Una de las paredes llenas de estanterías estaba dedicada a los cuadernos personales de John Doe, literalmente miles de cuadernos. Cada uno de ellos tenía alrededor de doscientas cincuenta páginas, y cada una de ellas estaba repleta de texto y recortes, desde fotografías originales hasta imágenes extraídas de periódicos y revistas. Mills había desechado los cuadernos afirmando que eran paridas de un chalado cuando Somerset se los había mostrado, pero el teniente discrepaba. A él le parecían horribles y fascinantes a un tiempo. Somerset los hojeaba en busca de pistas y detalles que le ayudasen a confeccionar un retrato psicológico de John Doe. Somerset no había salido de la habitación desde que llevara a Mills a verla varias horas antes. Los escritos de Doe, sus cavilaciones, su filosofía, sus dibujos en miniatura… Todo ello acojonaba a Somerset, pero no porque fuera extraño y grotesco, sino porque, en cierto sentido, Somerset coincidía con Doe.
Doe estaba harto de la falta de humanidad que la gente se veía obligada a afrontar, y Somerset pensaba lo mismo. La única diferencia residía en que Somerset había optado por escapar, mientras que Doe se había decidido por la gran confrontación. A su manera demencial, Doe había tomado el camino más valiente, según creía Somerset. No volvía la espalda a los problemas que veía, sino que intentaba cambiar las cosas de un modo tan espectacular que nadie podía ignorar.
En el momento en que Somerset dejaba un cuaderno en la estantería y cogía otro, Mills entró en la habitación. Llevaba una caja de zapatos.
—Tengo buenas y malas noticias —anunció.
Somerset observó la caja de zapatos con aprensión, recordando la caja llena de muestras que habían encontrado en el apartamento de Victor Dworkin. Se preguntaba qué (o a quién) habría metido Doe allí dentro.
—Empiece por las buenas. No quiero oír más cosas negativas ahora mismo —dijo Somerset.
Mills levantó la tapa de la caja y le mostró el interior.
Para sorpresa de Somerset, estaba llena de dinero en efectivo, fajos sueltos de billetes gastados, en su mayoría de cien y cincuenta dólares.
—El líquido de Doe —comentó Mills—. Si ésta es su única fuente, ahora mismo debe de ir muy apurado.
—Es posible —replicó Somerset con escepticismo.
Doe planeaba las cosas meticulosamente; eso se veía en el modo que estructuraba sus asesinatos. Lo más probable era que tuviera una cuenta de reserva en alguna parte.
—Bueno, ¿cuáles son las malas noticias?
—Todavía no hemos encontrado huellas digitales. Ni una sola. O bien lleva guantes en casa o se las ha borrado con ácido.
—Hay que seguir buscando —dijo Somerset—. ¿Ha conseguido unos cuantos hombres más?
—He llamado al capitán. Ha dicho que quiere venir y echar un vistazo antes de modificar la dotación de policías.
—Esto es lo único que le hace falta ver —observó Somerset señalando las estanterías de los cuadernos—. Debe de haber unos dos mil, y tenemos que revisarlos todos.
Creo que intenta decirnos algo.
—¿Escribe algo acerca de los asesinatos?
—No directamente. Al menos que yo sepa hasta ahora.
—Bueno, ¿y qué dice?
Somerset abrió el cuaderno por una página cualquiera y empezó a leer.
—Somos marionetas enfermas, ridículas, y bailamos en un escenario pequeño y repugnante. Lo pasamos tan bien bailando, follando, sin preocupación alguna en el mundo. Sin saber que no somos nada. No somos lo que deberíamos ser. —Somerset pasó unas cuantas páginas—.
Hoy en el metro un hombre se acercó a mí para entablar conversación. Aquel hombre solitario empezó a hablar de cosas sin importancia, del tiempo y otras cosas. Intenté ser amable y agradable, pero me empezó a doler la cabeza a causa de su banalidad. Apenas me di cuenta de lo que sucedía, pero de repente le vomité encima. No le hizo gracia, pero no pude evitar reírme.
—Preferiría leer a Dante —comentó Mills.
Somerset cerró el cuaderno.
—No he encontrado ninguna fecha. Están colocados en la estantería sin orden aparente. Tan sólo son sus pensamientos plasmados en papel. Aunque tuviéramos a cincuenta hombres leyéndolos en turnos de veinticuatro horas, tardaríamos dos meses en revisarlos todos.
Mills recorrió las estanterías con la mirada y meneó la cabeza.
—La obra de su vida.
Somerset sentía la necesidad de leerlo todo personalmente. Las ideas de Doe eran repugnantes, pero al mismo tiempo le intrigaban. A Doe le molestaban algunas de las mismas cosas que molestaban a Somerset. Tal vez leer los pensamientos de Doe le ayudaría a dilucidar los suyos, a descubrir qué lugar ocupaba en esta vida. Sin embargo, no se atrevía a explicárselo a Mills. No lo comprendería. Ni siquiera Somerset estaba seguro de comprenderlo él mismo.
—¿Ha encontrado algo más? —inquirió Somerset.
—Sí.
Mills sacó un par de bolsas de pruebas de debajo de la caja de zapatos. La primera contenía una fotografía de una rubia desaliñada de pie en una esquina por la noche. Bajo el maquillaje y el atuendo de puta, lo cierto era que resultaba bastante atractiva.
—Hay fotos de ella colgadas en el baño, junto a las de las víctimas de Doe.
Somerset contempló el rostro de la mujer y suspiró.
Ocupar un lugar en la galería de Doe no era buena señal.
—¿Sabe alguien quién puede ser? Parece una profesional.
—Sea quien fuere, captó la atención de John Doe —repuso Mills meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.
—Llamemos por radio y consultemos a los de antivicio. A lo mejor ellos saben quién es. Quizá tengamos suerte y la encontremos con vida. ¿Qué más tiene?
—Esto. Estaba en la mesa de Doe, junto con un montón de facturas y papeles.
Somerset cogió la bolsa de plástico, que contenía un recibo rosado de la tienda de artículos de piel Wild Bill. En él figuraba la cantidad de quinientos dos dólares con sesenta y cuatro centavos. Alguien había escrito Confección a medida-Pagado al contado en la parte delantera del recibo.
Somerset miró el reloj. Eran más de las once. Lo más probable era que Bill Wild hubiera cerrado hasta el día siguiente.
Devolvió el recibo a Mills.
—Mañana lo comprobaremos. De momento, váyase a casa y duerma un poco.
—¿Usted también se va a casa?
Somerset asintió mientras dejaba el cuaderno donde lo había encontrado.
—Pero asegúrese de dormir con el teléfono entre las piernas, Mills. A John Doe lo han ahuyentado y, por desgracia, ahora está en la calle.
Una hora más tarde, Somerset yacía en la cama y escuchaba el tictac del metrónomo mientras contemplaba fijamente la rosa de papel que sostenía en la mano. Sería una mala noche, lo presentía. Sabía que tardaría mucho en conciliar el sueño, y estaba demasiado cansado como para concentrarse en un libro. A menos que fuera uno de los cuadernos de John Doe. No podía dejar de pensar en algunas de las cosas que había leído. Doe era muy coherente a su manera retorcida, pero Somerset no quería que fuese coherente. Quería que Doe fuera un loco de atar. Sin embargo, no lo era. Se trataba de un hombre inteligente y algunas de sus quejas estaban muy justificadas.
El zumbido de un radiocasete en la calle competía con el ritmo constante del metrónomo. El ruido lo estaba distrayendo. Se sintió tentado de salir y hacer añicos el maldito trasto. ¿Es que aquellos niñatos estúpidos no tenían la menor consideración? Pero Somerset sabía que no la tenían; por lo tanto ¿de qué le servía siquiera pensar en hacer algo? ¿Cómo se resuelve semejante problema? ¿Destrozándoles el radiocasete? O no, tal vez resultase más efectivo actuar como John Doe: destrozarlos a ellos. Por otro lado, otra opción era hacer lo que Somerset tenía planeado, es decir, escapar y dejar que aquellos animales crecieran y se multiplicaran, dejar que la ciudad se destruyera a sí misma mientras él cultivaba flores en el campo. Frotó la rosa de papel con fuerza, preguntándose si realmente era buena idea mareharse y olvidarlo todo.
El ritmo martilleante del rap se iba extendiendo por su cerebro y le impedía pensar con claridad. Pero si no puedes pensar, entonces no eres humano, y si te arrebatan la humanidad, ¿qué queda? Un largo retroceso en la cadena evolutiva, eso es lo que queda. Maldita sea —pensó mientras se frotaba las sienes, no se puede renunciar—. Hay que afrontar algunas cosas. Si algo va mal, entonces va mal.
Afróntalo. Soluciónalo.
Somerset dejó caer la rosa sobre la mesilla de noche y retiró la ropa de cama. Se dirigió al armario en busca de unos pantalones, resuelto a enseñar modales a aquellos niñatos de mierda. Se subió la cremallera de los pantalones, se puso unos zapatos y, de forma inconsciente, cogió el arma y la pistolera del escritorio y empezó a ponérselas encima de la camiseta. Se detuvo en seco cuando vio su imagen en el espejo. Empezó a respirar con dificultád mientras la frente se le cubría de sudor frío.
Pero ¿qué narices me pasa? —pensó—. ¿Qué iba a hacer? ¿Dispararles? ¡Por el amor de Dios! ¿Se estaba convirtiendo acaso en un John Doe?
En aquel momento sonó el teléfono, y Somerset dio un respingo. Se quitó la pistolera a toda prisa y descolgó el auricular a mitad del segundo timbrazo.
—¿Diga?
El metrónomo seguía sonando.
—¿William? Hola, soy Tracy.
Somerset miró el despertador. Era más de medianoche.
—Tracy, ¿sucede algo?
—No, no. Todo va bien.
—Dónde está David?
—En la ducha. Siento llamarle a estas horas.
—No importa. Estaba despierto.
Somerset se sentó en el borde de la cama.
—Necesito…, necesito hablar con alguien, William. ¿Podemos encontrarnos en alguna parte? ¿Quizá mañana por la mañana?
Somerset se cambió el auricular de oreja.
—No lo entiendo, Tracy. Parece preocupada.
—Me siento muy estúpida, pero usted es la única persona a la que conozco aquí. No tengo a nadie más.
—La ayudaré en lo que pueda, Tracy.
No sabía con seguridad adónde quería ir a parar la joven.
—Entonces, ¿puede escaparse un rato mañana? Sólo un ratito, para que podamos hablar.
—No lo sé, Tracy. Este caso nos tiene muy ocupados.
No imaginaba por qué lo habría llamado a él precisamente. ¿En qué podía él ayudarla?
—Bueno, si puede escaparse, llámeme, por favor. Por favor. David acaba de salir de la ducha. Tengo que colgar.
Buenas noches —se despidió antes de colgar.
Somerset colgó el auricular y se quedó mirando el metrónomo. Seguía sonando. Afuera, el radiocasete no cesaba de retumbar.
La llamada de Tracy lo mantuvo inquieto durante toda la noche, de modo que a la mañana siguiente la llamó y quedó con ella muy temprano en la cafetería Parthenon, a la vuelta de la esquina de la comisaría. Cuando Somerset llegó, el local estaba abarrotado de empleados de oficina que gritaban para que les sirvieran más deprisa y así llegar a tiempo al trabajo. Tracy estaba sentada en un reservado junto al ventanal, y contemplaba con aire triste el vapor que ascendía desde su taza de café. Somerset se sentó frente a ella.
—Buenos días —la saludó.
Tracy alzó la vista y parpadeó, percatándose de repente del lugar donde se hallaba.
—Ah… William. Hola —repuso con una sonrisa forzada.
Somerset llamó por señas a Dolores, la camarera malhumorada que siempre le servía. La mujer ya sabía qué servirle: café y un panecillo con mantequilla.
—¿Y bien? ¿Qué le sucede, Tracy?
—No… no sé por dónde empezar —murmuró Tracy con un suspiro.
—Bueno, empiece por lo que le ronda por la cabeza ahora mismo. Ya llegará a lo que realmente le preocupa.
Quería mostrarse positivo y comprensivo, pero estaba fingiendo. John Doe era su máxima prioridad, y quería volver a la comisaría lo antes posible. Tenía mucho que hacer.
—Usted conoce esta ciudad —dijo Tracy por fin—.
Lleva mucho tiempo aquí, y yo no.
Somerset asintió con un gesto, en un intento de mostrarse compasivo.
—Puede llegar a ser un lugar muy duro.
—No duermo muy bien desde que nos trasladamos.
No me siento segura. Ni siquiera en casa.
Somerset volvió a asentir. No sabía qué decirle. Tal vez el egoísta de su marido debería haberle consultado su opinión antes de llevarla a la ciudad.
Se produjo un silencio incómodo. Somerset miró el reloj de Tracy. Se estaba haciendo tarde. Tenía que regresar al trabajo.
La camarera llegó con el desayuno. Somerset se concentró en verter la leche y el azúcar en el café, así como en retirar la mantequilla sobrante del panecillo. Estaba esperando a que Tracy fuera al grano, pero ella seguía vacilando, buscando las palabras adecuadas.
—Me siento un poco raro aquí con usted —dijo Somerset por fin—, sin que David lo sepa.
—Lo siento; es que tenía que hablar con…
Se oyó un fuerte golpe en la ventana. Somerset levantó la mirada y vio a dos mocosos que vestían aquellos chaquetones típicos de negros y sudaderas con capucha. Uno de ellos agitaba la lengua, y el otro mantenía la suya apretada contra el vidrio. Somerset los reconoció; formaban parte de la pandilla del radiocasete que siempre se apalancaba delante de su casa. No sabía si lo habían reconocido a él, porque era a Tracy a quien miraban. Sacó la placa y la sostuvo ante la ventana. Los pillos retrocedieron y mascullaron algún insulto.
Uno de ellos le dedicó un gesto obsceno con el dedo y el otro escupió al cristal. Por fin se alejaron, riendo como hienas.
—La juventud urbana —murmuró Somerset asqueado.
Tracy intentó sonreír.
—Un ejemplo perfecto. Ahora ya entiende por qué estoy nerviosa.
—A veces hay que cerrar los ojos, Tracy. Bueno, casi siempre.
Tracy tomó un sorbo de café; le temblaba la mano.
—No sé por qué le he pedido que venga.
Somerset removió el café. Creía saber por qué Tracy lo había llamado.
—Hable con él de ello —le aconsejó—. La entenderá si le cuenta lo que siente.
—No puedo ser una carga, sobre todo ahora —explicó la joven—. Sé que acabaré por acostumbrarme a esto. Supongo que le he llamado porque quería saber qué pensaba alguien que vive aquí. El ambiente de Springfield es completamente distinto. Me falta perspectiva. —Hizo una pausa para beber un poco más de café—. No sé si David se lo ha contado, pero soy maestra de quinto curso… o al menos lo era.
—Sí, me lo dijo.