Sefarad (49 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: Sefarad
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Derrotado por el cansancio de la noche en vela se había dormido por completo cuando el tren se detuvo con gran ruido de frenos. Abrió los ojos y al principio, todavía atrapado por las ligaduras de un mal sueño, pensó que el tren había llegado a la frontera de su antiguo país, y que los guardias de uniformes grises lo detendrían en cuanto vieran que no llevaba consigo los documentos de identidad adecuados, el pasaporte viejo que también me enseñó, una reliquia del negro pasado, la prueba material de que había existido.

Bajó del tren apretando muy fuerte en una mano su bolsa de viaje y en la otra su pasaporte español. Previamente se había asegurado de que llevaba bien accesibles en el bolsillo todos los documentos del proceso de nacionalización, por si le hacía falta presentarlos. Se puso en la cola, en el lado español de la frontera, delante de la cabina donde había dos guardias civiles con cara de aburrimiento o de sueño. Usted no se lo creerá, porque en toda su vida habrá tenido miedo en una frontera, pero a mí me temblaban las piernas, y cuando fui a decirles buenos días a los guardias noté que se me había secado la saliva. Entonces, cuando se acercaba a la cabina con la boca seca y las palmas de las manos sudadas, con una sensación creciente de flojera en las piernas, ocurrió lo que aún seguía recordando con asombro y gratitud, lo que ningún otro viajero se habría parado a advertir. Miraba a uno de los guardias al acercarse a él, y le parecía que el guardia le devolvía una mirada de sospecha o recelo. Pero se armó de valor, como aquella otra vez que había saltado por la ventana de un lavabo, y adelantó con la máxima naturalidad que le fue posible el pasaporte, abierto cuidadosamente por la página en la que estaba su foto, preparado para dar explicaciones sobre la discordancia entre su nacionalidad y su nombre, para aportar rápidamente la documentación necesaria. Pero el guardia, sin mirar siquiera el pasaporte, sin fijarse en su cara, le hizo un gesto de urgencia con la mano, le dijo que pasara con una cierta rudeza española, y ese gesto de la mano y las dos palabras ásperas que le dijo el guardia civil le parecieron la bienvenida más hermosa que había recibido nunca, la señal indudable de su ciudadanía. Imitaba ante mí el ademán del guardia con su mano delgada y blanca de músico, todavía agradecido, maravillado del regalo que ninguno de los demás pasajeros amodorrados del tren habría sabido apreciar, repitiendo como un conjuro las palabras del guardia,
venga, pase, joder
, la jota fuerte que tanto le costaba imitar, y que pronunciaba con pulcritud y orgullo, como cada una de las palabras de la lengua que ahora no era ya la de los libros y los ensueños de la imaginación, sino la de su vida práctica y diaria.

Aparecían y desaparecían las caras de los desconocidos, en la sala de espera, o al otro lado de la mesa de mi oficina, y yo solía mirarlas con tan poca atención como escuchaba sus palabras, peticiones o exigencias de cosas que no estaba en mi mano conceder, y que no me importaban nada, aunque había aprendido a poner un gesto como de escuchar muy cuidadosamente, profesionalmente, tomando notas a veces, o fingiéndolo, dibujando monigotes o signos en la hoja en blanco que tenía delante de mí, en el interior de una carpeta de expediente, mientras informaba sobre trámites necesarios, inventaba explicaciones impersonales para el retraso en un pago que sin duda estaría a punto de llegar, aunque mi intervención no pudiera acelerarlo, si bien era posible que una palabra a tiempo del gerente obrase un efecto benéfico, en caso de que él, tan ocupado en tareas de más relieve y responsabilidad, accediera a tomarse un poco más de interés en el asunto. Siempre esperaba, cobijado en mi paréntesis de espacio y tiempo como en una madriguera, pero lo que estaba esperando más allá de la próxima carta era muy confuso para mí, una niebla de vaguedades e indecisiones que no me ocupaba en disipar. Permanecía inmóvil, en la provisionalidad de mi espera, encogido en el interior menos accesible de mí mismo, en una quietud como la del que ha escuchado el despertador y sabe que tiene que levantarse, pero se concede unos minutos, un solo minuto antes de abrir los ojos y saltar de la cama. No sabía si estaba esperando el regreso de la que me escribía las cartas, porque mientras vivía a este lado del mar y en la misma ciudad que yo tampoco me hizo demasiado caso, o al menos no por mucho tiempo. Nunca la sentí más lejos de mí, más inexpugnable, que las pocas veces que la tuve entre mis brazos. Si la buscaba me huía, pero si abandonaba desalentado la búsqueda era ella la que se acercaba a mí, siempre como una promesa intacta, borrándome del alma el resentimiento y la inseguridad, y haciéndome desearla otra vez tanto que iba codicioso y entregado hacia ella como hacia un imán, y en un instante, apenas la rozaba, ya estaba huyéndome de nuevo. Estando ahora tan lejos era cuando la sentía más próxima a mí, en la distancia y en las cartas, en mi ignorancia casi absoluta sobre la vida que llevaba.

En realidad no era más tangible para mí que las mujeres del cine en blanco y negro, que me subyugaban hasta despertarme una especie de quimérico enamoramiento, la nómina completa y previsible, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Gene Tierney, Ava Gardner, Rita Hayworth. En
Gilda
, que vi tantas veces, Rita Hayworth huye de Glenn Ford y de Buenos Aires y en un cabaret de Montevideo, vestida de blanco, canta y baila una canción que se titula
Amado mío
.

Amado mío

Love me forever

And let forever

Begin tonight

En la película Montevideo no es nada más que un nombre, ni siquiera un decorado o una de esas falsas panorámicas delante de las cuales hablan los actores o fingen conducir un coche. La mujer que apareció una mañana en la sala de espera de mi oficina, con un niño en brazos, con un bolsón lleno de títeres, había huido de Montevideo a Buenos Aires en 1974, y cuatro años después de Buenos Aires a Madrid, embarazada, aunque todavía sin saberlo, esperando un hijo de un hombre al que se habían llevado una noche militares o policías de paisano y del que ya no volvió a saber más. Mientras hablábamos, el niño jugaba con los muñecos de madera de su madre, sentado en el suelo de mi oficina, y ella lo vigilaba de soslayo, con un desasosiego que no se apaciguaba ni un instante, consumida de pánico y de urgencias secretas, una mujer de treinta y tantos años con el pelo y los ojos muy negros, el pelo con una lisura y un brillo de crin, los ojos grandes, muy subrayados de rimmel, con un punto de exageración italiana, también en la nariz y en la boca, las manos fuertes, un poco masculinas, diestras en el manejo de hilos y muñecos, que inopinadamente sacó en una gran brazada de la bolsa y se puso a manejar delante de mí, después de conectar un radiocassette que también llevaba consigo en su equipaje de buhonero. Sobre el metal gris de la mesa y la confusión de mis papeles Caperucita Roja se internaba en un bosque dando saltitos al ritmo de la música del radiocassette y el lobo la acechaba detrás de una pila de expedientes, y la voz fuertemente acentuada del Río de la Plata contaba la historia y se desdoblaba en otras voces, la voz aguda de la niña, el vozarrón sombrío del Lobo, la voz cascada y regañona de la abuela. El niño se había puesto en pie y se acercaba como hechizado a la mesa, que le llegaba a la altura de los ojos, hechizado y medroso, como temiendo que el lobo también pudiera estar acechándole a él, sin mirar ni un instante las manos de su madre ni los hilos de los que colgaban los muñecos.

La demostración no duró más de dos o tres minutos, y cuando la música llegó al tachunda final y la cinta se detuvo los muñecos hicieron una gran reverencia al unísono y se quedaron caídos y desmadejados sobre los papeles de mi mesa, pero el niño seguía mirándolos con sus ojos de asombro, esperando que revivieran. Ya viste, dijo la mujer, en cualquier parte puedo montar mi tingladito, guardó los muñecos y el radiocassette en la bolsa y el niño enseguida volvió a sacarlos uno por uno, examinándolos despacio, como queriendo averiguar el secreto de su vitalidad extinguida, tan absorto en ellos y en sí mismo que no reparaba en mí ni en su madre, ni miraba una sola vez a su alrededor, a la oficina más bien desastrada en la que se encontraba, tan inhóspita acaso como el cuarto de pensión en el que los dos vivían desde su llegada a la ciudad, con el apuro de no saber durante cuánto tiempo podrían pagarla, me dijo la madre, urgiéndome nerviosamente a que le organizara una gira de actuaciones por las escuelas infantiles, por las aulas de párvulos de los colegios públicos.

También traía su dossier, desplegaba sus fotocopias y recortes, sus credenciales de otro país que aquí no le servían, diplomas de cursos en escuelas dramáticas de Montevideo y Buenos Aires que en España no le habrían valido para encontrar trabajo fregando suelos. Yo le contaba la letanía usual sobre solicitudes y trámites y plazos de espera y ella me sostenía la mirada con una expresión de incredulidad y casi de sarcasmo en sus ojos muy negros, perfilados de rimmel, como haciéndome saber que no creía lo que le estaba contando y que no le importaba, y que ni siquiera me lo creía yo mismo. Pero tenía prisa por acudir a otra cita, en otra oficina semejante a la mía, en la Diputación Provincial, me dejó el dossier sobre la mesa y escribió en la primera página el número de teléfono de la pensión, que era una muy lóbrega en la que yo me había alojado alguna vez en mis tiempos menesterosos de estudiante. Ella sabía Igual que yo que no había la menor necesidad de que dejara el teléfono, y que tendría que volver infructuosamente muchas veces, pero también sabíamos los dos que no había otro remedio y que ella tendría que perseverar y esperar aunque sintiera que su dignidad era humillada cada día que llamaba para ver si se sabía algo, si había ya alguna decisión, cada vez que empujara de nuevo la puerta de mi oficina y se sentara en la antesala en penumbra, siempre con el niño de la mano o en brazos, porque no podía dejarlo solo en la pensión, y porque no tenía a nadie a quien pudiera confiárselo, el niño que nunca llegaría a conocer a su padre ni a saber siquiera cuándo y cómo había muerto.

Ahora será un hombre joven de algo más de veinte años: verá la foto que su madre me enseñó, una de sus mañanas de espera en la oficina, la cara de un hombre con aire de muchacho, con gafas de montura gruesa, con el pelo voluminoso y rizado a la manera de los años setenta y las patillas largas, el fantasma de alguien que casi tiene su misma edad y sin embargo es su padre, y no está civilmente ni vivo ni muerto, ni enterrado en ninguna parte, ni consignado en un registro administrativo de defunciones, sino perdido en una especie de limbo, desaparecido, muriendo siempre, sin el descanso, para quienes le sobrevivieron y guardan su memoria, de saber cuándo murió y dónde lo enterraron, si es que no lo arrojaron al Río de la Plata desde un helicóptero, con los ojos vendados y las manos esposadas, o ya muerto, con el vientre rajado por un cuchillo, para que los tiburones dieran cuenta enseguida de su cadáver.

La mujer se echó a llorar y el niño, que jugaba en el suelo, perdido en sus imaginaciones, de repente pareció que se despertaba, y se volvió hacia ella, mirándola muy serio, como si hubiera podido entender lo que su madre había contado en voz baja. Me pidió un kleenex y cuando alzó los ojos vi que un hilo de rimmel le manchaba la mejilla. Ya se me pasa, dijo, disculpándose, apartándose el pelo liso y negro de la cara. Le di fuego y me sonrieron sus grandes ojos oscuros, brillantes de lágrimas, pero esta vez no era la sonrisa habitual de cortesía o de halago a mi posición administrativa, sino que estaba destinada a mí, a quien había escuchado con atención y preguntado detalles, a quien había ofrecido la precaria hospitalidad de la oficina, el tiempo largo y sosegado para la confidencia. Pensé con algo de íntima mezquindad masculina que era una mujer deseable, que quizás podría tener una oportunidad de acostarme con ella.

De su nombre sí que me acuerdo. Me lo dijo el primer día, cuando le pedí sus datos para rellenar una de mis fichas detalladas e inútiles, que permitían fingir como un principio de organización y ecuanimidad, y que yo mecanografiaba con pulcritud y clasificaba luego alfabéticamente, cada una de ellas en un cajón del archivador metálico, en el que había una pequeña etiqueta en cartulinas de colores diversos, según el fichero al que correspondían, Teatro o Música Clásica o Rock o Flamenco, o Artistas Varios, grupo en el que estaba incluido el traductor de García Lorca al romaní.

Quizás el nombre me llamó tanto la atención porque no se correspondía con su aire italiano, con su pelo y sus ojos tan negros. Adriana, dijo, Adriana Seligmann. A veces al escuchar un nombre, el de una mujer o el de una ciudad, percibes en sus sílabas la vibración de una historia que está como cifrada en él, la clave de un mensaje secreto, toda una existencia contenida en una palabra. Cada cual lleva consigo su novela, tal vez no el relato entero de su vida, sino un episodio en el que cristalizó para siempre, que se resume en un nombre, y ese nombre puede que no lo sepa nadie y que no sea lícito decirlo en voz alta. Rosebud, Milena, Narva, Gmünd. Más que nunca yo vivía entonces alimentado de palabras y enamorándome de nombres, nombres de mujeres que me eran inaccesibles porque no me atrevía a aproximarme a ellas o porque no existían o porque aunque tuvieran una existencia real lo que yo veía y de lo que me enamoraba era un sueño proyectado por mi fantasía y mi deseo, nombres de ciudades que eran más hermosas porque yo no las conocía y no era probable que viajara nunca a ellas.

Ahora la mujer ajena y deseable que estaba parada delante de mí, al otro lado de la mesa, volvió a sentarse y me contó la historia de su nombre. Tantas veces he visto a alguien en quien parece que se produce de golpe un cambio cuando decide contar algo que le importa mucho, la historia o la novela de su vida, alguien que da un paso y suspende el tiempo real del presente para sumergirse en un relato, y mientras habla, aunque lo haga urgido por la necesidad de ser escuchado, mira como si se hubiera quedado solo, y el interlocutor no es más que una pantalla de resonancia,
si
acaso la delgada membrana en la que vibran las palabras de la narración. Nunca soy más yo mismo que cuando guardo silencio y escucho, cuando dejo a un lado mi fatigosa identidad y mi propia memoria para concentrarme del todo en el acto de escuchar, de ser plenamente habitado por las experiencias y los recuerdos de otros.

Seligmann se llamaba mi abuelo paterno, Saúl Seligmann, dijo la mujer. De niña yo sabía vagamente que él había venido de Alemania cuando todavía era joven, pero nunca le escuché hablar de la vida que había tenido antes de llegar a Montevideo. Me acuerdo de ir de la mano de mi padre a visitarlo en su taller de sastrería. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en sus rodillas, y me contaba cuentos con una voz que tenía un poco acento extranjero. Se jubiló y se fue a vivir fuera de Montevideo, a la otra banda del río, como decimos nosotros. Se había comprado una quinta en el Tigre, para estar solo de verdad, como a él le gustaba, según decía mi padre, yo creo que con algo de resentimiento. Entonces casi dejé de verlo. Cuando tenía doce años mis padres se separaron, y durante una temporada me mandaron con mi abuelo, a la casa del Tigre. Era una casa de madera, en una pequeña isla, con una baranda alta pintada de blanco, con un embarcadero, rodeada de árboles. Después de los últimos meses que había pasado con mis padres, aquel retiro en casa de mi abuelo fue el paraíso. Leía los libros de su biblioteca y escuchaba sus discos de ópera y de tangos. Si le preguntaba algo sobre Alemania me decía que se marchó de allí muy joven, y que lo había olvidado todo, hasta el idioma. Pero yo descubrí que eso no era verdad, aunque quizás él no lo supiera. Una de las primeras noches que dormí en la casa me despertaron unos gritos. Temí que hubieran entrado ladrones. Pero tuve valor para levantarme y crucé el pasillo hasta el dormitorio de mi abuelo. Era él quien gritaba. Gritaba, conversaba con alguien, discutía, parecía que estuviera suplicando, pero yo no entendía nada, porque hablaba en alemán. Gritaba como yo no he escuchado gritar a nadie. Parecía que llamaba a alguien, que decía un nombre, tan fuerte que su propia voz acabó despertándolo. Iba a esconderme, pero me di cuenta de que no me veía a la luz del pasillo, aunque tenía abiertos los ojos. Jadeaba y estaba sudando. Al día siguiente le pregunté si había tenido malos sueños, pero me dijo que no recordaba nada. Todas las noches se repetían las mismas voces, los gritos en alemán en la casa silenciosa, el nombre que repetía, que yo no llegaba a entender claro, no sé si decía Greta o Gerda. Cuando mi abuelo murió encontramos debajo de su cama una pequeña maleta llena de cartas en alemán y de fotografías de una mujer joven. Grete era la firma que había en todas las cartas, que dejaron de llegar en 1940. De niña mi apellido no me gustaba, pero ahora lo llevo como un regalo que él me hubiera dejado, como esas cartas que me hubiera gustado leer y que no entendía. Me las llevé conmigo cuando me fui a Buenos Aires, y también las fotos de Grete. Siempre estaba diciéndome que se las iba a dar a alguien que supiera alemán para que me las tradujera, pero siempre lo dejaba para después. Se le llena la vida a una de ocupaciones y cree que siempre habrá tiempo para todo, y de pronto un día resulta que todo ha terminado, que ya no tienes nada de lo que creíste tuyo, ni tu marido, ni tu casa, ni tus papeles, nada más que el miedo y el espanto, el desgarro que no cesa nunca. Qué habrá sido de las cartas, qué harían con ellas los que asaltaron mi casa. Por lo menos yo tenía algo que no pudieron quitarme, aunque no lo sabía cuando me escapé, no sabía que acababa de quedarme embarazada.

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