—Siéntate —dijo, señalándola como si fuera lo más normal del mundo.
La hamaca estaba muy lejos del suelo, por lo que subirme allí a pesar de los tacones se me antojaba imposible. Animada por el tequila, lo intenté: pegué un salto descomunal, aterricé en la red y esta giró como si tuviera vida propia y me despidió súbitamente hacia el suelo. Todo en un segundo. El mexicanito me recogió del piso y me levantó como a una pluma para depositarme con mucha suavidad encima de la hamaca. Estaba fuerte. Allí me dejó sentadita como una niña buena, mientras servía más tequila en dos vasos que sacó del miniarmario. Acabamos la botella enterita y entonces el rubio manito pasó a la acción. Fue absolutamente impresionante su facilidad de movimientos, su coordinación total en cada una de sus acciones. Yo estaba alucinada del control que tenía aquel tío encima de aquella red suspendida del techo. Al segundo bamboleo ya estaba dentro de mí. Cada vez se movía más de un lado a otro, y de dentro a fuera, más y más. De repente, un giro completo de 360 grados para volver a la misma posición. Qué control. Al cuarto giro, comprobada su destreza, perdí el miedo a caerme, me relajé y disfruté de aquella exhibición casi circense. Al terminar no podía casi moverme y fue él el que me vistió con gran delicadeza. Me devolvió al hotel en su
jeep
amarillo y desapareció para siempre. Al día siguiente, en el avión de regreso a Madrid, estaba deseando contarle a Esther el polvo tan singular que había echado encima de aquella hamaca en una casa de Chuncaranga. Por fin la iba a sorprender hablando de sexo. Pero antes de empezar mi relato empezó ella:
—Ayer vi que te fuiste con el mexicano bajito. ¡Qué espectáculo lo de la hamaca!, ¿verdad?
—Joder, Esther, ¿a ese también?
—Pues claro, nena. ¿Por cierto, has visto al azafato moreno? ¡Azafato, por favor!
Esas fueron las últimas palabras que escuché de Esther antes de quedarme dormida. Al despertar, casi en Madrid, mi amiga no estaba en el asiento de al lado, sino en uno de
business
. Hasta allí la había llevado un azafato moreno.
Casi todo el mundo descubre los juguetes eróticos en pareja. Después de unos meses de pasión es él el que suele proponer el utilizar algún juguetito para alegrar algunas noches que comienzan a tener ya un poco de rutina. Después de una mínima resistencia por parte de la chica, la idea avanza, y una noche el chico se presenta en casa con un consolador que comienza a formar parte de cuando en cuando de vuestra vida sexual. Es un elemento más que a veces se utiliza y a veces no. Hasta ahí todo es muy normal y, según los expertos sexólogos, una práctica muy saludable para las relaciones de pareja. Es posible que ese primer consolador tenga con el tiempo algunos compañeros de viaje que poco a poco vais adquiriendo en algunas visitas al
sex-shop
. Algún anillito, bolas chinas, estimuladores varios... Una pequeña colección de cositas que guardas en una bolsa de plástico de El Corte Inglés en un cajón de la cómoda para que nadie lo vea. Por cierto, que cuando las parejas se rompen esa bolsa con los juguetes dentro es una de las cosas más embarazosas de repartir. Así que después de «para ti estos deuvedés, para mí la tele y para ti el equipo de música», la bolsa de plástico se tira a un contenedor y santas pascuas.
Los juguetes eróticos son buenos para la pareja y aún mejor para cuando no la tienes. Sin embargo, no están exentos de riesgos. El más común es la vibrodependencia, el estar absolutamente enganchada al amigo que vive en tu mesilla de noche. La adicción a este tipo de juguetes es progresiva, pero cuando te atrapa del todo es difícil escapar de esas redes. El primer síntoma de que la adicción comienza a ser peligrosa es cuando le pones nombre. Bautizar a un compañero de látex con un nombre de persona, como por ejemplo
Pepe
, es algo que está cerca de lo patológico.
Sin embargo, se trata de una dependencia muy lógica, por otra parte. Esos juguetitos cada vez son más sofisticados, más perfectos. Sé de uno que tiene ocho tipos distintos de vibración y cuatro velocidades diferentes por cada una de las vibraciones. Ocho por cuatro: treinta y dos. ¿Conocéis a algún chico capaz de darte placer de treinta y dos maneras distintas? Además, tiene para guardarlo una bolsita de raso negra que es lo más.
Cuando decido pasar un buen rato con él, me resisto a utilizarlo a las primeras de cambio, porque es tan perfecto y tan preciso que provoca orgasmos precoces. Hay que esperar un poquito, porque desde que sale de la mesilla hasta que terminas pasan más o menos treinta segundos. Una vez me puse una película erótica para amenizar mi sesión y no llegué ni a saber el nombre del director de fotografía. Un solo DVD puede durarte meses sin llegar al final.
Así pues, son muchas las ventajas de estos aparatos, pero su dependencia puede llegar a convertirte en un ser antisocial y muy perezoso. Llega el viernes y vas a salir de fiesta con unas amigas: dos horas arreglándote para estar radiante, una hora para aparcar en el restaurante, media para que te den mesa, dos en cenar, media de atasco hasta la discoteca, media para aparcar y otra media de cola para entrar en el local. En la barra no paran de acercarse tipos de lo más variado que quieren ligar, y si hay suerte y uno encaja con tus gustos pasan por lo menos tres horas más de conversación absurda hasta que te acompaña a casa. Total, que son las seis y media de la mañana, tienes sueño y es posible que el tipo ese no dé ni una a derechas en la cama. Aquello es un desastre y tú no paras de acordarte de tu
Pepe
, que espera en la mesilla de noche siempre dispuesto, siempre turgente, siempre erguido en el interior de su bolsa de raso negra. Después de un par de experiencias así comienzas a no salir ningún fin de semana, no te apetece comprarte modelitos y hasta pasa más tiempo del aconsejable sin ir a depilarte. Cuando estos síntomas aparecen es momento de acabar con la vibrodependencia si no quieres que ella acabe contigo.
Para eso suele ayudar cuando en tu vida aparece otro Pepe, este de carne y hueso, que te hace olvidar temporalmente a tu amigo inanimado. No suele conocer ni mucho menos treinta y dos maneras distintas de hacerte vibrar, pero tiene la ventaja de ayudarte a subir las bolsas de la compra, colgarte los cuadros o arreglarte los enchufes. Algo es algo.
La primera vez sucede después de varios meses desde la primera vez. Esa es la verdadera primera vez. La primera vez no tiene mayor importancia y la verdadera primera vez te cambia la vida. Me explico. Existe una primera vez a la que definimos como la pérdida de la virginidad, es decir, la primera relación sexual con penetración, y existe la primera vez que tienes un orgasmo. Esa es la que yo creo que es la verdadera primera vez. La considerada socialmente como primera vez es para todo el mundo un desastre; no hay excepciones, que yo sepa. La cosa sucede entre los quince y los dieciocho años en la mayoría de los casos, si bien la cosa puede retrasarse hasta los veinte o veintiuno porque no encuentras nunca el momento de lanzarte. Incluso hay personas cuyas creencias les impide perder su virginidad hasta que no hayan pasado por el altar. Se trata de esas mujeres educadas en la convicción de que la virginidad es un valor que hay que proteger. Incluso la definen como «la honra» o describen el acto con frases como «hacerse mujer» o la sin igual «entregar la flor».
Para mí la virginidad es como la muela del juicio, que no sirve para nada y en cuanto empieza a molestar hay que quitarla de inmediato para no volver a recordarla nunca más. La virginidad no es algo que se tiene; es algo que se padece.
De todas formas, las que llegan vírgenes al matrimonio son muy pocas, y las mujeres solemos desprendernos del lastre en la posadolescencia, junto a otro posadolescente, y lógicamente el desastre está asegurado. El primer problema que hay que solventar es el sitio para hacerlo. A esas edades nadie tiene casa propia, así que acabas haciéndolo en la cama de los padres de él, con el crucifijo colgado en lo alto del cabecero, y lo que es peor, con la foto de boda de los que supones que algún día serán tus suegros y que lógicamente nunca llegan a serlo. Una foto en blanco y negro en la que descubres que la madre de tu chico era igual de fea de joven que ahora y que a los años no se les puede echar la culpa de todo.
Cuando decides que vas a dar ese paso te asaltan obsesiones; algunas pueden llegar a ser de lo más estrafalario, como por ejemplo mi preocupación porque llegado el momento me olieran los pies. Es algo absurdo, pero era algo que no me dejaba concentrarme. Yo allí a punto de «entregar mi flor» y lo único que me preocupaba era que me olieran los pies. Que Dios me perdone.
Todo es desastroso porque tu chico también está allí, el pobre, con la presión de hacerlo todo bien y sin tener ni idea de qué hacer. Él está nervioso, yo investigando si me huelen los pies, el crucifijo sigue allí colgado, la foto de tu suegra no te quita ojo, el miedo, las dudas... En definitiva, que aquello acaba de manera dolorida mientras cambias las sábanas manchadas de la cama de tu suegra entre un sentimiento de frustración, desesperanza y culpabilidad. Así es la primera vez.
A la semana se repite en casa de alguna amiga de la que se han ido sus padres, luego otra vez en un coche, luego otra ya en tu propia casa y poco a poco aquello empieza cada vez a ser menos frustrante, más esperanzador, con más gustito, mucho mejor. Hasta que por fin llega la verdadera primera vez. Esa sí que es importante, esa sí que es una revelación, el inicio del camino: el primer orgasmo.
Todo comienza como las veces anteriores, pero no se sabe bien por qué empiezas a sentir algo distinto. De repente encuentras una posición, un punto concreto, un movimiento, un roce que no quieres que acabe, que buscas, que te gusta, que te da calor, que te hace mover para buscarlo. Y lo encuentras. Se parece a aquello que sentías de niña cuando te rozabas con la almohada sin saber muy bien qué estaba pasando. Ahora sí sabes lo que está pasando y lo provocas siendo dueña de tu cuerpo para que no se acabe esa sensación cada vez más fuerte que te descoloca, que te domina, que no puedes controlar. Hay un momento en el que no hay vuelta atrás, el placer es cada vez mayor, el protagonista de todo. El movimiento se hace más rápido, más profundo, más intenso. Por fin te está pasando a ti, lo vas a tener, vibras, estás húmeda, gritas, sudas por fuera, ardes por dentro, quieres más, cada vez más y más. ¡Diooooos! Te desplomas, te vacías, tiemblas. Eres feliz.
Esto era de lo que hablaba la gente, era lo que salía en las películas. Era cierto. Esta sí es de verdad la primera vez.
Luego vienen más primeras veces; por ejemplo, cuando en vez de uno tienes dos orgasmos seguidos, esa vez también es muy reveladora. Luego está la primera vez que tienes un orgasmo con otro chico que no es el primero, después la primera vez que tienes tres orgasmos. Más tarde llega la primera vez que tienes un orgasmo por otro lugar que no fue el primero, y luego llega la primera vez que tienes orgasmos múltiples. La vida, en definitiva, siempre está llena de primeras veces. A mí me esperan todavía un montón de primeras veces. Eso espero.
Una relación lésbica, un trío con dos hombres, un trío con un hombre y una mujer, y una cama redonda con al menos dos parejas. Según mi amiga Esther, esas cuatro experiencias sexuales son las básicas que una mujer debe experimentar al menos una vez a lo largo de su vida. Es lo que ella llama el póquer del sexo, lo mínimo que debes llevarte al otro barrio si quieres contar por allí que este mundo ha sido divertido. Son cuatro fantasías sexuales muy comunes en la mayoría de las chicas, pero no siempre se tiene la oportunidad de hacerlas realidad y a lo mejor ni tan siquiera las ganas. Mi amiga Esther, al contrario que los sexólogos, considera que las fantasías sexuales siempre hay que intentar hacerlas realidad. Los expertos dicen que lo que puede ser muy estimulante en la imaginación luego no tiene por qué serlo en la vida real. Esther, por el contrario, es de la opinión de que si algo te apetece, lo pruebas, y si te gusta, repites, y si no, no vuelves a hacerlo. A ella le pasó con su fantasía de acostarse con un torero con su traje de luces y ese bulto que tanto la excitaba. Lo logró en una feria de San Isidro, y aquello, sin embargo, resultó que no era para tanto, ni el bulto, ni su propietario. Aquel tipo era un torero de mucho éxito en la plaza y con fama de mujeriego, pero a la hora de la verdad no fue capaz de rematar la faena. El que la remató fue un picador de la cuadrilla, más rústico y mucho menos famoso que el matador, pero vigoroso como la puya con la que trabajaba. Total, que a Esther ahora lo que le gusta de verdad es la suerte de varas. Qué buena aficionada.
Yo no sé si todas las fantasías hay que ponerlas en práctica, pero sí creo que no es bueno negar que existen y lo mejor es hacerles caso, saber que están ahí. Yo, del póquer de relaciones que según mi amiga una mujer debe mantener, espero completarlas todas según me lo vaya pidiendo el cuerpo. No creo que sean cosas que se deban premeditar en exceso, pero cuando se llega al río hay que cruzar el puente.
Una noche, en Ibiza, estaba cenando con Juan, un chico con el que me había ido a pasar cinco días del puente de mayo. Era un medio ligue muy divertido que había conocido en la Semana Santa de ese año y con el que me había visto cinco o seis veces. Era poco tiempo para aventurarme a pasar esos días enteros en una habitación de hotel con ese semidesconocido, pero como era un tipo con el que me reía mucho y tenía muy buen rollo en la cama, pues allá que me fui a la isla a darme una alegría al cuerpo. Me apetecía mucho tirarme todo el día tomando el sol, así que para las noches era mejor llevar un plan seguro y no ir a la aventura, que luego acabas siempre con el que no debes. Juan en ese sentido era una apuesta muy segura.
Desde que aterrizamos me di cuenta de que el plan no iba a ser el deseado. Llovía a cántaros y el taxista isleño se encargó de recordarnos que el hombre del tiempo había dicho que por lo menos iba a estar una semana sin parar. Desde la habitación del hotel veíamos cómo llovía sin cesar sobre la playa desierta con sus tumbonas apiladas al lado de las sombrillas plegadas atadas con cadenas y candados. Un panorama desolador. Como durante el día no podíamos bajar a la playa, hacíamos lo que estaba previsto hacer por la noche, y por la noche, pues también lo hacíamos. Estuvimos enganchados tres días enteros con sus correspondientes noches, y aunque Juan era muy bueno y yo estaba inspirada, al terminar el tercer día estábamos un poco saturados de sexo.