La última pregunta iba dirigida a Lancelot, al que saludó con la espada, moviéndola de tal modo que el reflejo de los rayos del sol deslumbró a su oponente. Lancelot, riendo con naturalidad, le devolvió el saludo inclinándose hacia un lado con la espada extendida.
-Por el sagrado honor del Jabalí Negro -dijo Diarmuid en voz alta entre aplausos y silbidos.
Blandió la espada moviendo la cintura y los hombros.
-Por mi señora, la reina -dijo Lancelot.
Sus palabras sembraron de forma inmediata el silencio. Paul miró con aprensión hacia la proa, pero Arturo seguía mirando el mar hacia donde debía de estar la tierra, ajeno por completo a todos. Al cabo de un momento, Paul volvió a contemplar la escena, pues las espadas se habían tocado ritualmente y comenzaban a danzar.
Nunca había visto a Diarmuid manejar la espada. Había oído contar historias de los dos hijos de Ailell, pero ésta era la primera vez que veía combatir a alguno de ellos y, viéndolo, comprendió en parte por qué los hombres de la Fortaleza del Sur seguían a su príncipe con inalterable lealtad. Se trataba de algo más que la simple imaginación y el entusiasmo que podían evocar otros momentos como aquél, lejos de aquel barco que navegaba sobre el vasto océano. El sencillo secreto de aquella personalidad tan compleja era la pasmosa habilidad de Diarmuid en todo lo que hacía. Incluso en el ejercicio de la espada, comprobaba Paul sin sorpresa alguna.
La sorpresa, aunque al pensarlo más tarde Paul se admiraría de no haberlo adivinado antes, fue que Diarmuid tuvo que poner todo su empeño, desde el primer cruce de espadas, por no perder terreno.
Pues su rival era nada menos que Lancelot du Lac, y nadie, nunca, había sido mejor que él.
Con la misma economía de movimientos y la abstracta precisión con que había combatido con su sombra, el hombre que había yacido en una cámara bajo el mar entre los muertos más poderosos de todos los mundos demostraba ahora a todos los hombres del Prydwen por qué había sido digno de tal honor.
Estaban usando espadas de verdad y se movían con celeridad sobre el balanceante barco. Para los ojos inexpertos de Paul se encerraba un peligro real en las estocadas y golpes que se intercambiaban. Al mirar más allá de los combatientes, vislumbró a Loren y luego a Kell y leyó en sus rostros idéntica preocupación. Pensó en intervenir, pues sabía que si lo hacia detendrían la pelea, pero al tiempo que se le ocurría tal pensamiento se dio cuenta por la aceleración de su propio pulso del estado de ánimo que Diarmuid había suscitado en él -mejor dicho, en todos-, un estado de animo diametralmente opuesto al silencioso vacío de hacía tan sólo quince minutos. Por eso se abstuvo de intervenir, dándose cuenta de que el príncipe sabía muy bien lo que hacia.
Y en más de un aspecto. Diarmuid, retrocediendo ante el enfurecido ataque de Lancelot, se las arregló para colocarse cerca de una soga enrollada sobre la cubierta.
Calculando la distancia con exactitud, retrocedió unos pasos, se situó tras la soga, e inclinándose ligeramente asestó contra las rodillas de Lancelot una certera y peligrosa estocada.
El golpe fue detenido con un rápido movimiento de espada. Lancelot se mantuvo firme, retrocedió un poco y con un brillo de alegría en sus oscuros ojos exclamó:
-¡Buen golpe!
Diarmuid, limpiándose el sudor de los ojos con los vuelos de la manga, sonrió con ferocidad. Luego se lanzó al ataque sin tomar precaución alguna. Lancelot perdió por un momento terreno, pero luego, de nuevo, comenzó a blandir la espada con tal rapidez de movimientos que apenas podía vérsela, recuperó el terreno perdido y obligó a Diarmuid a retroceder hacia la escotilla por la que se descendía desde cubierta.
Absorto, totalmente ajeno a todo lo demás, Paul contemplaba cómo el príncipe perdía más y más terreno. También vio algo más: mientras retrocedía sin dejar de luchar, la mirada de Diarmuid se dirigía más allá del propio Lancelot hasta donde estaba Paul, junto a la borda; mejor dicho, se dirigía todavía más allá, hacia el mar. Y en el momento en que Paul se volvía para mirar, oyó que el príncipe gritaba:
-¡Paul, mira!
Todos siguieron su mirada, incluso Lancelot. Eso le permitió a Diarmuid lanzar sin esfuerzo alguno su espada hacia adelante, aprovechándose de su astuta estratagema… y la espada que salió disparada de su mano hubiera dado en el blanco; pero Lancelot giró con una ágil pirueta para encararse con Diarmuid y se dejó caer sobre una rodilla, mientras su espada, arrastrada por el impulso de aquella pirueta, dibujaba un vertiginoso arco e iba a chocar con la de Diarmuid haciéndola caer casi fuera de la cubierta.
El combate había acabado definitivamente. Por un momento, reinó un aturdido silencio; luego Diarmuid se echó a reír a carcajadas y dando unos pasos al frente abrazó vigorosamente a Lancelot mientras los hombres de la Fortaleza del Sur rompían en vítores y reían aliviados por el singular desenlace.
-Lancelot, eres un tramposo -se oyó decir a una voz profunda en tono divertido-. Ya habías visto antes esa estratagema. No le diste ni la más mínima oportunidad.
Era la voz de Arturo Pendragon, que había avanzado hasta el centro de la cubierta.
Paul no lo había visto acercarse. Tampoco los demás. Sintiendo que el corazón se le llenaba de alegría, vio que una sonrisa se dibujaba en el rostro del Guerrero, que era correspondida por un destello en los ojos de Lancelot; y otra vez tuvo que descubrirse en silencio ante la astucia de Diarmuid.
El príncipe seguía riéndose, evocando la estratagema del combatiente.
-¿Una oportunidad? -farfulló sin aliento-. Tendría que haberlo atado para poder gozar de una oportunidad.
Lancelot sonreía de forma sosegada y autocontrolada, pero a la vez muy natural. Miró a Arturo.
-¿Todavía te acuerdas? -preguntó-. Yo casi lo había olvidado. Gawain ensayó una vez esa estratagema, ¿verdad?
-Sí -respondió Arturo con aire todavía divertido.
-Casi funcionó entonces.
-Casi -asintió Arturo-, pero no del todo. Gawain nunca pudo vencerte, aunque lo intentó durante toda su vida.
Sus palabras parecieron ensombrecer el ambiente, aunque el cielo seguía despejado y el sol de la tarde seguía brillando. Se apagaron las sonrisas de Arturo y de Lancelot. Los dos hombres se miraron uno a otro con expresión inescrutable, agobiada por el peso de sus historias. En medio del silencio que de nuevo reinaba en el Plydwen, Arturo se retiró otra vez a proa con Cavalí en sus talones.
Con el corazón encogido, Paul miró a Diarmuid, que le devolvió la mirada con una expresión desprovista de regocijo alguno. Paul decidió explicárselo todo más tarde. El príncipe, con seguridad, no conocía la historia: nadie, excepto quizás Loren, podía tener conocimiento de lo que sabia Paul.
Un conocimiento que no nacía de los cuervos del Arbol sino de las tradiciones de su propio mundo: sabia que Gawain, uno de los caballeros de la Tabla Redonda, había intentado durante toda su vida vencer a Lancelot. Habían combatido amistosamente muchísimas veces, hasta que al fin Gawain había muerto a manos de Lancelot en un combate que formaba parte de una guerra; una guerra que Arturo se había visto obligado a empezar después de que Lancelot hubiera salvado a Ginebra de morir abrasada en el incendio de Camelot.
Diarmuid también lo había intentado, pensó Paul. Había sido una loable tentativa. Pero el hado de aquellos dos hombres y de la mujer que estaba esperándolos era demasiado intrincado para que pudiera ser aliviado, aunque sólo fuera por breves instantes, con risas y alegría.
-¡Al trabajo, holgazanes! -bramó la prosaica voz de Kell, que despertó a Paul de su ensueño-. Tenemos un barco que tripular y para eso hacen falta tripulantes. ¡El viento se está levantando, Diarmuid!
Paul miró hacia el sudoeste, donde apuntaba el brazo extendido de Kell, y comprobó que la brisa soplaba de nuevo. Había comenzado a levantarse durante el duelo a espadas. Al mirar hacia allí, distinguió en el horizonte una línea oscura.
Y en aquel preciso instante sintió en su sangre la tranquilidad que era indicadora de la presencia de Mornir.
No era normal que los hermanos menores cabalgaran sobre criaturas de tan desmesurado poder. Ni era normal que Tabor hablara o mirara como la noche anterior, antes de emprender el vuelo hacia las montañas. En realidad, ella había oído a sus padres hablar de ese asunto (se las apañaba siempre para escuchar toda clase de conversaciones), y hacía tres noches había presenciado cómo su padre le encomendaba a Tabor la protección de las mujeres y de los niños.
Pero hasta la noche pasada no había visto con sus propios ojos la criatura del ayuno de Tabor y fue tan sólo entonces cuando Liane empezó a entender lo que sucedía con su hermano menor. Ella se parecía más a su madre que a su padre: no lloraba con facilidad.
Pero comprendió el peligro que entrañaban aquellos vuelos para Tabor y, además, cuando montó sobre la criatura, lo había oído hablar con extraña voz; por eso se había echado a llorar en cuanto se hubo marchado volando.
Había permanecido despierta toda la noche, sentada en el umbral de la casa que compartía con su madre y con su hermano; después, poco antes del alba, había visto una estrella fugaz hacia el oeste, cerca del río.
Poco después, Tabor regresaba al campamento y saludaba levantando la mano a la asombrada mujer que permanecía aún en vela. Al pasar a su lado, acarició a su hermana en el hombro, sin decir palabra, y se dejó caer en la cama.
Ella sabía muy bien que estaba más que simplemente rendido, pero no podía hacer nada por él. Por eso se había acostado también y había caído en una duermevela en la que soñó con Gwen Ystrar y con el hombre de cabello rubio que había venido de otro mundo para convertirse en Liadon y en la primavera.
Se levantó con la salida del sol, antes incluso que su madre, cosa harto infrecuente. Se vistió y salió afuera después de comprobar que Tabor seguía durmiendo. Aparte de los que montaban guardia junto a las puertas, todo el campamento dormía. Miró al este, hacia las colinas y las montañas, y luego al oeste, hacia el espejeante río Latham, más allá del cual se abría la Llanura. Cuando era pequeña creía que la Llanura se extendía indefinidamente; en cierto modo, todavía lo creía.
Era una hermosa mañana y, pese a las preocupaciones y a lo poco que había dormido, el corazón se le alegró un poco al oír los pájaros y oler la frescura de la brisa matutina.
Fue a ver cómo estaba Gereint.
Al entrar en la casa del chamán, se detuvo unos momentos para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Tabor y ella habían ido a verlo muchas veces durante el día para ver cómo se encontraba: era un deber y también un acto de amor. Pero el anciano chamán no se había movido para nada desde el momento en que lo habían llevado hasta allí, y su rostro expresaba tan terrible angustia que a Liane le resultaba muy duro mirarlo.
Pero lo hacia de todos modos por si podía encontrar alguna clave, alguna manera de ayudarlo. Pero, ¿cómo ayudar a alguien cuya alma estaba viajando tan lejos? No sabía cómo. Había heredado de su padre el amor por su pueblo y, de su madre, la estabilidad de carácter; además tenía una naturaleza indomable y mucho coraje. Pero nada de todo eso parecía importar en el lugar adonde se había marchado el alma de Gereint. Pese a todo, acudía regularmente a verlo, y también lo hacia Tabor: sólo para estar a su lado, para compartir su suerte, aunque fuera en tan pequeña medida.
Y allí estaba de nuevo en el umbral de la casa, esperando a habituarse a la oscuridad; y en ese momento oyó una voz que había oído toda su vida en un tono que también había oído toda su vida:
-¿Cuánto tiempo tiene que aguardar un anciano en estos días para desayunar?
Ella emitió un pequeño gritito, un hábito propio de una criatura que estaba tratando de hacerse mayor. Luego, casi sin darse cuenta, atravesó con celeridad la habitación y cayó de rodillas ante Gereint abrazándolo y llorando como hubiera hecho su padre, y quizás también su madre, en la misma situación.
-Lo sé -dijo pacientemente él, dándole golpecitos en la espalda-. Lo sé. Estás muy apenada. No volverá a suceder. Lo sé con seguridad. Pero, Liana, un abrazo matutino, por muy tierno que sea, no sirve de desayuno.
Ella reía y lloraba a la vez y trataba de aferrarse a él lo más estrechamente posible procurando no dañar sus frágiles huesos.
-Oh, Gereint -murmuró-. Estoy muy contenta de que hayas regresado. Han sucedido un montón de cosas.
-No lo dudo -dijo él con una voz muy diferente-. Ahora estáte tranquila un momento y deja que lea en tu rostro. Será más rápido que si me lo cuentas.
Ella obedeció. Lo había hecho tantas veces antes, que no le resultaba extraño. Ese poder emanaba del mismo corazón de los chamanes; nacía con la ceguera. Poco después Gereint exhaló un suspiro y se apoyó sobre la espalda, abstraído en sus pensamientos.
Luego ella le preguntó:
-¿Hiciste lo que fuiste a hacer?
Él asintió con la cabeza.
-¿Te resultó muy difícil?
Otro movimiento de cabeza. Nada más, pero ella lo conocía desde hacía mucho tiempo y era al fin y al cabo hija de su padre. Además había visto su rostro durante el viaje. Se sintió interiormente llena de orgullo. Gereint era uno de los suyos y, fuera lo que fuese lo que había hecho, con seguridad era algo grande.
Tenía otra pregunta que hacerle, pero le daba miedo plantearla.
-Te traeré algo de comer -dijo disponiéndose a levantarse.
Pero Gereint no precisaba que le plantearan preguntas.
-Liane -murmuró él-, no puedo asegurarte nada porque no soy tan poderoso para poder abarcar hasta Celidon. Pero creo que me enteraría enseguida si hubiera ocurrido allí alguna desgracia. Todos se encuentran perfectamente, criatura. Pronto tendremos noticias ciertas, pero ya puedes decirle a tu madre que todos se encuentran perfectamente.
En su rostro apuntó la alegría como la salida de otro sol. Le echó los brazos al cuello y lo besó otra vez.
Con aire gruñón, él le dijo:
-¡Esto tampoco me sirve de desayuno! Y debería advertirte que en mis buenos tiempos cualquier mujer que hubiera hecho esto, habría tenido que estar dispuesta a algo más.
Ella rió hasta perder el aliento.
-¡Oh, Gereint! Me acostaría gustosa contigo siempre que me lo pidieras.
Por una vez, él pareció confuso.