Siete años en el Tíbet (6 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Una tarde, deseosos de variar nuestro menú, hacemos alto junto a un riachuelo y probamos suerte en la pesca. Pero los peces no vienen a morder el anzuelo ni se dejan capturar a mano, por lo que no tenemos más remedio que conformarnos con nuestras eternas
tsampa
y carne desecada.

Cada paso que damos nos aproxima al Himalaya, que se descubre a lo lejos, y, al mismo tiempo, a la frontera india. La temperatura es más benigna y las noches más cálidas, sobre todo en el valle del Sutlei; los pueblos parecen pequeños oasis y las casas están rodeadas de jardines llenos de albaricoqueros.

El 9 de junio, doce días después de haber salido de Changtse, llegamos al pueblo fronterizo de Chipki. Hace ya tres semanas que vagamos por tierra tibetana, y si bien poseemos una mayor experiencia, esta misma nos obliga a rendirnos ante un hecho evidente: sin un permiso oficial, concedido por las autoridades civiles o religiosas, hay que renunciar a permanecer en el Tíbet.

Pasamos nuestra última noche bajo la tienda, cobijados por un albaricoquero. Al día siguiente compro un asno por veinticuatro rupias, con la excusa de que el animal es indispensable para el transporte de los equipajes; pero, en realidad, es que estoy rumiando nuevos planes de fuga y su realización esta condicionada a la posesión de un borriquillo.

Dachampa, una vez terminada su misión, recoge los otros tres asnos y, al despedirse, añade con una simpática sonrisa:

—¡Quién sabe! Tal vez algún día volvamos a vernos, en Lhasa.

Las chicas de allí son muy bonitas y el chan, Lhasa (cerveza) es el mejor que se conoce.

Una vereda serpenteante conduce hasta el collado fronterizo. No hay ni un solo guardián, ni por la vertiente india ni por la tibetana; dos montículos de piedras se alzan sosteniendo sendos mástiles de plegarias, junto a un mojón en el que se lee: «A Simla, 200 millas». ¡Y nada más!

Ahora todos estamos decididos a no permanecer mucho tiempo en suelo indio; realmente, la perspectiva de una nueva estancia detrás de las alambradas no nos tienta en absoluto.

Nuevo cruce clandestino de la frontera

Mi compañero Kopp y yo tenemos intención de aprovechar la primera ocasión favorable para volver sobre nuestros pasos, convencidos de que el gobernador con quien hemos tenido que habérnoslas es un personaje de segundo orden, incapaz de tomar decisiones por sí mismo. Puestos a repetir la tentativa, mejor será dirigirse a más altas esferas, o sea a Cartok, capital del Tíbet occidental y residencia de un gobernador de provincia.

Tomando el camino real de las caravanas, descendemos hasta el primer pueblo indio, Namgya, donde nos presentamos como soldados norteamericanos. Nadie lo pone en duda, pues ¡venimos del Tíbet! Aprovechamos para aprovisionarnos hasta el máximo y después de pasar la noche en el albergue de etapa instalado por el Gobierno de la India, a la mañana siguiente nos dividimos en dos grupos. Aufschnaiter y Treipel seguirán el camino que corre a lo largo del Sutlej. Kopp y yo iremos por un valle lateral (el del Spiti), que, según el mapa, se dirige hacia el Norte, yendo a desembocar en un puerto fronterizo. Durante dos días seguimos el curso del río y luego torcemos hacia un estrecho desfiladero que, a juzgar por su orientación, debe internarse en pleno Himalaya, aunque nuestros mapas no indican nada a este respecto, Pero dos indígenas que encontramos nos informan cumplidamente y, estupefactos, nos enteramos de que ya hemos atravesado la frontera un poco más abajo, cerca de un puente. Sin embargo, a nuestra izquierda se alza la magnífica pirámide del Riwo Phargyul (7.000 metros), y esta montaña se encuentra incontestablemente en suelo indio. La explicación es muy sencilla: por excepción, la frontera no sigue la línea de las cumbres, y el territorio tibetano forma aquí una cuña.

El primer pueblo que atravesamos, Kyurik, solo tiene dos casas; Dotso, el segundo, tiene ya aspecto de aldea. En el encontramos a dos monjes que están cortando álamos para la construcción de un monasterio. Esos religiosos vienen de Trachicang, al otro lado de las montañas, sede del principal monasterio de lamas de la provincia de Tsurubjin; su superior es, al mismo tiempo, la primera autoridad civil de la región. Da la casualidad que ha venido acompañando a sus monjes y manifiesta que desea vernos; es de prever que nuestra suerte esta sellada por anticipado. Y, sin embargo, no es así.

Mintiendo con el mayor descaro, le explicamos que precedemos a una alta personalidad europea que se dirige a Lhasa en misión oficial y que, naturalmente, lleva el necesario permiso. La entrevista se termina sin complicación de ninguna clase, y Kopp y yo lanzamos un doble suspiro de alivio. La cuesta que conduce al puerto (el Bud-Bud-La) es árida y escarpada; la altitud se aproxima a los 5.700 metros y el enrarecimiento del aire hace penosa la ascensión. Por la izquierda, el extremo final de un glaciar desciende en punta de lanza. Por el camino encontramos algunos bhutias que, con gran amabilidad, nos invitan a compartir con ellos el té con manteca y el calor de su fuego. Aceptamos encantados y vamos a plantar nuestra tienda cerca de su campamento.

La región esta completamente desierta y en los días siguientes apenas si nos cruzamos con algún que otro convoy. El conductor de uno de ellos, un muchacho con un gran abrigo de piel de cordero, después de saludarnos, se detiene y nos propone que lo acompañemos hasta su tienda. Su mujer respira por todos los poros la alegría de vivir y se ríe por cualquier motivo; al entrar en la tienda, se ofrece a nuestra vista un magnífico pernil de corzo, ante el cual se nos hace la boca agua. El desconocido nos vende unas cuantas lonchas por muy poquísimo dinero, pero a condición de que no digamos palabra del modo como se lo ha procurado, pues según los preceptos budistas la caza esta prohibida, so pena de un severo castigo.

Apelando a mis rudimentarios conocimientos de tibetano, entablamos conversación, y con extraordinaria alegría compruebo que me entiendo perfectamente con el desconocido. Nos ponemos de acuerdo para emprender al día siguiente una partida de caza y, a instancias de nuestros huéspedes, nos quedamos a pasar la noche bajo su tienda. ¡Es la primera vez que hemos tropezado con unos tibetanos amables y hospitalarios!

Al amanecer ya estamos en pie. El joven tibetano lleva un viejo fusil que se carga por la boca del cañón, y en el bolsillo se ha metido las balas, la pólvora y una mecha. Al descubrir una manada de cabras azules, golpea el pedernal y enciende la yesca, mientras Kopp y yo nos preguntamos con algún sobresalto cómo va a responder el trabuco. Suena una detonación, seguida por una nube de humo, pero antes que esta se haya disipado, toda la manada ha puesto ya pies en polvorosa. Deseosos de no volver con las manos vacías, recogemos unas cebollas salvajes que crecen con profusión en los declives.

Con ellas sazonaremos agradablemente un asado de pernil de corzo.

En cuanto la esposa de nuestro nuevo amigo nos descubre a lo lejos, se echa a reír estrepitosamente; apenas si se le ve una raya en el lugar de los ojos. Aleccionada sin duda por la experiencia, no ha querido esperar el resultado de la caza y en el fuego se esta cociendo ya la comida. Para guisar, se ha quitado la piel de cordero que le cubra el busto y dificultaba sus movimientos y, medio desnuda, sigue vigilando la olla. Más adelante nos enteramos de que esto es una costumbre corriente y que nada hay más natural, incluso en Lhasa, que es la ciudadela del budismo.

Con pesar nos despedimos de la joven pareja y nos alejamos siguiendo los pasos de nuestro borriquillo, que trota despreocupadamente por la ruta de las caravanas. De vez en cuando descubrimos algunas manadas de
yaks
salvajes que pacen la corta hierba.

¿Será quizás a causa de este espectáculo que nuestro asno se está volviendo cada vez más díscolo y caprichoso? En medio de un riachuelo, levanta bruscamente las patas traseras y lanza su carga en mitad del agua. Por suerte logramos evitar un desastre y apoderarnos de nuevo del recalcitrante animal. Después, aprovechando un rayo de sol, ponemos a secar nuestra impedimenta. De pronto, a lo lejos, asoman dos siluetas. Se van acercando. Y, cosa rara, uno de los caminantes tiene el andar característico de los montañeros. ¡Será posible!

¡Pues sí, es Aufschnaiter en persona! Lo acompaña un porteador hindú.

Por increíble que parezca, el encuentro en estas regiones desoladas era inevitable, pues desde hace siglos, los viajeros que van de la India al Tíbet y viceversa atraviesan indefectiblemente los mismos puertos. Sin sospecharlo, Aufschnaiter ha seguido el mismo camino que Kopp y yo.

Su asombro es tan grande como el nuestro. Nos cuenta que, después de pasar algunos días en la India, Treipel se separó de él el 17 de junio, y que con el dinero que le quedaba se compró un caballo y descendió al llano, donde se hizo pasar por un funcionario inglés.

Aufschnaiter, por su parte, volvió sobre sus pasos y, por lo visto, fue siguiendo los nuestros. En un pueblo indio le dieron extrañas noticias de Alemania: le contaron que todas las ciudades habían sido arrasadas y que miles de aviones norteamericanos estaban desembarcando tropas en Francia. Y, en fin, que, pasando a la ofensiva, el Ejército bolchevique había arrojado de Rusia a los alemanes. ¿Fantasías de los orientales?

Si todo marcha bien, dentro de cinco días llegaremos a Gartok.

Pero Aufschnaiter, temiendo que nos sea negada una vez más la autorización de residencia propone que nos dirijamos al Tíbet central y a las estepas de los nómadas. Con todo, en el último instante cambia de idea y nos ponemos en marcha los tres juntos. A partir de ese día, y durante los siguientes años, Aufschnaiter y yo no habíamos de separarnos ya nunca.

El camino atraviesa otro puerto, el Bongru-La, a más de 5.000 metros de altura; las noches son glaciales y el acampar al aire libre constituye una dura prueba. De vez en cuando, algún episodio imprevisto viene a romper la monotonía del camino. Una vez, Kopp se quita el calzado y los pantalones para cruzar un río y en mitad de el se le cae al agua un zapato. Nuestro amigo se lanza en su busca, pero en vano; el zapato no aparece. Por fortuna, además del calzado que llevo, yo tengo un par de zapatos tibetanos un poco chicos para mí, pues en este país resulta casi imposible encontrarlos de las medidas que en Occidente son habituales. Pero Kopp todavía tiene los pies más grandes que yo, de modo que para salir del paso le cedo mi zapato izquierdo (una bota militar) y yo continuo la marcha, por así decirlo, con un pie en Europa y otro en el Tíbet.

Otra vez, presenciamos el combate que libran dos garañones kiang por la conquista de las hembras. Los dos brutos hacen volar bajo sus cascos grandes pedazos de tierra, procurando morderse, y, en su encarnizamiento, ni siquiera se dan cuenta de nuestra presencia. Mientras tanto, las yeguas hemíonas caracolean en torno a los combatientes y levantan nubes de polvo que en algunos momentos nos ocultan toda la escena.

Seguimos andando cara al Norte, en dirección al elevado valle del Indo, y, a medida que avanzamos, las caravanas son cada vez más numerosas. Centenares de
yaks
descienden en largas hileras, sosteniendo sobre sus lomos cargas enormes de lana. Los conductores de las caravanas, desnudos hasta la cintura, van armados de hondas que emplean para volver al buen camino a los animales que de él se separan. Apenas si se fijan en nosotros, de lo cual nos alegramos infinito.

El paisaje es fantástico; estamos en primavera y las extensiones verdes alternan con las manchas amarillentas de los yacimientos de bórax que jalonan el valle del Indo. En el horizonte, una línea interminable de cumbres nevadas parece flotar en el cielo listado de arco iris.

Luego vemos aparecer unas cincuenta casas agrupadas al pie de un monasterio-fortaleza rodeado por un ancho foso: es Trachigang.

La acogida de la población es francamente hostil, pero ahora ya estamos acostumbrados. En esa época se hallan en el lugar numerosos comerciantes hindúes que vienen a comprar la lana de los rebaños.

Mientras por su mediación logramos hacernos con algunos víveres, unos tibetanos vienen a interrogarnos para saber que clase de mercancía transportamos. A sólo dos jornadas de Gartok, llegamos a la aldea de Gargunsa, residencia veraniega del gobernador del Tíbet occidental, y por más que sabemos que el personaje no ha salido todavía de su capital, atravesamos las calles del pueblo con cierto temor.

De vez en cuando, y tan sólo durante algunas horas, nos unimos a alguna de las caravanas que transportan a Lhasa albaricoques secos que provienen de la provincia india de Ladak; el viaje dura meses. La mayoría de los jóvenes conductores de caravanas son naturales de Lhasa y, por hallarse al servicio del Gobierno y, por consiguiente, en misión oficial, van armados de fusiles y espadas.

Sus pasaportes especiales les autorizan para requisar caballos y
yaks
para el transporte. No se si nuestro asno se siente impresionado a la vista de los largos convoyes, pero, sea lo que fuere, cada vez se esta volviendo más díscolo y caprichoso. A veces se tumba en mitad del camino y no hay manera de levantarlo de allí, pues se hace el sordo a nuestras protestas y parece insensible a los golpes. Después echa a andar de improviso, obedeciendo únicamente a su capricho. Otras veces, de un bote envía a paseo toda la carga, emprende el galope, hace corvetas, tira coces y juega al escondite cuando queremos atraparlo.

Un poco antes de Gartok logramos pasar la velada bajo la tienda de unos viajeros que se dirigen a Lhasa, y Kopp, que tiene gran habilidad en los juegos de manos con la baraja, se convierte en el centro de la reunión, y sus talentos nos valen una invitación para cenar.

Caravanas y más caravanas. No puedo evitar el recuerdo de nuestro predecesor italiano Desideri, el cual, tres siglos antes que nosotros, pudo llegar hasta Lhasa introduciéndose furtivamente entre ellas. ¡Hombre afortunado! En el siglo XX, el problema resulta algo más difícil.

Gartok, residencia del virrey

Gartok, «capital del Tíbet occidental, residencia de un virrey»; Gartok, «la ciudad más alta del mundo». Esto es lo que había leído en todos los libros. No obstante, al contemplarla, no puedo reprimir una sonrisa. Veinte tiendas esparcidas en la inmensa llanura, cincuenta chozas construidas con tierra amasada y recubiertas con trozos de césped, esto es Gartok en la realidad. Y dejando aparte los perros que merodean, no tropezamos con alma viviente en el momento de nuestra llegada.

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