¡Cuidado, Judith! Quizá él la estuviera engañando, quizá engañaba a todas las mujeres, quizá cada dos meses amaba a alguien como a ella, quizá se dedicara a amar «más que a nada» de manera profesional… No, Hannes no. Hannes era auténtico. No era un actor. No era un fantasma. Y precisamente ésa era la diferencia con todo lo que a ella le había ocurrido hasta entonces. En su forma de amar había algo definitivo, una loca pretensión de eternidad. Era tan serio en su entrega, tan leal en sus gestos, tan auténtico en sus manifestaciones, tan concentrado en ella… Y a Judith eso le resultaba terriblemente… atractivo. ¿Atractivo? No sabía si «atractivo» era la palabra exacta. Pero le resultaba algo por el estilo. Le resultaba…, le resultaba…, le resultaba…
Estaba sorprendida de sí misma. ¿Alguna vez había querido que la llevaran en palmas? (Sólo su padre.) ¿Quería que alguien la convirtiera en el centro de su universo? (Ni siquiera su padre.) ¿Quería ser la elegida? (No, en realidad siempre había querido elegir por sí misma). Sí, exacto, ése era el problema. Hannes no le dejaba elección. Elegía él. Siempre le llevaba tres pasos de ventaja. Es decir: ella no llegaba a dar ningún paso concreto. Iba tropezando por detrás de los acontecimientos. Él la llevaba a rastras a sus excursiones de alpinismo emocional.
Había algo que le daba un poco de miedo: en el rumbo que él marcaba, no podrían seguir mucho más. El camino era demasiado empinado para ella. Ya no podía aguantar su ritmo. Se estaba quedando sin aliento. Tenía que frenar. Necesitaba hacer una pausa.
Hacía tres semanas que lo veía todos los días. TODOS LOS DÍAS. Cada dos horas venía a verla a la tienda para tomar un café, y si no había café, pues a buscar una bombilla. Cuando ella tenía clientes, esperaba con santa paciencia a que se desocupase. Ya se sabía al dedillo sus catálogos de lámparas y, por supuesto, los nombres de los cien «discos más guays» de su aprendiza. Por la noche iban a cenar o al cine, o al teatro, o a un concierto: todo daba igual. Él podría haber visitado montañas de basura, campos de maniobras y cementerios de coches. La única condición: ir con ella.
Y, claro está, por las noches él dormía en su casa. Es decir: ella dormía y Hannes la miraba dormir. Judith nunca había abierto los ojos sin que los de él estuvieran fijos en ella. De niña había esperado en vano que el ángel de la guarda viniese junto a su almohada a velar todos sus sueños. Pues bien, a los treinta y pico, la edad en que ya se han perdido las ilusiones, de repente tenía a su lado a Hannes Bergtaler.
¿Sexo? Pues claro, naturalmente, no tan a menudo como él quería, pero sí tres veces más que suficiente. Para ella era… Vale, de acuerdo, estaba muy bien. Pero lo que tenía de especial era lo bueno que era para él. Él lo disfrutaba muchísimo. Y ella disfrutaba con el placer de él, el placer que ella le daba.
¿Eso estaba mal? ¿Era una narcisista? ¿Había usado a Bergtaler para volver a sentirse hermosa y deseable? ¿Lo había necesitado para volver a valorarse lo bastante a sí misma? ¿Cómo de poco se habría valorado antes? ¿Cómo de mal había estado sin notarlo? ¿Cómo de bien estaba ahora? ¿Cómo de bien seguirían las cosas? ¿Y cómo seguirían?
No más respuestas. Las pizarras amarillentas se oscurecieron bajo sus párpados. Judith abrió los ojos. ¡Ah!, era sólo una nubecilla inofensiva.
El viernes anterior a Pentecostés, Judith visitó por primera vez el piso de Hannes en la Nisslgasse. Él había ido varias horas antes que ella para «arreglar la casa», como él decía (aunque a ella le costaba imaginar que algo en su vida pudiera estar desarreglado, y mucho menos su casa).
En la entrada, él se comportó de un modo extraño, abrió la puerta con titubeos, como si temiera ser invadido por visitas desagradables. Cuando Judith entró, cerró con llave y corrió el cerrojo.
—¿Pasa algo? —preguntó ella.
—Que te quiero —respondió él.
—¿Y qué más? Pareces muy tenso.
—Tú, en mi piso: si eso no me pone tenso, entonces ¿qué?
Al ver la decoración, ella se dio cuenta de lo poco que sabía de él y de lo claro que estaba todo. Cada objeto —algunos de ellos, oscuros muebles antiguos de considerable valor— tenía su sitio y parecía inamovible. Desde el sofá de abuelo se podía disfrutar de una maravillosa vista de una tabla de planchar gigantesca, colocada en el centro de la habitación e iluminada por una lámpara de bajo consumo decorada con unos horribles cubos de vidrio color café con leche. La cocina era pequeña y estaba clínicamente limpia como en un folleto publicitario. La vajilla se escondía en las vitrinas, de puro miedo a ser usada. De todos modos, Judith sólo quiso un vaso de agua.
La única habitación con vida, que parecía habitada, era el despacho. Sólo allí se podía pensar que el inquilino era un arquitecto y no un administrador de herencias jubilado. Había planos por todas partes, en las paredes, en el escritorio y en el suelo de parqué. Olía a lápiz, goma de borrar y trabajo minucioso.
La puerta de la habitación estaba cerrada y no había inconveniente en que siguiera así. De todas maneras, Hannes la entreabrió sólo un poco, como si no hubiese que molestar el sueño milenario de las dos camas individuales, con colchas a cuadros, flanqueadas por mesillas vacías. Del techo colgaba una luna llena blanca. Judith sabía que las lámparas esféricas siempre venden su luz por debajo de su valor.
—Bonito —decía ella con intervalos de treinta segundos—. No es del todo mi estilo, pero es muy bonito —intercaló un par de veces.
Hannes la llevó de la mano durante todo el recorrido, como si estuvieran atravesando una zona inaccesible o incluso un campo minado.
—¿Han entrado y salido muchas mujeres de aquí? —preguntó Judith.
—No lo sé, en todo caso los inquilinos anteriores eran médicos, una pareja de dentistas —contestó Hannes.
Él dominaba el arte de malinterpretar las preguntas imposibles de malinterpretar.
Al final de la visita guiada se quedaron un rato de pie, junto a la tabla de planchar, sin saber cómo seguiría el programa. Enseguida él lanzó la ya inequívoca mirada de Hannes, con sus muchas arruguillas solares, la abrazó y la besó. Dieron unos pasos tambaleándose hacia el sofá. Antes de que se dejaran caer, Judith tomó la palabra soltándose del abrazo.
—Oye, cariño —le susurró a Hannes al oído—, ¿vamos a mi casa?
—¿Y qué hacemos el fin de semana? —preguntó Hannes.
Ya había pasado una hora del sábado. En la habitación de Judith, las luces (de la divertida araña de latón de una diseñadora de Praga) estaban apagadas. Ella aún estaba despierta en su cama, con la cabeza apoyada en el vientre de él, sintiendo el placentero contacto de sus dedos fuertes masajeándole el cuero cabelludo.
Dejó escapar un suspiro hondo y lo más angustiado posible, y dijo:
—Por desgracia tengo que ir al campo, a casa de mi hermano Ali. Una cita obligada. Gran reunión familiar. Hedi cumple años. Va a ser duro, créeme. Ella está al final de su embarazo. Y mi madre irá también, desde luego. Ya sabes, te lo he dicho: Hedi y mi madre no se llevan bien. Va a ser agotador, créeme. Muy agotador.
Y volvió a suspirar con aire trágico.
—Juntos lo lograremos —proclamó desde lo alto Hannes, que se había incorporado en la cama.
Judith: —¡No, ni hablar, Hannes!
Ella se asustó de su propio tono y lo suavizó de inmediato.
—Oye, oye, cariño, debo hacerlo sola. Va a ser terriblemente agotador. No puedo pedirte eso. Tú no conoces a mi familia —añadió, pasándole las uñas por la mano con ternura.
Hannes: —Los conoceré y me caerán bien.
Judith: —Sí, pero no todos juntos, es demasiado de una vez, créeme. Mi hermano puede llegar a ser muy complicado. Y también viene una pareja amiga con dos niños. Será bastante reducido, el espacio quiero decir. Tú no, Hannes, eres muy amable, pero esta vez tendré que hacer de tripas corazón e ir yo sola.
Ahora estaban sentados en la cama, uno al lado del otro, Judith con los brazos cruzados.
Hannes: —No, amor, de eso nada, no voy a dejarte en la estacada. Por supuesto que iré contigo. Ya verás cómo juntos lo arreglaremos.
Para Judith no había nada que arreglar. Encendió la luz, él debió de notar la firmeza en su mirada.
—No puede ser, Hannes. Esta vez no, de verdad. No hay cama para ti. Nos veremos el domingo por la noche y te lo contaré todo. ¿De acuerdo?
Ella le acarició la mejilla. Él guardó silencio y puso una cara que Judith aún no le conocía. Parecía apretar los dientes con los labios fruncidos, pues se le marcaron los pómulos. Alrededor de los ojos estaban las arruguillas, pero sin la risa ya no eran rayos de sol, sino surcos sombríos. Al final se puso de costado y hundió la cabeza en la almohada.
—Buenas noches, amor —murmuró tras una larga pausa—. Consultémoslo con la almohada.
Por la mañana temprano, cuando Judith apenas había dormido, olía a café, sonaba música clásica en la radio, y Hannes, que ya estaba a medio vestir, se inclinó sobre ella, la despertó con un beso y la miró con ojos radiantes.
—Ha llamado tu mamá —dijo.
Judith: —¿Por qué?
Lo que ella quería decir era por qué él lo sabía, por qué había cogido el teléfono, por qué no la había despertado.
Hannes: —Ha llamado tu mamá y ha preguntado cuándo íbamos a recogerla.
Judith: —¿Íbamos?
Aquello fue un grito. Judith estaba totalmente despierta y furiosa.
Hannes: —Le he dicho que probablemente yo no iría.
Judith: —Ya.
Hannes: —Qué pena, ojalá lo reconsidere, ha dicho ella. Le habría gustado conocerme. Mi hija me ha hablado mucho de usted, ha dicho.
Judith: —¿Y?
(Ella no le había contado casi nada de Hannes a su madre, una vez más su madre confundía a todos los hombres).
Hannes: —Si no quieres que vaya, no voy, desde luego. No quiero importunar, de verdad que no quiero. Tal vez realmente sea demasiado pronto para conocernos.
Judith: —Sí.
Ella respiró hondo y le acarició el cuello.
Hannes: —Pero me gustaría mucho ir contigo. Tu mamá me cae bien. Es simpática por teléfono. Tiene la misma voz que tú. Me gustaría muchísimo acompañarte. Será un bonito fin de semana, ya verás, amor. Me gusta tu familia. Me gusta todo lo que tiene que ver contigo.
Judith: —Sí, lo sé.
Hannes: —Vamos a pasar un maravilloso fin de semana, te lo prometo. Puedo dormir en el suelo, no me importa, tengo un saco de dormir grueso. Me encanta estar contigo, amor. Te quiero. Me gustaría mucho acompañarte. ¿Puedo ir contigo?
Judith rio. Él la miraba con los ojos de un San Bernardo bien adiestrado que acababa de descubrir en sus pupilas un bistec. Ella le tocó la punta de la nariz con el dedo índice y lo besó en la frente.
—Pero después no digas que no te lo advertí —dijo.
Él se marchó después de desayunar. Tenía que hacer compras. Judith recuperó la noche en vela. Por la tarde, cuando empezó a llover, fueron juntos a recoger a mamá (en el Citroën blanco de ella).
—Subo a su casa un momento, tú quédate en el coche si quieres —dijo Judith.
Él la acompañó. En la mano derecha llevaba un gran paraguas violeta, en la izquierda, un ramo de peonías que le entregó a la madre en la puerta del piso con una reverencia teatral. A ella enseguida le cayó bien, pues iba vestido más o menos a la moda de su juventud. Abrazó a su hija con más efusión que de costumbre. En parte, dándole la enhorabuena por haber encontrado al fin un hombre que encajase con ella (con mamá).
—¿Y a qué se dedica usted? —preguntó mamá durante el viaje.
Hannes: —Soy arquitecto, señora.
Mamá: —¡Ah, arquitecto!
Hannes: —Mi pequeño despacho está especializado en reformas y reconstrucción de farmacias.
Mamá: —¡Ah, farmacias! ¡Estupendo!
—Quizá te construya una para ti, mamá —comentó Judith en tono mordaz.
Al cabo de dos horas y media llegaron a la antigua finca precariamente renovada, en la solitaria región de Mühlviertel, en Alta Austria. Hedi tenía allí una pequeña granja ecológica. Ali trabajaba como fotógrafo paisajista, pero de manera más bien esporádica, sólo cuando el paisaje se lo suplicaba con toda el alma. Para ellos, las cosas materiales no eran muy importantes, hasta podían prescindir de los cepillos para el pelo y los cortabarbas.
—Yo soy Hannes —dijo Bergtaler, con su crónica euforia saludadora, y le tendió la mano a Ali con excesiva efusividad.
El hermano de Judith retrocedió de forma instintiva.
—Hannes es mi novio —aclaró ella, como justificación de sí misma, de él y de la situación.
Ali se quedó mirándolo como si fuera una de las maravillas del mundo.
—Es arquitecto —añadió mamá, posando alternativamente sus ojos en Ali y en Hedi, con las cejas levantadas.
Hannes les entregó a ambos una caja con tres botellas de vino biológico del sur de Burgenland.
—En mi opinión, el mejor de la zona —dijo.
Ali detestaba el vino. A Judith nada le habría gustado más que marcharse enseguida. Probablemente nadie lo habría advertido.
La velada transcurrió en torno a la tosca mesa, bajo una pantalla seudorrústica cubierta de polvo…, a cámara lenta. Judith se dedicó más que nada a jugar con la cera de las velas del candelero plateado que tenía delante. Formaba bonitas bolas con la cera que se derretía y volvía a solidificarse, las apretaba con el pulgar sobre la mesa, despegaba las plaquitas con el cuchillo y volvía a formar bolas con ellas.
Casi sin interrupción, Hannes mantenía una mano sobre la rodilla de ella, cada vez más caliente. La otra la empleaba para hacer gestos de apoyo, mientras disertaba ante la familia sobre arquitectura, el amor (a Judith) y el mundo. Él era, con mucho, la persona más locuaz y activa de aquella tertulia.
Sólo hubo alguna que otra riña aislada. Hedi pretendía tener un parto en casa con una comadrona checa, mamá abogaba enérgicamente por el Hospital General de Viena, que estaba un poco mejor equipado, sobre todo en lo que respecta a la higiene, dijo mientras fulminaba a Hedi con la mirada. Hannes puso término a la discusión desenvolviendo un regalo de cumpleaños para la embarazada, que él mismo, exento de los donativos familiares de rigor, había comprado al parecer por la mañana: dos peleles de bebé, uno rosa y otro celeste.
—Porque no sabíamos si era niña o niño —explicó, y le guiñó un ojo a Judith.