—Supongo —dijo Madeleine, con interés decreciente.
Gurney sabía que su esposa trazaba una línea clara entre entender lo que una persona real haría bajo determinadas circunstancias y esbozar etéreas hipótesis respecto al origen de un objeto en una sala. Gurney sentía que acababa de cruzar esa línea, pero insistió de todos modos.
—Entonces, ¿por qué un asesino dejaría una flor junto a su víctima?
—¿Qué clase de flor?
Siempre podía confiar en que ella plantearía una pregunta más específica.
—No estoy seguro de qué era. Sé lo que no era. No era una rosa, ni un clavel, ni una dalia. Pero era un poco similar a todas ellas.
—¿En qué sentido?
—Bueno, para empezar me recordó una rosa, pero era más grande, con muchos más pétalos, más juntos. Era casi del tamaño de un clavel grande o de una dalia, pero los pétalos eran más anchos, un poco como pétalos de rosa arrugados.
Por primera vez desde que él había llegado a casa, el rostro de Madeleine estaba animado por un interés real.
—¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó.
—Quizás…, hum…
—¿Qué? ¿Sabes qué clase de flor es?
—Creo que sí. Y es una buena coincidencia.
—Dios, ¿vas a decírmelo?
—A no ser que me equivoque, la flor que acabas de describir se parece mucho a una peonía.
La botella de Heineken se le resbaló de la mano.
—¡Dios santo!
Después de hacerle varias preguntas pertinentes sobre peonías a Madeleine, se fue al estudio para efectuar algunas llamadas.
Una cosa lleva a la otra
Cuando colgó el teléfono, Gurney ya había convencido al detective Clamm de que tenía que ser algo más que una coincidencia que la flor que daba nombre a la localidad donde se había producido el primer homicidio apareciera en la escena del segundo crimen.
También propuso que se tomaran varias medidas sin más dilación: llevar a cabo un registro completo de la casa de los Schmitt en busca de cartas o notas extrañas, cualquier cosa en verso, cualquier cosa manuscrita, cualquier cosa con tinta roja; alertar al forense de la combinación de disparo de pistola y cortes con una botella rota usado en Peony, por si querían efectuar un segundo examen del cadáver de Schmitt; peinar la casa en busca de pruebas de un disparo o material que pudiera haberse usado para amortiguarlo; rebuscar en el terreno del inmueble y de los inmuebles adjuntos y en caminos entre la casa y la alambrada en busca de botellas rotas, en especial botellas de whisky; y empezar a recopilar un perfil biográfico de Albert Schmitt para buscar posibles vínculos con Mark Mellery, conflictos o enemigos, complicaciones legales o problemas relacionados con el alcohol.
Cuando por fin se dio cuenta del tono perentorio de sus sugerencias, frenó y pidió disculpas.
—Lo siento, Randy. Me estoy pasando de la raya. El caso Schmitt es todo suyo. Usted es el responsable, así que el siguiente movimiento es cosa suya. Yo no estoy al mando, y lamento haberme comportado como si lo estuviera.
—No importa. Por cierto, tengo a un teniente Everly aquí que dice que estuvo en la academia con un tal Dave Gurney. ¿Es usted?
Gurney rio. Había olvidado que Bobby Everly había terminado en esa comisaría.
—Sí, ése soy yo.
—Bueno, señor, en ese caso, recibiré de buen grado cualquier sugerencia suya en cualquier momento. Y cuando quiera volver a hablar con la señora Schmitt, puede hacerlo. Creo que lo hizo muy bien con ella.
Si era sarcasmo, lo ocultó muy bien. Gurney decidió tomarlo como un cumplido.
—Gracias. No necesito hablar directamente con ella, pero deje que le haga una pequeña sugerencia: si volviera a estar cara a cara con ella, le preguntaría como si tal cosa qué le dijo el Señor que hiciera con la botella de whisky.
—¿Qué botella de whisky?
—La que podría haberse llevado de la escena del crimen por razones que sólo ella conoce. Lo preguntaría como si ya supiera que la botella estaba allí y que ella la retiró a instancias del Señor, como si sólo tuviera curiosidad por saber dónde está. Por supuesto, puede que no hubiera ninguna botella de whisky; si tiene la sensación de que ella de verdad no tiene ni idea de lo que está hablando, pase a otra cosa y listo.
—¿Cree que todo esto va a seguir el modelo del caso de Peony, y que debería haber una botella de whisky en algún sitio?
—Eso es lo que estoy pensando. Si no se siente cómodo abordándola de este modo, no pasa nada. Es cosa suya.
—Vale la pena intentarlo. No hay mucho que perder. Le informaré.
—Buena suerte.
La siguiente persona con la que Gurney tenía que hablar era Sheridan Kline. El tópico de que tu jefe nunca ha de enterarse por otra persona de lo que debería enterarse por ti era el doble de cierto en el mundo policial. Localizó a Kline cuando iba camino de una conferencia regional de fiscales del distrito en Lake Placid, y las frecuentes interrupciones, causadas por la desigual cobertura telefónica en las montañas del estado, hicieron que la relación de la peonía con el primer crimen fuera más difícil de explicar de lo que le habría gustado. Cuando hubo terminado, Kline tardó tanto en responder que Gurney temía que hubiera entrado en otra zona sin cobertura.
Finalmente dijo:
—Esta cuestión de la flor, ¿se siente a gusto con ella?
—Si es sólo una coincidencia —dijo Gurney—, es una coincidencia muy destacable.
—Pero no es muy sólida. Si tuviera que hacer de abogado del diablo, señalaría que su mujer no vio la flor (la flor de plástico) que le describió. Supongamos que no es una peonía. ¿Dónde estamos entonces? Aunque fuera una peonía, no es una prueba de nada concreto. Dios sabe que no es la clase de progreso que pueda defender en una conferencia de prensa. Dios, ¿por qué no podía ser una flor real, así habría menos dudas? ¿Por qué de plástico?
—Eso también me inquietaba —dijo Gurney, tratando de ocultar su irritación por la respuesta de Kline—, ¿por qué no una de verdad? Hace unos minutos, le pregunté a mi mujer por eso y me dijo que a los floristas no les gusta vender peonías. Tienen una flor muy pesada que no se aguanta recta en el tallo. Las venden para plantar, pero no en este momento del año. Así que una de plástico podría haber sido la única forma de enviarnos un mensajito. Creo que fue una cuestión de oportunismo, la vio en una tienda y le gustó la idea, el juego.
—¿El juego?
—Se está mofando de nosotros, nos pone a prueba, juega con nosotros. Recuerde la nota que dejó en el cadáver de Mellery: venid y cogedme si podéis. Eso era lo que significaban esas pisadas hacia atrás. Este maniaco está poniéndonos mensajes delante de nuestras narices, y todos dicen lo mismo: «Pilladme si podéis, ¿a que no me pilláis?».
—Vale, lo entiendo, ya veo lo que está diciendo. Puede que tenga razón. Pero no hay forma de conectar públicamente estos casos basándonos en la corazonada de un hombre al ver una flor de plástico. Consígame algo real, lo antes posible.
Después de colgar el teléfono, Gurney se sentó junto a la ventana del estudio, en la penumbra del final de la tarde. Y si suponía, como había conjeturado Kline, que la flor no era una peonía. A Gurney le sorprendió darse cuenta de la fragilidad de este nuevo «vínculo» y de la mucha confianza que había depositado en él. Pasar por alto el deslumbrante defecto de una teoría era una señal evidente de excesiva vinculación emocional.
Cuántas veces había explicado ese punto a los estudiantes de Criminología en el curso que impartía en la universidad del estado, y allí estaba él: cayendo en la misma trampa. Era deprimente.
Los cabos sueltos del día dieron vueltas en su cabeza en forma de agotador bucle durante media hora, o quizá más.
—¿Por qué estás sentado a oscuras?
Giró en su silla y vio la silueta de Madeleine en el umbral.
—Kline quiere conexiones más tangibles que una peonía dijo. Le he dado al tipo del Bronx unos pocos datos para buscar. Ojalá que encuentre algo.
—Parece que tienes dudas.
—Bueno, por un lado, está la peonía, o al menos lo que creemos que es una peonía. Por otro lado, es difícil imaginar a los Schmitt y a los Mellery relacionados de algún modo. Si alguna vez ha habido gente que vive en mundos diferentes…
—¿Y si es un asesino en serie y no hay conexiones?
—Ni siquiera los asesinos en serie son aleatorios. Sus víctimas tienden a tener algo en común (todas rubias, todos asiáticos, todos homosexuales), alguna característica con un significado especial para el asesino. Así que aunque Mellery y Schmitt no participaran nunca en nada juntos, aún deberíamos buscar un punto en común entre ellos.
—Y si… —empezó Madeleine, pero el sonido del teléfono la interrumpió.
Era Randy Clamm.
—Lamento molestarle, señor, pero he pensado que le gustaría saber que tenía razón. He ido a ver a la viuda y le he hecho esa pregunta, como usted me dijo, como si tal cosa. Lo único que le dije fue: «¿Puede darme la botella de whisky que encontró?». Ni siquiera tuve que mencionar al Señor. Que me aspen si no dijo con la misma naturalidad que yo: «Está en la basura». Así que fuimos a la cocina y allí estaba, en el cubo de la basura, una botella de Four Roses rota. Me quedé de piedra, mirándola. No es que me sorprendiera que tuviera razón (no me interprete mal), pero, Dios, no esperaba que fuera tan fácil. Tan condenadamente obvio. En cuanto ordené mis ideas le pedí que me enseñara dónde la había encontrado exactamente. Pero entonces, de repente, ella se dio cuenta de la situación (tal vez porque no lo dije con tanta naturalidad) y se mostró muy inquieta. Le pedí que se relajara, que no se preocupara, que si podía decirme dónde estaba, que sería muy útil para nosotros, y que quizá, bueno, ya sabe, si le importaría decirme por qué demonios la había movido. No lo dije de esa forma, claro, pero era lo que estaba pensando. Así que me mira y ¿sabe lo que dice? Dice que a Albert le había ido muy bien con el problema de la bebida, que no había bebido desde hacía casi un año. El hombre va a Alcohólicos Anónimos, lo está haciendo bien, y cuando ella ve la botella a su lado, junto a la flor de plástico, lo primero que piensa es que ha empezado a beber otra vez y que se ha caído sobre la botella y que por eso se ha cortado la garganta y que es así como ha muerto. No se le ocurre inmediatamente que lo han asesinado, ni siquiera se le pasa por la cabeza hasta que llegan los policías y empiezan a hablar de eso. Pero antes de que lleguen, esconde la botella porque ha estado pensando que es de su marido, y no quiere que nadie sepa que ha recaído.
—E incluso después de que comprendiera que lo habían matado, ¿siguió sin querer hablar a nadie de la botella?
—No. Porque todavía cree que era su botella y no quiere que nadie sepa que está bebiendo, y menos sus buenos nuevos amigos de Alcohólicos Anónimos.
—¡Dios santo!
—Así que resulta que todo es un lío patético. Por otro lado, tiene su prueba de que los crímenes están relacionados.
A Clamm se le notaba inquieto, lleno de sentimientos en conflicto con los que Gurney estaba demasiado familiarizado: los sentimientos que hacían que ser un buen poli fuera muy duro, que, en última instancia, desgastara mucho.
—Ha hecho un gran trabajo, Randy.
—Sólo he hecho lo que pidió —dijo Clamm a su manera rápida y agitada—. Después de guardar la botella, llamé al equipo de pruebas para que hiciera otra visita, para revisar toda la casa en busca de cartas, notas, cualquier cosa. Le pedí el talonario de cheques a la señora Schmitt. Me lo mencionó usted esta mañana. Me lo dio, pero no sabía nada de ello, lo cogió como si pudiera ser radioactivo, dijo que Albert se ocupaba de las facturas. Me explicó que no le gustaban los cheques porque tienen números, y hay que tener mucho cuidado con los números, los números pueden ser el mal; me contó un rollo sobre Satán y una locura religiosa. La cuestión es que eché un vistazo al talonario de cheques…, y va a hacer falta más tiempo para averiguarlo. Puede que Albert pagara las facturas, pero no guardaba muchos registros. No había referencia en ninguno de los resguardos de cheques extendidos a nadie llamado Arybdis o Charybdis o Scylla (eso es lo primero que miré), pero no quiere decir mucho porque la mayoría de los resguardos no tenían ningún nombre, sólo las cantidades, y algunos ni siquiera eso. En cuanto a extractos mensuales, ella no tenía ni idea de que hubiera en la casa, pero haremos un registro a conciencia, y le pediremos permiso para conseguir copias del banco. Entre tanto, ahora que sabemos que estamos en esquinas diferentes de un mismo triángulo, ¿hay algo que quiera compartir conmigo del caso Mellery?
Gurney pensó en ello.
—La serie de amenazas que Mellery había recibido antes de su muerte incluían vagas referencias a cosas que hizo cuando estaba borracho. Ahora resulta que Schmitt también tenía problemas con la bebida.
—¿Está diciendo que estamos buscando a un tipo que va por ahí cargándose borrachos?
—No exactamente. Si fuera lo único que quiere hacer hay formas más fáciles de hacerlo.
—¿Como tirar una bomba en una reunión de Alcohólicos Anónimos?
—Algo simple. Algo que aumentara la oportunidad y redujera el riesgo. Pero el esquema de este tipo es complicado e inconveniente. No hay nada fácil ni directo. Cualquier parte a la que miras plantea preguntas.
—¿Como cuáles?
—Para empezar, ¿por qué elegir víctimas que están tan alejadas geográficamente, y en todo lo demás para el caso?
—¿Para impedir que los relacionáramos?
—Pero él quiere que los relacionemos. Es la razón de la peonía. Quiere que nos fijemos. Quiere reconocimiento. No es el criminal normal en fuga. Este tipo quiere la batalla: no sólo con sus víctimas, también con la Policía.
—Hablando de eso, he de poner al día a mi teniente. No le hará gracia si se entera por otra vía.
—¿Dónde está?
—Camino de la comisaría.
—¿Tremont Avenue?
—¿Cómo lo sabe?
—Por ese rugido de fondo del tráfico del Bronx. No hay nada que se le parezca.
—Ha de estar bien vivir en otro lugar. ¿Algún mensaje que quiera que le pase al teniente Everly?
—Mejor guardar los mensajes para después. Estará mucho más interesado en lo que tiene que contarle usted.
Las malas noticias llegan de tres en tres
Gurney sintió la urgencia de llamar a Sheridan Kline tras la aparición decisiva de la prueba que apoyaba el vínculo de la peonía, pero quería efectuar una llamada antes. Si los dos casos eran tan paralelos como de repente parecía, era posible no sólo que le hubieran pedido dinero a Schmitt, sino que hubiera pedido que lo mandaran a la misma oficina postal de Wycherly, Connecticut.