Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (19 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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—Yo no puedo perder gran cosa, señorita Saint Clair —advirtió North.

—Puede perder la vida, que supongo es lo único que le importa.

—¿Me amenaza? —preguntó, con dureza, North.

—Sólo le prevengo —replicó, con igual tono, Ginevra—. Limítese a tratar de los asuntos que nos unen.

—¿Qué sabe del
Coyote
? —preguntó, violentamente, North—. ¿Ha hecho algo? ¿Ha descubierto alguna pista? ¿Ha intentado averiguar quién es
El Coyote
?

Ginevra sonrió burlona, y North, exasperado, prosiguió:

—Yo contestaré por usted. No sabe nada, no ha descubierto nada… Pero si cree que vamos a tolerar sus burlas, Ginevra Saint Clair, está usted muy equivocada… El Klu Klux Klan sabrá…

—Estamos en California, no en Virginia, ni en Georgia, ni en Alabama, ni en Louisiana. Aquí no tiene el Klu Klux Klan ninguna fuerza.

—Pero la tenemos nosotros —replicó North—. Y si queremos, podremos ser mil veces peores que el Klan.

—Ante tan terrible amenaza me doy por vencida —suspiró Ginevra—. Traiga el dinero prometido, teniente North, y le diré quién es
El Coyote
.

—¿Quién es? —preguntó, impetuosamente, North.

Ginevra se encogió de hombros.

—Traiga el dinero.

—Me está engañando. No sabe nada. ¿Cómo ha podido descubrir en dos días, sin casi moverse de esta casa, quién es el hombre que deseamos exterminar? La hemos vigilado, Ginevra; conocemos todos los pasos que ha dado. Hasta lo que ha ocurrido en el Cañón del Rocío. ¿Qué ha visto en ese estúpido de César de Echagüe?

Los ojos de Ginevra centellearon furiosos.

—John North —dijo, espaciando amenazadoramente las palabras—. Sé quién es
El Coyote
y, por lo que acaba de decir usted, me dan tentaciones de acudir al
Coyote
y explicarle quiénes le persiguen, cómo se llaman y dónde se esconden. Quizá él pague mejor que ustedes la información.

—¿Quiere luchar?

—No; pero tampoco me asusta la pelea, teniente. Si quiere chocar conmigo, chocará. Y las consecuencias podrán ser graves para mí; pero serán fatales para usted.

—¿Es cierto que sabe quién es
El Coyote
?

—Lo supe a las tres horas de haber llegado a Los Ángeles.

—¿Quién es?

—Traiga el dinero prometido, teniente. Entonces le diré quién es
El Coyote
.

—Necesitaré algo más que su palabra, Ginevra. No entregaré una fortuna y aceptaré como bueno un simple nombre.

—Le daré pruebas convincentes, North.

—¿Cómo es posible que haya descubierto en tres horas lo que nosotros no hemos podido averiguar en tantos años de esfuerzos?

—Supongo que cuando me ofrecieron ese trabajo lo hicieron suponiendo que yo conseguiría lo que a ustedes les era imposible, ¿no? De lo contrarío, no me explico su largo viaje hasta Louisiana.

—Desde luego…, pero si es cierto que ha descubierto ya al
Coyote
tendremos que admitir que es usted genial y que ha superado nuestras máximas esperanzas.

—Así es.

—Pero la noche en que llegó cenó usted con Mateos y con ese Echagüe. ¿Es
El Coyote
uno de ellos?

—¿Se imagina usted a cualquiera de los dos haciendo de
Coyote
?

—No; pero… si es verdad lo que dice…

—No necesito mentir, teniente North; pero no trate de hallar la solución atando cabos sueltos, porque no lo conseguirá. Muchos de los cabos están lejos de su vista. Y ahora retírese, teniente. Me impide descansar.

—Puede acostarse si quiere, Ginevra. No se moleste por mi presencia.

Ginevra dirigió una mirada a la cama y luego al suelo.

—Ya sé que ha descargado el revólver que guardaba yo debajo de la almohada —dijo—. ¿Quiere devolverme las balas?

North sonrió, divertido y, por último, sacó del bolsillo seis cartuchos y los tendió a Ginevra. Ésta fue a la cama y sacando el revólver de debajo de la almohada comenzó a cargarlo.

—¿Cómo ha sabido que yo lo había descargado? —preguntó.

—Mírese la suela de su zapato derecho —replicó Ginevra—. Verá una mancha cremosa. No la tendría si no se hubiese acercado al revólver.

North siguió la indicación de Ginevra y, asombrado, admitió:

—Es verdad. ¿Para qué hace eso?

—Lo ideé para descubrir al
Coyote
. Y así lo descubrí. Ahora, teniente, márchese.

—¿Me matará si no obedezco?

—No, no le mataré, porque haría demasiado ruido, vendría gente y no me dejarían dormir.

—Quizá no la oiga nadie.

—Aun así, me sería muy molesto dormir con un muerto a los pies de la cama. Adiós. No vuelva por ningún motivo antes de las doce.

North salió de la habitación y, sin preocuparse de si le oían, bajó silbando por la escalera. Ginevra le escuchó, contrayendo las manos y, por fin, dominando su ira, cerró la ventana y se tendió en la cama. Durante tres horas permaneció inmóvil, reviviendo mentalmente las horas pasadas en la noche última.

Luego se quedó dormida y no despertó hasta las once y media. Entonces cambió por otro el traje de montar, lavóse, y cuando le fue anunciada la visita de North, pidió que le hicieran subir a su cuarto.

—Aquí tiene el dinero —dijo, tirando sobre una mesita un fajo de billetes—. Veamos ahora las famosas pruebas de la identidad del
Coyote
.

Ginevra guardó el dinero en un cajón, y después de encender una vela, acercóse a la pared con ella y buscó el resorte. Lo apretó, y cuando quedó al descubierto la entrada al pasadizo, volvióse hacia North y le invitó:

—¿Quiere acompañarme?

—¿Qué significa esto? —preguntó el bandido.

—Que entramos en los dominios del
Coyote
. ¿Tiene miedo?

—No, pero… me gusta saber adonde voy.

—A convencerse de quién es
El Coyote
—sonrío Ginevra—. Si tiene miedo me limitaré a decirle el nombre y dejar para otros el trabajo de comprobar si miento o no.

—Vamos —replicó North.

Entraron en el pasadizo, y Ginevra guió al bandido por el tortuoso pasadizo, y luego por las escaleras, hasta llegar a la puerta final. Entonces señaló la cavidad donde estaban las ropas del
Coyote
, diciendo:

—Ahí tiene las pruebas. El disfraz del
Coyote
.

North examinó afanosamente aquellas prendas de ropa. Luego volvióse, admirado, a Ginevra.

—Nunca lo hubiese creído —susurró—. ¿Cómo dio con esto?

—Siguiendo una pista.

Ginevra abrió, después, la mirilla, y viendo a Yesares sentado ante la mesa de su despacho, volvióse hacia North y dijo:

—Ahí tiene al
Coyote
. Es suyo.

North miró atentamente por la mirilla, y luego, cerrándola, emprendió el regreso hacia el cuarto de Ginevra… Una vez allí dijo a ésta:

—Claro… no podía ser otro. Hace tiempo que sospechábamos; pero nos faltaba la prueba. Ha sido usted formidable.

—¿Qué piensan hacer con él?

—Lo raptaremos y lo llevaremos a la mina del Misionero. Allí tenemos también a la verdadera Isabel Perkins. Hemos guardado allí una buena cantidad de dinamita. La haremos estallar y nadie dará con
El Coyote
.

—¿Lo enterraran vivo?

—No. Lo sentaremos sobre la dinamita. Después de la explosión no quedará gran cosa de él.

—Bien, estamos en paz. Adiós, North.

—Adiós, Ginevra… Si tu amado no quiere ligarse a ti con los sublimes lazos del matrimonio, recuerda que yo siempre estoy dispuesto… No, no empieces a enfadarte. Adiós. Supongo que esta noche también la pasarás con don César. Me gustaría saber qué encuentras en él que no puedes hallar en nosotros.

—Nunca lo comprenderías, North. Adiós.

—Adiós, Ginevra. Te deseo mucha felicidad.

North salió de la habitación y Ginevra Saint Clair sentóse ante el espejo de su tocador y comenzó a peinarse. Al mismo tiempo buscaba en el límpido cristal alguna huella que pudiera empañar su belleza. Aún era muy joven y podía sentirse orgullosa de su hermosura. Orgullosa y agradecida, porque gracias a ella había encontrado, al fin, el amor.

Capítulo VII: La mentira

César de Echagüe miró fijamente a la joven. Ginevra, inquieta por el silencio que reinaba entre los dos desde que llegaron a la cabaña del Cañón del Rocío, no pudo contenerse más y preguntó:

—¿Ocurre algo malo?

—Tal vez —murmuró César—. ¿Te dolería mucho que te hubiese engañado?

—¿Engañarme? ¿Tú a mí?

—Sí. ¿Te extraña?

—Sí… Me extraña…

—Te extrañaría menos que fueses tú quien me hubiera engañado.

Una gran inquietud se apoderó de Ginevra.

—¿Por qué dices eso? Es una locura…

—Sí, es una locura… porque nunca me has engañado.

—Claro que no. Nunca te he engañado; pero no comprendo por qué hablas así. Eres tan distinto de ayer.

—He reflexionado mucho. Hasta ayer te creí una clase de mujer. Desde ayer sospecho que me equivoqué en mi juicio. Si no hubiera sido porque creía estar seguro acerca de quién eres, lo de ayer no habría sucedido.

—¿Te arrepientes? —preguntó, con súbita amargura, Ginevra—. No debes preocuparte. Si estorbo en tu vida me alejaré de ella. No debes tener miedo.

—No tengo miedo. Antes he dicho que no me has engañado nunca; pero no quise decir que no lo intentases.

—¿Qué quieres decir, César?

—Creo que ya lo sabes perfectamente, Ginevra Saint Clair.

Ginevra sintió como si le hubieran descargado un mazazo contra el pecho. Aferróse al brazo del sillón en que se sentaba y miró, lívida de angustia, a César.

—¿Por qué has pronunciado ese nombre? —tartamudeó.

¡Qué distinta era aquella situación, incluso, de su entrevista con el general!

—Es tu nombre —replicó César.

Dominada por la mirada del hombre, Ginevra inclinó la cabeza.

—Sí, es mi nombre —musitó, al fin.

—Un nombre de espía.

—Que sirvió al Sur y que luego le traicionó para salvar su vida. Tal vez eso también lo sepas.

—No lo sabía. ¿Es cierto?

—Sí. Me detuvieron los del Norte y me amenazaron con la horca si me negaba a ayudarles.

—Al fin y al cabo, eres mujer.

—¿Me desprecias?

—No. En seguida comprendí quién eras y lo que buscabas. Quise seguir tu juego y quizá lo llevé a un límite demasiado lejano; porque hasta ayer te creí una mujer sin honor de ninguna clase. Ayer me di cuenta de que no eras tan mala como te creía. A menos que hubieses descubierto la verdad que nadie conoce.

—¿Qué verdad? —preguntó Ginevra.

—La de que yo soy
El Coyote
.

Por un instante, los ojos de Ginevra expresaron infinito asombro; luego, dominada por una gran hilaridad, rompió en violentas carcajadas, que terminaron en un entrecortado sollozo.

—¡No, eso, no!
El Coyote
es otro. Es Ricardo Yesares.

—Veo que lo descubriste —musitó César—. Pero estás equivocada. Yesares es mi ayudante, se disfraza como yo, me sustituye en los trabajos de poca importancia, como son los de registrar ciertos equipajes. Le descubriste por el olor a incienso, ¿no?

—Sí… Pero… ¿de veras eres tú
El Coyote
?

—De veras. Ya ves que no te oculto nada.

—¿Y por qué no me lo ocultas?

—Porque creo que me amas.

—Sí…, pero si tú eres
El Coyote
corres peligro, César. Ese hombre podrá denunciarte…

—¿Quién?

—Yesares. A estas horas deben de haberle cazado ya los de la banda…

—¿Qué banda?

—La Calavera. Me obligaron a ayudarles… —Ginevra explicó concisamente todo lo ocurrido—. Ahora ya saben quién es
El Coyote
y le llevarán a la mina del Misionero. Harán estallar junto a él una carga de dinamita y toda la mina se hundirá… Pero si él se asusta y te descubre… ¿Adónde vas?

—¡A salvarle! —rugió César, yendo a un armario secreto y sacando de él el disfraz del
Coyote
que guardaba allí—. ¿Por qué le has descubierto?

—Creí que era el verdadero
Coyote
. Encontré su traje, todo le acusaba.

César se cambió rapidísimamente de ropa, y en cuanto estuvo enmascarado se volvió hacia Ginevra.

—Adiós —dijo—. No te muevas de aquí. Luego volveremos a hablar.

La joven quedó, como atontada, en el centro de la estancia. Había acudido allí con la ilusión de repetir la felicidad de la noche anterior y, de súbito, todo se había hundido. El hombre a quien amaba más que a su vida debía de despreciarla, porque, sin sospecharlo, había arruinado todos sus proyectos y su obra.

Al comprender que César de Echagüe corría a enfrentarse contra un enjambre de peligrosos enemigos, Ginevra reaccionó violentamente. Corriendo al armario de donde César había sacado su disfraz, lo abrió y buscó en él. Un momento después empuñaba dos revólveres cargados y, sujetándolos a la cintura con una faja de seda, salió de la cabaña y, montando en el caballo en que había venido, emprendió el galope hacia la salida del Cañón del Rocío. Conocía vagamente el emplazamiento de la vieja mina, una de las primeras en ser explotadas, y en cuyos túneles tenía seguro cobijo toda la banda de la Calavera.

Mientras galopaba por los difíciles caminos trataba de descubrir a César de Echagüe; pero el californiano debía de galopar mucho más de prisa o por otros caminos más directos.

—¡Dios mío, protégele! —pidió, fervorosamente, Ginevra—. ¡Salva su vida!

Al fin, al cabo de casi una hora de galopar, llegó a la vista de la mina y, desmontando de un salto, prosiguió a pie su camino, cobijándose detrás de todas las matas y árboles que encontraba a su paso, con la mano en la culata de uno de los revólveres.

De pronto, la sangre se heló en sus venas al ver, entre un grupo de caballos, el de César de Echagüe.

Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol, y durante varios segundos el corazón se negó a latirle acompasadamente. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, devolvió la flexibilidad a sus piernas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia el centinela que guardaba los caballos. Cuando estuvo a dos metros de él, incorporóse de un salto y dejó caer el revólver contra la cabeza del hombre, que se desplomó de bruces, quedando sin sentido.

Aunque temía estar perdiendo unos minutos preciosos, Ginevra ató al hombre y le arrebató su revólver, luego siguió su camino hacia la entrada de la mina. No encontró ningún centinela más y, con infinitas precauciones, entró en el túnel, avanzando hacia el interior. Durante más de un centenar de metros, el túnel era recto, luego torcía a la izquierda. En aquel punto se veía un reflejo de luz y se oían voces de hombre. Al oír una de aquellas voces, Ginevra sintióse desfallecer.

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