuevos problemas.

Me mandaron recado para que me presentara ante Hiponacte con Arqui en cuanto él hubiese desayunado.

Briseida estaba de pie detrás de su padre, vestida con un quitón jónico de lino, bordado, y unas chanclas doradas.

—Mi hija dice que, la pasada noche, fue visto tu compañero besando a su compañera —dijo Hiponacte. Tenía la vista puesta en su hijo, no en mí.

Arqui se encogió de hombros, como hacen los hombres jóvenes, una reacción que siempre enfurece a un padre, te lo aseguro.

—¿Besó a Penélope? —preguntó Arqui, mirándome—. ¿Por qué? —añadió, y sonrió maliciosamente después—. O, mejor, ¿por qué no?

Hiponacte tenía una jabalina sobre la mesa, una lanza ligera con astil de madera de cornejo. Dio con ella un golpe sobre la mesa; hizo un ruido como el del latigazo de un arriero. Yo salté. Arqui palideció.

Briseida sonreía.

Solo entonces me miró Hiponacte.

—¿Sí? —me preguntó.

—Sí, señor —dije—. La besé.

Hiponacte miró a su hija y después a mí.

—No fomento los devaneos amorosos entre mi gente, joven. Pero lo que me ha enfadado es el uso ocasional de mi andrón como lugar para corromper a la compañera de mi hija.

Lancé una rápida mirada a aquella pequeña zorra mentirosa, Briseida. Así que yo había besado a su compañera en el andrón, ¿no?

Pero, cuando mi mirada se cruzó con la suya, saltó una curiosa chispa.

La mirada puede transmitir muchos mensajes. Y los rostros delatan muchas cosas, cariño. Sobre todo los rostros jóvenes.

Aun mientras estaba hablando su padre, creo que ella se dio cuenta de que su travesura iba a pasarme factura. Y que su desafío —me estaba desafiando al decide a su padre dónde había ocurrido el incidente— era una tontería. Ningún esclavo aceptaría el castigo en tales circunstancias. Y quién sabe lo que había pasado por aquella cabecita de diosa. ¿Qué yo la protegería porque era un chico atontado?

Todo esto ocurrió en un abrir y cerrar de ojos: un ruego de no traicionarla, ahora que había mentido y me había puesto en peligro.

—Estoy decepcionado contigo, muchacho. Aquí tienes una buena vida. Esta clase de conducta es típica de la arrogancia. Debo castigarla con dureza, lo comprenderás. ¿Tienes algo que decir en tu favor?

Conté hasta diez. Estaba tranquilo y ya sabía lo que haría. Así que le dirigí a ella una rápida mirada… y ella se estremeció.

Habló Arqui:

—Si él estaba la mitad de borracho que yo, padre, apenas fue culpa suya. Se había pasado la noche evitando el nada sutil manoseo de Hipias de Atenas.

Bendito Arqui; dio la cara por mí como un hombre.

Hiponacte miró a su hijo y después, a mí.

—¿Es eso cierto? —preguntó.

—Sí, señor —dije yo—. Lo hice. No fue arrogancia, señor. No rompí nada y solo una cadera mía tocó un diván. Estaba bebido y aceptaré mi castigo.

Hiponacte elevó una ceja y, por un momento, hubo en su expresión una chispa de humor.

—Bien dicho, muchacho. Diez latigazos, en vez de veinte. Dejémoslo así, antes de que tu señora se levante. ¡Darkar! —llamó, y el mayordomo avanzó con un par de mozos.

Me llevaron al patio. Ellos ya sabían lo que había pasado y lo que había ocurrido realmente. Darkar me ató
fuerte
las muñecas al poste de los azotes y me empujó al lado.

—Eres tonto, y mereces los veinte golpes —dijo—. Estás jugando a un juego peligroso,
esclavo
. Ella lo hará de nuevo, ahora que sabe que tiene el poder.

Recibí los diez golpes con los dientes apretados. No fueron besos, precisamente. Todo el peso del mango de la jabalina sobre mis nalgas, diez veces. A la décima, tuve que echar mano de todas mis fuerzas para no gritar. Duele mucho.

De todos modos, mejor en el culo que en los pies.

Grité un poco después, pero en la bodega de las ánforas, donde nadie pudiera oírme. Darkar me llevó allí. No era un mal hombre. Me dejó hasta que dejé de sollozar y me dio después una palangana de agua fría y mi quitón.

—Eres tonto —me dijo.

Y sí,
era
tonto.

Aquellos diez golpes tuvieron un profundo efecto, porque me recordaron que yo era un esclavo. Una cosa es ofrecerme a aceptar el castigo para proteger a una mujer hermosa —y esa era mi intención, muy heroica— y otra muy distinta, recibir los golpes. Fuera humillantes y dolorosos, y la humillación solo acababa de empezar, porque fue dos semanas antes de que se curasen y porque Arqui le contó con pelos y señales a todos sus amigos y a Heráclito lo que yo había hecho y cómo había sido castigado. Empezó indignado por lo que me había pasado y acabó encantado de tener aquella historia adulta que contar sobre su esclavo, y eso produjo un efecto en nuestra relación. Yo era un esclavo.

Penélope me evitaba. Una noche la encontré en los aljibes y nos besamos. Pensé que todo iba bien, pero ella nunca volvió a la fuente. No me podía imaginar que me rehuyese, besándome como una hetera y haciendo luego como que no me conocía cuando pasaba a mi lado en el mercado.

Y ni el amo ni la señora volvieron a permitir que saliésemos juntos.

Había otras chicas. Había una chica tracia pelirroja a la que le encantaba jugar en la fuente y nunca supe siquiera de qué casa venía. A veces, venía envuelta en un peplo, como una matrona, pero sin nada debajo, y eso también era fascinante. Pero, cuando jugué con ella, pensé en Briseida, La cara de Briseida hacía feas a las demás mujeres. Sus colores quitaban el brillo a las demás mujeres. Su figura…

Esta es una enfermedad que todavía padezco, cariño. ¡Ah!, el pequeño arquero clavó profundamente su flecha en mí. Dudo que haya querido nunca que me quitaran la flecha. ¡Hasta ese punto llega mi mal!

Pero el tiempo pasó y surgieron otras actividades y situaciones. Arqui empezó a practicar en el gimnasio. Era rápido y fuerte para su edad, y entrenábamos constantemente, a diario, creo. Teníamos espadas de roble que hacían daño como quemaduras cuando las blandíamos con excesiva fuerza, y teníamos escudos —un
aspis
redondo para él y un gran escudo beocio para mí, como la forma de un huevo con dos recortes redondos—. Era una broma del amo: sabía que yo era de Beocia y el escudo era la única cosa beocia de la que había tenido noticia.

Other books

This Man and Woman by Ivie, Jackie
Twelve Days of Stella by Tera Lynn Childs
Here Come The Bridesmaids by Ann M. Martin
The Sterkarm Handshake by Susan Price
When a Texan Gambles by Jodi Thomas
Savage Betrayal by Scott, Theresa
Blood Oranges (9781101594858) by Tierney, Kathleen; Kiernan, Caitlin R.
Dangerous Passion by Lisa Marie Rice
Everybody's Daughter by Marsha Qualey
Silenced by Allison Brennan