Siempre el mismo día (20 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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–Perdona, ¿profes de qué?

–De
carpe diem
.


¿Carpe…?

–¡Sí, hombre, aprovecha el día!

–¿Quiere decir eso? ¡Yo creía que era aprovecha la carpeta!

Emma soltó un educado hipido de risa, que Ian se tomó como un pistoletazo de salida.

–¡Ahí fue donde me equivoqué! Si llego a saberlo, ¡qué diferente habría sido el cole! ¡Uau! Tantos años llenando de papeles…

Ya estaba bien.

–No lo hagas, Ian –dijo ella bruscamente.

–¿El qué?

–Ponerte a actuar. No hace falta, ¿sabes? –Ian puso cara de ofendido. Arrepentida de su tono, Emma se inclinó para cogerle la mano por encima de la mesa–. Sólo lo digo porque no hace falta que estés todo el rato observando, o haciendo comentarios ingeniosos, o contando chistes. Esto no es una improvisación, Ian; sólo es… pues eso, hablar y escuchar.

–Perdona, es que…

–No, si no eres sólo tú; sois todos los hombres, que os pasáis el día haciendo el numerito. Anda que… ¡No sé lo que daría por alguien que sólo hablase y escuchase! –Era consciente de estar hablando demasiado, pero la arrastraba su propio ímpetu–. Es que no entiendo qué falta hace. Esto no es ninguna prueba.

–Bueno, un poco sí, ¿no?

–Para mí no. No tiene por qué serlo.

–Perdona.

–Y no te disculpes todo el rato.

–Ah. Vale.

Ian se quedó un momento callado. Ahora la que tenía ganas de disculparse era Emma. Hacía mal en decir lo que pensaba. Nunca servía de nada decir lo que se piensa. Justo cuando iba a disculparse, Ian suspiró y se apoyó la mejilla en el puño.

–Yo creo que es porque cuando vas al cole, y no eres especialmente listo, guapo, simpático o lo que sea, si un día dices algo y se ríen… pues te aferras a eso, ¿no? Piensas: corro raro, tengo la cara grande y de tonto, los muslos gordos, y no le gusto a nadie, pero al menos puedo hacer reír a la gente. Y es una sensación tan agradable, hacer reír a alguien, que luego igual se crea un poco de dependencia. Parece que si no haces gracia ya no eres… nada. –Estaba mirando la mesa. Mientras formaba una pequeña pirámide de migas con las puntas de los dedos, dijo–: De hecho, pensaba que quizá lo supieras por experiencia.

Emma se puso una mano en el pecho.

–¿Yo?

–Lo de actuar.

–Yo no actúo.

–Lo de los peces de las ferias ya lo habías dicho antes.

–No, lo… ¿y qué?

–Pues que creo que nos parecemos. En algunos casos.

La primera reacción de Emma fue ofenderse. Mentira, tuvo ganas de decir; qué idea tan absurda; pero Ian le estaba sonriendo tan… ¿qué palabra era? Cariñosamente… Por otro lado, quizá hubiera estado un poco dura. Prefirió encogerse de hombros.

–Aunque no me lo creo.

–¿El qué?

–Que no le gustaras a nadie.

Ian puso una voz cómica, nasal.

–Las pruebas documentales parecen indicar lo contrario.

–Yo estoy aquí, ¿no? –Silencio. Decididamente, Emma había bebido demasiado. Ahora era ella la que jugaba con las migas de la mesa–. Por cierto, estaba pensando que en los últimos tiempos has mejorado mucho de imagen.

Ian se cogió la barriga con las manos.

–Es que hago deporte.

Emma se rio, con naturalidad. Después le miró y llegó a la conclusión de que en el fondo no estaba mal de cara; no era una carita de niñato guapo, sino de hombre como Dios manda. Ya sabía que después de pagar la cuenta Ian intentaría darle un beso, y ella, esta vez, se dejaría.

–Nos tendríamos que ir –dijo.

–Voy a pedir la cuenta. –Ian le hizo al camarero la señal de firmar–. Es curiosa esta mímica que hace todo el mundo, ¿no? Me gustaría saber a quién se le ocurrió.

–Ian…

–¿Qué? Perdona. Perdona.

Cumpliendo su promesa, dividieron la cuenta a partes iguales. A la salida, Ian abrió la puerta y le dio una patada a la vez, para parecer que se había dado un golpe en la cara.

–Un poco de humor físico.

Fuera se había formado una densa cortina de nubes negras y moradas. El viento cálido tenía el regusto férreo que anuncia las tormentas. Cruzando la plaza hacia el norte, a Emma no le molestó el mareo, ni el sabor a brandy, sino todo lo contrario. Siempre había odiado Covent Garden, con sus grupos de peruanos con flautas de pan, sus malabaristas y su diversión forzada, pero aquella noche le pareció bien, del mismo modo que le pareció bien, y natural, ir del brazo de aquel hombre siempre tan amable e interesado por ella, aunque llevase la chaqueta al hombro, cogida por la tira del cuello. Al mirar hacia arriba, le vio ceñudo.

–¿Qué te pasa? –preguntó, apretándole el brazo con el suyo.

–No, nada, es que tengo la impresión de haberlo estropeado un poco, la verdad. Poniéndome nervioso, esforzándome demasiado, haciendo comentarios tontos… ¿Sabes lo peor de ser humorista de monólogos?

–¿La ropa?

–Que la gente siempre espera que estés actuando. Está todo el rato buscando ri…

Para cambiar de tema, entre otras cosas, Emma le puso las manos en los hombros y le usó como apoyo para ponerse de puntillas y darle un beso. Tenía la boca húmeda, pero caliente.

–Mora y vainilla –murmuró con los labios en los de Ian, aunque en realidad supiera a parmesano y alcohol.

Le dio igual. Él se rio en mitad del beso. Emma apoyó los talones en el suelo y le miró, cogiéndole la cara. Parecía a punto de llorar de gratitud. Estuvo contenta de haberlo hecho.

–Emma Morley, ¿te puedo decir…? –Ian la miró con gran solemnidad–. Creo que eres la bomba.

–Tú siempre tan zalamero –dijo ella–. ¿Vamos a tu casa? Antes de que empiece a llover.

Adivina quién soy. Las diez y media. ¿Dónde estás a estas horas, so pendona? Bueno, nada. Llámame a la hora que sea, que yo de aquí no me muevo. Adiós. Adiós
.

La única luz del estudio de Ian, situado en Cally Road, a la altura de la calle, eran las farolas de sodio, y de vez en cuando el foco de los autobuses de dos pisos que pasaban. Varias veces por minuto vibraba toda la habitación, sacudida por alguna, o varias, de las líneas Piccadilly, Victoria y Northern, y de las de autobuses 30, 10, 46, 214 y 390. En términos de transporte público, probablemente fuera el mejor piso de Londres, pero sólo en esos términos. Emma notaba el temblor en la espalda, acostada en el sofá-cama, con las mallas bajadas por las piernas.

–Éste ¿cuál era?

Ian escuchó el temblor.

–Piccadilly, hacia el este.

–¿Cómo lo aguantas, Ian?

–Te acostumbras. Además, tengo esto… –Señaló el alféizar, donde había dos gusanos gordos de cera gris–. Tapones de cera moldeables para las orejas.

–Ah, qué bonito.

–Lo que pasa es que el otro día me olvidé de quitármelos, y creía que tenía un tumor cerebral. Se puso todo un poco
Hijos de un Dios menor
, no sé si me entiendes.

Emma se rio, antes de gemir por la expulsión de otra burbuja de náuseas. Ian le cogió la mano.

–¿Te encuentras mejor?

–Perfecto, mientras no cierre los ojos.

Emma se giró a mirar a Ian, y al apartar los pliegues del edredón para verle la cara le dio cierto reparo observar que el edredón carecía de funda, y tenía color de sopa de champiñones. La habitación olía a tienda benéfica, el olor de los hombres que viven solos.

–Creo que es culpa del segundo brandy.

Ian sonrió. En ese momento, sin embargo, barrió la habitación la luz blanca de un autobús, y Emma vio su cara de preocupación.

–¿Estás enfadado?

–Claro que no. Es que… darle un beso a una chica, y que se aparte porque tiene náuseas…

–Ya te he dicho que sólo es por haber bebido. Me lo estoy pasando genial, de verdad. Sólo necesito recuperar el aliento. Ven aquí…

Se sentó para besarle, pero su mejor sostén se le había subido, clavándole el refuerzo metálico en las axilas.

–¡Ay, ay, ay!

Lo puso en su sitio. Luego se echó hacia delante, con la cabeza entre las rodillas. Ian le estaba frotando la espalda, como una enfermera. Emma se avergonzó de haberlo estropeado todo.

–Creo que es mejor que vaya tirando.

–Ah… Bueno, si es lo que quieres…

Escucharon el ruido de neumáticos en la calle mojada, mientras registraba la habitación otra luz blanca.

–¿Y éste?

–El 30.

Emma se subió las mallas, se levantó y se giró la falda, sin mucho equilibrio.

–¡Me lo he pasado muy bien!

–Yo también…

–Lo que pasa es que he bebido demasiado…

–Yo también…

–Me voy a casa, a que se me pase…

–Lo entiendo. Aunque es una pena.

Miró su reloj. Las 23.52 horas. Bajo sus pies retumbó un tren, recordándole que estaba en el centro exacto de un nudo de transportes muy considerable. Cinco minutos a pie hasta King’s Cross, la Piccadilly hacia el oeste, y a las doce y media en casa, como muy tarde. En el cristal de la ventana llovía, pero no mucho.

Se imaginó la segunda caminata, el silencio del piso vacío al intentar meter la llave, y la ropa mojada pegándose a la espalda. Se imaginó sola en la cama, con el techo dando vueltas y la Tahití corcoveando, entre náuseas y arrepentimientos. ¿Tan malo era quedarse, con un poco de calor, cariño e intimidad, para variar? ¿Tantas ganas tenía de ser de esas chicas que a veces veía en el metro, resacosas, pálidas, nerviosas, vestidas para la fiesta de la noche anterior? Las ventanas recibieron una ráfaga de lluvia, algo más fuerte que antes.

–¿Quieres que te acompañe a la estación? –dijo Ian, metiéndose la camiseta–. O…

–¿Qué?

–También puedes quedarte aquí a dormir, para que se te pase. Los dos acurrucados, y ya está…

–Acurrucados.

–Sí, acurrucados, abrazados. O ni siquiera eso. Si quieres nos pasamos toda la noche tiesos de vergüenza.

Emma sonrió. Él también, esperanzado.

–Solución para las lentillas –dijo ella–. No tengo.

–Yo sí.

–No sabía que llevaras lentillas.

–Pues ya ves, algo más que tenemos en común. –Ian sonrió. Ella también–. Si tienes suerte, hasta es posible que me sobren unos tapones de cera para las orejas.

–Pero qué labia tienes, Ian Whitehead.

Cógelo, cógelo, cógelo. Casi es medianoche. Cuando den las doce me convertiré en… ¿en qué? No sé…, probablemente en un idiota. Pero bueno, si oyes este

–¿Hola? ¿Hola?

–¡Estás ahí!

–Hola, Dexter
.

–No te he despertado, ¿no?

–Acabo de entrar. ¿Estás bien, Dexter?

–Sí, sí, perfecto
.

–Es que suenas a hecho polvo
.

–No, qué va, si estoy de fiesta. Yo solo. Una fiestecita privada
.

–Pues baja la música, ¿vale?

–Mira, es que estaba pensando… espera, que bajo la música… que si quieres venir. Hay champán, música, y puede que hasta droga. ¿Hola? ¿Hola? ¿Me oyes?

–Creía que habíamos decidido que no era buena idea
.

–¿Ah, no? Pues a mí me parece una idea genial
.

–No puedes llamar después de tanto tiempo y esperar que te

–¡Venga, Naomi, por favor! Te necesito
.

–¡No!

–En media hora puedes estar aquí
.

–¡No! Llueve a cántaros
.

–No quería decir caminando. Coge un taxi, que ya lo pago yo
.

–¡Te he dicho que no!

–Es que necesito ver a alguien, Naomi, de verdad
.

–¡Pues llama a Emma!

–Emma no está en casa. Y no me refiero a ese tipo de compañía. Ya me entiendes. La cuestión es que esta noche, como no toque a otro ser humano, creo que me moriré. En serio
.



–Sé que me escuchas. Te oigo respirar
.

–Vale
.

–¿Vale?

–Llego en media hora. Para de beber. Espérame
.

–¿Naomi? ¿Te das cuenta, Naomi?

–¿De qué?

–¿Te das cuenta de que me estás salvando la vida?

Capítulo 8

Espectáculo

VIERNES 15 DE JULIO DE 1994

Leytonstone e Isle of Dogs

Emma Morley come bien, y sólo bebe con moderación. Duerme sus buenas ocho horas, y se despierta ella sola sin problemas, justo antes de las seis y media. Entonces se bebe un gran vaso de agua: los primeros 250 ml de su litro y medio diario, servidos del juego de vaso y jarra que recibe un haz de luz matutina al lado de su cama doble

Suena el radiodespertador. Emma se da el lujo de quedarse en la cama, escuchando los titulares. Ha muerto el líder laborista John Smith. Informan de su funeral en la abadía de Westminster; respetuosos homenajes sin distinción de partidos, «el mejor primer ministro que hemos tenido», conjeturas discretas sobre quién le sustituirá… Emma toma nota mentalmente una vez más de estudiar la posibilidad de afiliarse al Partido Laborista, ahora que ya hace tiempo que no es de la Campaña por el Desarme Nuclear.

La expulsa de la cama otra dosis de las interminables noticias sobre el Mundial. Se pone sus gafas de siempre, las de montura gruesa, y se encajona en el minúsculo pasillo que forman el lado de la cama y las paredes. Va al lavabo, diminuto, y abre la puerta.

–¡Un momento!

Vuelve a cerrarla, pero no lo suficientemente rápido como para no ver a Ian Whitehead inclinado hacia el váter.

–¿Por qué no cierras con pestillo, Ian? –le grita Emma a la puerta.

–¡Perdona!

Emma se gira, va descalza a la cama y se tumba a escuchar de mal humor la previsión del tiempo, con el ruido de fondo de la cadena del váter: dos veces seguidas, y luego una especie de bocina, que es Ian sonándose. Otra vez la cadena. Finalmente aparece él en la puerta, con la cara roja, martirizado. No lleva ropa interior, sólo una camiseta negra que no le llega a las caderas. Es un look que no le sienta bien a ningún hombre del mundo. Aun así, Emma hace un esfuerzo consciente por no apartar la mirada de la cara de Ian, que expulsa lentamente el aire por la boca.

–Vaya. Menuda experiencia.

–¿Qué, no te encuentras mejor?

Emma se quita las gafas, por si acaso.

–La verdad es que no –dice él, haciendo pucheros y frotándose la barriga–. Ahora me duele la tripa.

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