Asintió con la cabeza y dejó transcurrir unos segundos. Empequeñeció los ojos al exhalar:
—Se lo dije. Encuentre al padre de ese bebé y encontrará al asesino de mi hija. Porque ahora sí está claro que la mataron, ¿no?
—Aún no lo sé —fue sincero—. Es lo más lógico, pero quedan cabos sueltos. Ayer vi a esos dos hombres y cada uno a su modo se sorprendió por la verdad.
—Los asesinos mienten y fingen.
—La reacción de Álvaro Gomis fue visceral: ir a ver a su exsocio para acusarle. En cuanto a Ricardo Solana… no tenía por qué matarla. Demasiado dinero. Si el bebé era el problema, con hacerla abortar bastaba.
Florencio Arteta bajó la cabeza.
Miquel Mascarell comprendió que estaba hablando de su hija. Y de su nieto.
—Perdone.
—¿Quién más podía estar metido en eso? —se resistió a doblegarse.
—La mujer de Ricardo Solana, y también su amante.
—¿Esposa, amante… y Celia? —Su cara reflejó el asco que sentía.
—Sí.
—Hijo de puta —arrastró las tres palabras.
—Es la burguesía catalana de toda la vida, señor Arteta.
Miquel se echó hacia atrás de nuevo. Con la espalda apoyada en el respaldo de la butaquita, alzó la cabeza y miró el techo. Había un desconchado curioso, en forma de mujer de orondas dimensiones. Cabello, rostro, cuerpo, brazos, piernas… Esperó a que su interlocutor se calmara.
En cualquier momento podía echarlo de allí.
O plegarse a sus deseos.
Necesitaba calma.
—Quiero contarle algo más —jugó con todas sus cartas—. Ayer le mentí.
—¿Acerca de qué?
—No me contrataron sus amigas. Recibí una misteriosa nota, la foto de Celia y algo de dinero para que investigara.
—¿Así, sin más?
—Sí.
—Y lo hizo.
—No sé ni cómo, pero sí. Fui al Parador del Hidalgo, me encontré con una vieja amiga, y sin darme cuenta estaba haciendo preguntas y metiéndome en el caso hasta las cejas. La policía casi me mata hace un rato. —Señaló su mejilla derecha.
—¿Le han detenido?
—Amablemente. —Sonrió.
—¿Por lo de Celia?
—Dejé un rastro, pero no tenían pruebas ni creo que las buscaran. De momento es todo.
—Usted no se habría metido en esto sólo por el dinero.
—No —concedió—. Llámelo instinto, curiosidad, supervivencia, volver a Barcelona muerto y, de pronto, sentirme vivo, distraerme… Hay muchas formas de decirlo.
—¿Cuánto tiempo fue policía?
—Toda la vida.
—Eso nunca se olvida.
—Solía decir que se muere con ello.
—¿Qué hará si descubre que fue un crimen y encuentra al culpable? ¿Ir a la policía de verdad?
—No lo sé —fue sincero—. Podrían meterme entre rejas otra vez. Ni me darían las gracias. Y según quién sea el asesino…
—Si alguien mató a mi niña… —Apretó los puños y se inclinó de nuevo hacia delante.
—Ya veremos. —Se encogió de hombros—. Tranquilo.
—No. —Lo negó con vehemencia—. Si alguien mató a mi niña, venga y dígamelo.
—¿Qué haría?
—Usted dígamelo —le cortó como si él fuera de mantequilla y su voz un cuchillo afilado.
Le tenía donde quería.
De su parte.
—¿Me dejará ver sus cosas ahora? —Se arriesgó sabiendo que era el momento oportuno.
—Se lo dije ayer: si la mataron, también registraron su piso.
—Es lo único que tengo —fue lo más convincente que pudo—. Sé que no le gusta que un extraño husmee en eso, y que usted mismo se resiste a hacerlo, pero hay que agotar todas las posibilidades.
Florencio Arteta se dio por vencido.
Un minuto antes había expresado su deseo de matar al hombre o la mujer que le hizo daño a «su niña».
Prostituta o no, amargado con esa idea o no, rechazándola o no, era «su niña».
—Está bien —se rindió hundiendo un poco más sus ojos en el túnel formado por aquellas dos angostas cavernas.
Fue el primero en levantarse. Su visitante lo hizo a continuación. El padre de Celia le precedió hasta la habitación en la que apenas si habían permanecido unos minutos el día anterior. Abrió la puerta y encendió la luz. Luego le dejó pasar.
Se quedó allí, observándole.
Miquel Mascarell fue concienzudo. Lo examinó todo, con orden, con respeto, pero a fondo. Primero la ropa, prenda a prenda, forro a forro, dobladillo a dobladillo, bolsillo a bolsillo y pliegue a pliegue. No se olvidó de las prendas interiores. Vestidos, blusas, faldas, combinaciones, sujetadores, bragas… Nada escapó a su ojo o su tacto. En cuestión de minutos una parte del registro quedó formalizada. Quedaban las cajas. Eso implicaba colocar su contenido aparte y proceder con más minuciosidad si cabe. Y hacerlo con la atenta mirada de aquel hombre vigilando todos y cada uno de sus gestos, no era fácil.
La cara de Florencio Arteta era una oda al dolor.
Intentó abstraerse.
En la primera de las cajas no había más que algunos adornos hogareños, recuerdos, un tapetito hecho a mano, un cenicero, un par de cajitas, lo que se suele tener encima de una mesita. En la segunda se sorprendió un poco más. Celia era aficionada al cine. Allí había programas, postales, fotos de actores y actrices, pequeñas imágenes de futuros estrenos, los carteles de las películas reducidos como propaganda, programas de mano, cuadernillos con imágenes o la vida de determinados artistas, multitud de entradas de cine con la fecha anotada, el nombre de la película bien visible y algún comentario como «buena», «mediocre», «extraordinaria» y otros junto con la valoración de los protagonistas, «Gable espectacular», «Lombard preciosa». En una cajita metálica encontró decenas de insignias y chapitas de las que entregaban las taquilleras de los cines al comprar la entrada. Una «ayuda» al Movimiento.
Y eso era todo.
Miquel Mascarell dejó de recorrer el pequeño mundo de Celia Arteta.
—Se lo dije —afirmó su padre—. ¿Cómo iba a encontrar algo?
Contempló la ropa y las cajas. Era lo que había.
Pero ¿y lo que no estaba allí?
—La ropa del día de su muerte…
—Quedó destrozada, como ella. —Tragó saliva—. ¿Cómo iban a darme eso?
—¿Llevaba bolso?
—Sí.
—¿Se lo dieron?
Volvió a tragar saliva.
—Sí, lo dejé…
—Por favor.
Florencio Arteta salió de la habitación. Le siguió. El bolso de Celia estaba en el recibidor, en un armarito. No era muy grande, apenas un palmo y medio de largo por uno de alto y medio de ancho, de color negro, acharolado y con un cierre de percusión formado por dos bolitas que coronaban una tira metálica en la parte superior. Tenía dos asas para llevarlo colgado del brazo.
Estaba intacto.
—¿Lo examinó?
—No, ya le he dicho que no quise tocar nada. Cuando llegué del hospital lo metí ahí y ahí ha seguido.
No le preguntó si podía abrirlo. Se lo tomó de las manos y regresó al comedor llevando ahora él la iniciativa. Lo depositó sobre la mesa y lo abrió con cuidado. No había muchas cosas, y todas tenían un dulce regusto femenino. Un pintalabios, una polvera, un espejito, un peine, un cepillito, un pañuelo bordado a mano, el billetero con algunas pesetas y céntimos…
Lo más interesante estaba en un bolsillito lateral.
Una nota escrita a mano, con innumerables tachones y rectificaciones, faltas de ortografía incluidas, como si se tratara de un borrador previo.
Y una tarjeta del restaurante Las Siete Puertas.
Primero examinó la nota. El texto, más o menos legible al margen de las tachaduras, decía:
Querido Álvaro, quiero que sepas que te amo, y que te amo mucho. Has cambiado mi vida.
Eres la persona más buena y honesta que he conocido jamás. Y eras la más triste hasta que nos encontramos, así que me siento feliz de haberte hecho sonreír y haberte devuelto la vida.
Por ello quiero contarte algo, la verdad de toda nuestra historia. No podría hacerlo mirándote a los ojos y temo, me da mucho miedo, que después de esta carta no quieras seguir viéndome.
Sólo espero que nuestro amor pueda con todo, y que recuerdes mis ojos cuando anoche te dije que te quería y me eché a llorar. Perdóname, perdóname pero quiéreme aún más porque lo necesitamos. Has de saber que…
Una confesión inacabada.
Celia comprendió que tarde o temprano Álvaro Gomis descubriría la verdad, por sí mismo o por Ricardo Solana. Su única salida, si quería seguir siendo su compañera, era contárselo y confiar en sus encantos y en la buena fe de él para reconducir la situación. Posiblemente Gomis habría sido más feliz con ella en unas semanas que en toda su vida, incluida la parte en la que estuvo casado con Elena Amorós. Si de algo sabría Celia era de sexo y de cómo hacer feliz a un hombre.
Con Ricardo Solana ganaría dinero. Con Álvaro un futuro. Aunque seguía estando lo de su embarazo.
Dejó la carta manuscrita y cogió la tarjeta.
Las Siete Puertas.
El restaurante más lujoso de Barcelona.
Allí había protagonizado Álvaro Gomis una pelea con…
—¿Qué dice esa nota? —le interrumpió los pensamientos Florencio Arteta.
—Su hija iba a confesarle la verdad a Gomis.
—¿Y esa tarjeta?
—Es de Las Siete Puertas. Álvaro Gomis tuvo un incidente con un hombre llamado Rodrigo. Ricardo Solana lo definió como «enano cabrón» y «nuestro gordito favorito». Celia estaba presente cuando se enzarzaron.
—¿Y?
—Nada. —Agitó la tarjeta en el aire—. Quizás Celia y él iban a cenar ahí a menudo.
—Entonces investíguelo.
—¿Por qué?
—Usted es el policía.
—Lo era —le recordó.
—Da lo mismo. ¿Cuándo se dejan cabos sueltos en una investigación? Si ese hombre y Celia iban a comer o a cenar a menudo a ese lugar, les vería mucha gente.
Si además se peleó con otro cliente…
No tenía más pistas.
Sólo la cita de las siete de la tarde en casa de la amante de Ricardo Solana.
—Está bien —asintió guardándose la tarjeta en el bolsillo.
—No se lleve nada más —le pidió el hombre.
—No pensaba hacerlo. —Miró la nota.
Lo guardó todo en el bolso y lo cerró.
Hora de marcharse.
—Gracias, señor Arteta.
—Quiero decirle algo.
—Adelante.
—Hasta ayer yo vivía hundido, atenazado por la muerte de Celia —lo expresó de la forma más lana posible—. Sigo hundido. Ya no me queda nada. Pero ahora quiero saber la verdad. Necesito saber la verdad. Y usted es mi único nexo con ella. Ya que se ha metido en este asunto, y ya que ha vuelto hoy para remover todo lo que ha removido, no me deje de lado.
—No lo haré.
—Si encuentra al hijo de puta que le hizo eso a mi niña…
—Descuide.
—¿Dónde para si quiero localizarle por algo?
—En una pensión llamada Rosa que está en la calle Hospital, cerca de las Ramblas.
—Bien.
Era una máscara con cuerpo y piernas. Un Boris Karloff real, más patético que tenebroso. Su último acceso de tos fue breve, producto de su rabia y sus sentimientos ahogados por encima de cualquier otra cosa.
Cuando Miquel Mascarell estrechó su mano sintió el frío aliento de la muerte atravesándole.
Estaba en un callejón sin salida.
La cita de las siete era lo único que le quedaba.
Cuando llegó al Paralelo oteó el panorama a derecha e izquierda. Disponía de varias horas, tenía que comer, podía quemar la espera haciendo cualquier cosa y sin embargo…
Escuchó la voz de Florencio Arteta en su cabeza.
«Investíguelo».
Metió la mano en el bolsillo y extrajo la tarjeta de Las Siete Puertas. ¿Por qué no?
A veces los disparos al azar eran los que cazaban más patos. «De acuerdo», se dijo, más o menos feliz por tener algo que hacer. Cruzó el Paralelo y alcanzó la calle de San Pablo. Hasta la calle Hospital no era una distancia muy larga, pero si luego volvía a caminar hasta la plaza del Palacio, entonces sí pondría a prueba su resistencia. Se lo tomó con calma, sin precipitarse, paso a paso. Igual que cualquier caminante ocioso o anciano jubilado disfrutando del sol de verano.
Si iba al restaurante necesitaba algo.
Algo que había dejado en su habitación por culpa de su intempestiva marcha matinal.
Llegó a la pensión con la chaqueta colgada de un brazo y bastante sudoroso. Su aparición fue saludada por un primer silencio de pasmo seguido por un grito de sorpresa.
—¡Señor Mascarell!
—Hola, señora Rosa.
—¡Creía que no volvería!
—Pues ya ve: he vuelto. Sólo se trataba de una falsa identificación. Un error. Pero ya se sabe cómo son los elefantes cuando entran en una cacharrería.
No le pilló el chiste. Continuó mirándole igual que un fantasma.
—Menudo susto…
—Tranquila —suspiró.
—De verdad que… —Siguió atenazada por su presencia allí, sin poder terminar sus frases.
—Ya se lo he dicho. No pasa nada. Esas cosas son así.
—He subido a su habitación. La he arreglado un poco. Yo… no sabía…
—Ha hecho bien. Gracias.
—¿No le han hecho nada? —insistió al ver que recogía la llave y se disponía a subir al primer piso.
—No, ya ve usted.
—Pues mire, me alegro.
—Lo sé. —Recordó la botella de vino compartida con ella y con Gloria Miserachs la noche anterior.
Las personas que se entonaban juntas raramente discutían.
Pura empatía.
Logró vencer la resistencia de la mujer a dejarlo marchar y subió hasta su habitación. La señora Rosa la había adecentado, en efecto. Sus enseres estaban recogidos y los restos de la maleta cerrados y depositados en el armario. También la comida conseguida con su libreta de racionamiento se hallaba a salvo.
La foto de Celia Arteta, sobre la cama.
Un curioso lugar para dejarla.
La cogió, le dirigió una mirada resignada y se la guardó en el bolsillo de la americana. Luego resistió la tentación de tumbarse, sabiendo que acabaría adormilado, y regresó a la calle.
—Hasta luego —se despidió de la dueña de la pensión al dejar la llave sobre el mostrador.
—¡Tenga cuidado!
Salió a las Ramblas y bajó por ellas hasta la Puerta de la Paz. A continuación tomó el paseo de Colón y mantuvo el ritmo de sus pasos deseando sentarse un rato porque su resistencia empezó a flaquear. En lo más alto, el sol machacaba la tierra sin piedad. Aun así, no volvió a quitarse la chaqueta. Cuestión de clase. Las Siete Puertas le ofreció todo su confort y distinción cuando entró en su fastuoso ambiente refrigerado. Un maître, solícito y rebosante de amabilidad, se le acercó de inmediato. El intercambio oral fue rápido: «¿El señor esperará a alguien o alguien espera al señor?». «No». «¿Mesa para uno, pues?» «Sí, gracias». «¿Al señor le parece bien ésta?» «Muy bien, sí».