Sefarad (23 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: Sefarad
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Me acuerdo con ternura y pena de Gregorio, el maestro Puga, a quien hace ya varios años que no he visto y me pregunto si seguirá rondando los bares de funcionarios del centro, si estará vivo todavía y seguirá alimentando el sueño de un estreno sinfónico, acodado en una barra con su traje decente y ya más bien ajado y sucio, el cigarrillo entre los dedos color de nicotina, el vaso de vino flojamente sostenido en la otra mano, acaso un grano de café moviéndose de un lado a otro en la boca donde ya le faltaban algunos dientes. Me acuerdo de las mañanas en que mi amigo Juan y yo nos lo encontrábamos al doblar una esquina y no teníamos tiempo de eludirlo, y debíamos aguantar la monotonía quejumbrosa de sus confesiones de borracho y la obstinación de sus invitaciones a tomar algo, a apurar una copa rápida de coñac o de anís en los pocos minutos que faltaban todavía para que se nos acabara la media hora del desayuno. Más incauto, el primer día que trabajé en la oficina acepté tomarme con él una caña a la salida y no me dejó solo hasta las once de la noche, y acabé tan borracho que a la mañana siguiente no me acordaba de nada de lo que habíamos hablado a lo largo de tantas horas, de tantos bares y cigarrillos y vasos de cerveza y de vino. Sólo una cosa recordaba, y no se me ha olvidado porque después de aquel día Gregorio me la repitió muchas veces, sujetándome por el brazo para acercarse más a mí, envolviéndome en su aliento de vino agrio y de tabaco negro mientras me miraba con sus ojos enrojecidos y me decía:

No te conformes, que no te pase como a mí, vete de aquí cuanto antes, no vayas a acabar como yo, no te conformes, no te dejes comprar.

No pienso estar aquí mucho tiempo. Me iré en cuanto me salga algo mejor.

Ésa es la trampa, esperar a que salga alguna cosa mejor, eso fue lo que me pasó a mí. No se puede esperar, hay que irse, aunque no se tenga nada más, hay que estar dispuesto a todo, a pasar necesidad si hace falta, porque si aceptas un poco lo aceptarás todo, tragaras con todo. No tienes hipotecas, mujer, no tienes hijos, no tienes deudas ni así que ahora o nunca.

Según pasaba el tiempo empecé a rehuir a Gregorio, como lo rehuía todo el mundo, porque era un pesado y un borracho y no había manera de desprenderse de él, y aunque uno le tuviera afecto no podía soportar el olor de su boca ni el tedio de sus historias cada vez más deshilvanadas, de sus quejas minuciosas sobre las intrigas y las zancadillas de las que era víctima en la oficina, en la banda municipal, donde otro con menos méritos pero más enchufe político acabó siendo nombrado director titular. Pero también lo rehuía porque me daba vergüenza que viera en mí el cumplimiento de sus vaticinios: pasaban años y yo seguía esperando a que me saliera algo mejor, y yendo cada mañana a las ocho en punto al trabajo, pero ahora ya tenía obligaciones, ahora estaba casado y tenía un hijo y pagaba cada mes la letra del coche y la del piso, y aunque mi mujer ganaba en su trabajo un sueldo mejor que el mío no siempre llegábamos con desahogo a fin de mes, y yo estaba considerando la posibilidad de buscarme alguna ocupación para las tardes, y sin reconocerlo ante mí mismo renunciaba a los propósitos que me parecían tan inaplazables y valiosos cuando ingresé en la oficina: sobre todo, el de prepararme para el trabajo que me habría gustado tanto hacer, el de profesor universitario o investigador en alguna rama de la Historia del Arte, o incluso profesor de Geografía e Historia en algún instituto. Pero me faltaba tiempo y voluntad, y las tardes libres se me iban sin que me diera cuenta, y de cualquier modo apenas salían unas pocas plazas de profesor de Historia cada año para decenas de miles de licenciados universitarios, muchos de los cuales, compañeros míos de carrera desesperados tras años de paro, miraban con envidia incluso un puesto tan poco atractivo como el que yo tenía. Me cruzaba por un pasillo con mi amigo Gregorio, cada uno con una carpeta de expedientes bajo el brazo, me lo encontraba a la vuelta de una esquina en los callejones donde estaban las tabernas a las que se escapaban a media mañana los funcionarios para un café rápido y furtivo, y mi desagrado por su mal aliento y su aire indecoroso de alcoholismo e infortunio era más poderoso que la gratitud que hubiera debido sentir hacia su amistad generosa, y si podía miraba hacia otra parte o me escabullía por una puerta lateral para no ver sus ojos enrojecidos ni oler su aliento agrio, pero sobre todo para no escuchar una vez más lo que sabía que iba a decirme:

Pero qué haces que no te has ido ya de aquí, cuántos años vas a seguir aguantando.

Me iba a veces, pero sólo unos días, me mandaban de viaje a Madrid a resolver trámites en ministerios o a encargar pedidos de materiales que yo debía inspeccionar, y aunque los viajes eran muy cortos y mis dietas escasas y mi baja cualificación me imponían hoteles de medio pelo y comidas en restaurantes modestos, la proximidad de la partida actuaba sobre mí como un estimulante poderoso, me empujaba como un imán en la dirección del tiempo futuro, devolviéndome intacta la felicidad infantil de las expectativas de viaje, el impulso de irme que se me había borrado casi por completo en los últimos años, o que había quedado reducido a una vaga disposición imaginaria sin ninguna influencia sobre la realidad.

Ya estaba yéndome varios días antes de que saliera el tren, el expreso nocturno con sus vagones azules de coche-cama que tenía algo de Orient Express cuando yo llegaba con mi maleta al andén un poco antes de las once de la noche, con el alivio infinito de estar solo, de haberme desprendido provisionalmente del sucesivo agobio de la oficina y de mi casa, de los horarios, de los lugares, de los sobresaltos y las malas noches que daba mi hijo, todavía tan pequeño. En los primeros episodios de ese viaje tan corto que iba a hacer parecía que estuvieran contenidas todas las sensaciones y la excitación de un viaje verdadero, de uno cualquiera de los viajes que yo leía en los libros y veía en las películas o inventaba para mí mirando mapas o guías en color. En medio de mi vida tan apaciguada, tan atenuada en todo, el viaje me daba una plenitud física casi intolerable, una sensación de libertad y pérdida de peso, como si al salir hacia la estación me desprendiera de las obligaciones y las costumbres que gravitaban sobre mí, y al cerrar de un portazo el taxi que iba a llevarme a ella clausurara de un golpe mi entera identidad real.

Me iba y no era yo, disfrutaba de la ebriedad no de fingirme otro sino de literalmente no ser nadie. Me disolvía en los momentos que estaba viviendo, en el gozo de dejarme llevar por la locomotora y de mirar por la ventanilla de mi departamento luces de carreteras y ciudades, ventanas iluminadas donde vivía la gente sedentaria, donde a esa hora veían la televisión o se acostaban en dormitorios insalubremente caldeados, en la sofocante guata conyugal, el aguachirle conyugal del que habla Cernuda, a quien yo leía mucho entonces, discípulo y aprendiz suyo en la amargura de la distancia inviolable entre la realidad y el deseo.

Eran tan raros los viajes que la monotonía administrativa de las obligaciones que cumplía en ellos no llegaba a borrar, sobre todo en la partida, una sensación intensa y pueril de aventura. Pero si viajaba tan poco no era sólo porque se me presentaban escasas ocasiones de hacerlo. Algunas veces eludía un viaje para no contrariar a mi mujer, a quien no le gustaba que yo faltara de casa, agobiada por su propio trabajo y por el cuidado del niño, y que no siempre quería entender que aquellas estancias en Madrid no eran caprichosas escapadas mías, sino tareas propias de mi condición administrativa, cuyo desempeño correcto sin duda podría ser un mérito de cara a una promoción tan necesitada por mí, aunque de perspectivas tan lejanas.

Cuando me decidía a aceptar un viaje, porque me apetecía mucho o porque sabía que negarme a él me perjudicaría en la oficina, no me atrevía a decírselo a mi mujer, e iba dejando siempre para el día siguiente el mal trago de darle la noticia, de modo que al final me veía obligado a decírselo con inevitable brusquedad cuando ya no quedaba más remedio, o peor aún, ella se enteraba de que iba a irme antes de que yo se lo dijera, por alguna llamada de la oficina o de la agencia de viajes que tramitaba mis billetes. Sin necesidad de ser infiel, mi estado natural era la culpa, y el secreto inocuo de un viaje de trabajo pesaba sobre mí como el desasosiego de un adulterio. La maraña de reproches y resentimiento en la que me veía enredado yo mismo la había urdido con mi propensión al silencio, y la cobardía tortuosa de mis dilaciones. Ya estaba yéndome mucho antes de irme, pero hasta el último minuto no era seguro que me fuera a marchar, porque el disgusto de mi mujer podía empujarme a suspender el viaje, o porque algún infortunio sobreviniera en las últimas horas, que al niño empezara a subirle mucho la fiebre, o que ella se encontrara de pronto muy mal, con un ataque de lumbago o una menstruación muy difícil, dolores de los que parecía que yo era tan culpable como si manejara un cuchillo, y que se volverían más graves a causa de mi ausencia, casi mi deserción.

Me iba por fin y aún no creía que de verdad me estaba yendo, y la velocidad del taxi que me llevaba a la estación era un impulso irresistible de felicidad, malograda por el pánico a llegar tarde al tren por culpa de un atasco, o porque había tardado demasiado en salir, en desenredarme de mi familia y de mi vida, del calor conyugal y sofocante de mi piso, del magnetismo de contrariedad y abandono que irradiaba mi mujer, sosteniendo en brazos al niño, que lloraba más al ver que me iba, ella misma con la cara muy pálida y con los ojos tristes, parada en el umbral mientras llegaba el ascensor.

Una mañana de invierno, en uno de aquellos viajes a Madrid, terminé muy pronto unas gestiones en el Ministerio de Cultura y me encontré sin nada más que hacer en todo el día. Hasta las once de la noche no salía mi tren de regreso. En Madrid me llegaba enseguida la decepción, el desamparo de estar solo en una ciudad tan grande en la que no conocía a nadie, y en la que todo estaba lleno de incertidumbres y peligros, lo mismo al cruzar una de aquellas avenidas tan anchas en las que el semáforo siempre se ponía en rojo antes de llegar al otro lado que al salir de noche de un cine y encontrarse en un laberinto de calles oscuras donde no era improbable que lo asaltara a uno un navajero, uno de aquellos drogadictos lívidos que se apostaban entonces en la esquina de la Gran Vía y la calle Hortaleza. Me intoxicaba la soledad, el aturdimiento no ya de no conocer a nadie, sino de no ser nadie, un apocado funcionario de provincias que a los tres días de haber salido huyendo en busca de paisajes más amplios y aires menos viciados ya se estaba encogiendo como un caracol y caminaba perdido por la ciudad llevando consigo la insidiosa depresión como si fuera una fiebre que lo debilitaba, que le hacia desear inconfesablemente el abrigo de su casa y de las calles conocidas y estrechas en las que discurría su vida.

Surge ahora un recuerdo con el que no contaba, el fragmento de un viaje que no sé situar en el tiempo, aunque sin duda pertenece a esa época: paseándome sin saber hacia dónde he llegado al Retiro, en una mañana de niebla muy densa, en la que he cruzado calles que no parecen de Madrid ni de España, calles de edificios nobles y árboles opulentos, con el asfalto brillante de llovizna, con las aceras amarillas de hojas recién caídas, hojas anchas de plátanos y castaños de indias, aunque no creo que en ese tiempo me fijara de verdad en los árboles ni me interesara por sus nombres. El Museo del Prado, el Jardín Botánico, la Cuesta del Moyano. En la cima de una colina boscosa hay un edificio que parece un templo griego y es el Observatorio. Al escribir revivo mis pasos de entonces, se abren las cosas delante de mí como se me abrían esa mañana las formas de los árboles y de las casas cuando me aproximaba a ellas en la niebla, las figuras inmóviles de las estatuas, amenazadoras o serenas, la estatua de Pío Baroja o la de Cajal o Galdós, solos entre las arboledas del parque desierto, extraviadas melancólicamente en un pomposo olvido de bronces y mármoles.

Emerge en la memoria el asombro de un edificio de cristal al otro lado de un estanque, con columnas y filigranas de hierro pintadas de blanco, blanco desleído en el gris translúcido de la claridad matinal velada de niebla, en el verde inmóvil y oscuro del agua. Recordé que había leído el periódico que en el palacio de Cristal del Rey había una exposición dedicada al exilio de los republicanos españoles en México. Todo vuelve, después de tantos años sin acordarme, aquel día cualquiera de un viaje sin relieve a Madrid, aquel paseo al azar que me llevó al Retiro y a encontrar entre la niebla y los árboles el palacio de Cristal como una de esas casas encantadas que aparecen delante del viajero perdido en los bosques de los cuentos. Recuerdo objetos, fragmentos: vitrinas con recortes de periódicos y cartillas de racionamiento, monitores de video en los que se proyectaban viejas películas de soldados envueltos en harapos huyendo por los caminos hacia Francia, hacinados en las estaciones fronterizas de Port—Bou y Cerbére, después de la caída de Cataluña. Me acuerdo de una pizarra y de un pupitre que habían pertenecido a la primera escuela de niños españoles en México, y de un mandil escolar azul marino, con cuello de celuloide blanco, que me estremeció inesperadamente de congoja, como las hojas de caligrafía rellenadas a lápiz por niños de cuarenta años atrás y los estuches de colores idénticos a los que yo había tenido en mi escuela. También el mandil se parecía mucho al mío, y los mapas de España sobre hule policromado y cuarteado eran como los que yo vi al entrar por primera vez en las aulas, sólo que en éstos la bandera que se vela era tricolor, roja, amarilla y morada. Había una foto grande de una multitud intentando subir a un barco de vapor, en un puerto francés. Una mujer de unos cincuenta años la miraba Parada junto a mí, diciendo algo en voz baja con acento mexicano, aunque no había nadie con ella. Respiraba muy fuerte: la miré y estaba llorando.

—Yo iba en ese barco, señor —me dijo, la voz entrecortada de llanto, una señora mexicana con gafas grandes y pelo cardado y teñido, única persona que había aparte de mí esa mañana en la exposición, en el edificio de cristal rodeado de niebla, como enguatado de silencio—. Yo soy una de esas figuritas que ve usted en la foto. Ocho años tenía, y me moría de miedo pensando que me iba a soltar de la mano de mi papá.

Recobro ahora otros pasos, el recuerdo que iba a contar cuando apareció delante de mí la caminata por el Retiro en la mañana de niebla la forma sin peso del palacio de Cristal, el morado bello y melancólico de las banderas republicanas en los anaqueles de una exposición, insignias de un país que yo había perdido antes de nacer. He salido una mañana del Ministerio de Cultura, en la plaza del Rey, he echado a andar sin propósito desalentado de antemano por todas las horas en las que no tendré nada que hacer y no hablaré con nadie, en las que se me irá contagiando despacio la irrealidad de estar solo en una ciudad extraña, de convertirme en un fantasma que me mirará a veces como a un desconocido desde el espejo de un escaparate. Miro el reloj, calculo que a esa hora mi amigo Juan estará terminando el desayuno, leyendo el periódico en la barra del Suizo, o quizás habrá cruzado ya el paso de peatones hacia el edificio de Correos para echar una de esas cartas que procura que yo no vea. En vez de estar volviendo hacia la oficina junto a él, los dos al mismo paso desganado, yo camino por Madrid abandonándome al azar del trazado y de los nombres de las calles, y al cabo de media hora ya me he perdido, o quizás me he dejado llevar por una memoria antigua que no pertenece del todo a mi conciencia, uno a un impulso ciego y contumaz de mis pasos.
En cierta calle hay cierta firme puerta
, dice un poema de Borges. Voy por calles de aceras estrechas y portales hondos, con pescaderías y fruterías y papelerías anticuadas, con tiendas de ultramarinos y mercerías más rancias que las de la ciudad donde yo vivo, con una pululación agitada de coches y de gente, de voces rotundas y menestrales de Madrid. Estoy acordándome, dejándome llevar, estoy yendo hacia donde no debiera, hacia donde estuve una sola vez. Fernando VI, Argensola, Campoamor, Santa Teresa: en algún momento, sin que yo lo supiera, sin que me atreviera a confesármelo, el azar se ha convertido en propósito, y la secuencia de los nombres de las calles dibuja sobre la ciudad en la que soy un forastero el plano cifrado de un viaje, la forma de una herida que no duele desde hace mucho tiempo, pero que se puede palpar aún como una tenue cicatriz en la piel, como el recuerdo al despertar de un sueño en el que se ha vuelto a sufrir por alguien que ya no nos importa.

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