Read Silencio sepulcral Online
Authors: Arnaldur Indridason
Hizo amago de coger a Mikkelína, que dormía al lado de Símon, pero ella lo sujetó, loca de miedo.
—No volveré a hacerlo —susurró ella—. Lo prometo. Nunca. Nunca volveré a hacerlo. Jamás. Perdóname. Perdóname. No sé en qué estaba pensando. Perdóname. Estoy loca. Lo sé. Estoy loca. No hagas que la paguen los niños. Pégame. Pégame. Tan fuerte como puedas. Pégame tan fuerte como puedas. Podemos irnos si quieres.
Su desesperación lo llenó de asco.
—Mira —dijo empezando a golpearse a sí misma en el rostro—. Mira. —Se tiró de los pelos—. Mira.
Se incorporó y se dejó caer sobre la cabecera de la cama, que era de hierro y, fuera queriendo o sin intención, el golpe la dejó inconsciente; se derrumbó, desmayada.
Ella había trabajado varios días en el saladero de arenques y él la acompañó a buscar su salario. Trabajaba en la explanada de la saladería, de modo que podía ver a sus hijos jugar por allí, o si estaban en el almacén. Explicó al capataz que tenía que volver a Reykjavik. Les habían llegado noticias que les obligaban a cambiar sus planes, y pedía su salario. El capataz escribió algo en un papel y les indicó el camino a la oficina. La miró mientras le entregaba el papel. Era como si ella quisiera decir algo. Malinterpretó su miedo como timidez.
—¿Algún problema? —preguntó el capataz.
—Está perfectamente —dijo el marido, y se la llevó a toda prisa.
El autobús partió hacia el sur a la mañana siguiente. Cuando llegaron al piso del sótano de Reykjavik, no la tocó. Ella permaneció en la sala, vestida con un abrigo miserable, con la pequeña maleta en la mano, dispuesta a recibir una paliza mayor que ninguna, pero no sucedió nada. El golpe en la cabeza que se había propinado ella misma le había hecho perder la consciencia. Su marido no quiso buscar ayuda, intentó encargarse él mismo de que se recuperase y desplegó una atención que nunca le había mostrado desde que se casaron. Cuando volvió en sí del desmayo, le dijo que tenía que comprender que nunca podría abandonarlo. Antes la mataría a ella y a los niños. Ella era su mujer y seguiría siéndolo para siempre.
Siempre.
Después de aquello, nunca intentó escapar.
Pasaron los años. Sus planes de hacerse marino se fueron a pique tras sólo tres temporadas. Sufría terribles mareos y el malestar no le abandonaba nunca. Pero lo peor era el miedo al mar, del que tampoco conseguía librarse. Tenía miedo de que se hundiera el barcucho. Tenía miedo de caerse por la borda. Miedo a las tormentas. En la última marea tuvieron una tormenta que le hizo creer que el barco iba a volcar, y se quedó sentado en el comedor, llorando, porque creía llegada su última hora. Después de aquello, nunca volvió al mar.
Parecía incapaz de mostrarle dulzura. En el mejor de los casos le mostraba una total indiferencia. Durante los dos primeros años de matrimonio era como si se arrepintiera cada vez que le golpeaba o la insultaba hasta que le hacía saltar las lágrimas. Pero con el paso del tiempo, dejó de mostrar cualquier señal de remordimiento, como si lo que hacía no fuera antinatural ni un atentado contra su convivencia, sino justo y necesario. A veces, la mujer llegaba a pensar, y él debía de saberlo, que la violencia a que la sometía demostraba, más que cualquier otra cosa, la debilidad del marido. Cuanto más le pegaba, más miserable era él mismo. Le echaba la culpa a ella. Le vociferaba que era culpa de ella que la tratara como lo hacía. Era ella quien le obligaba a hacerlo, porque era incapaz de hacer lo que él le mandaba.
No tenían muchos amigos, y ninguno común, y ella se aisló desde los primeros tiempos de su convivencia. Las raras veces en que veía a las amigas de sus años de sirvienta nunca hablaba de la violencia a que la sometía su propio esposo, y con el tiempo perdió contacto con ellas. Se sentía avergonzada. Se avergonzaba de ser maltratada y golpeada a la menor ocasión. Se avergonzaba de los ojos amoratados y de los labios rotos y de los moretones por todo el cuerpo. Se avergonzaba de la vida que vivía y que había de resultar incomprensible, horrible y desagradable a todo el mundo. Quería ocultarla. Quería ocultarse a sí misma en la prisión en que se la obligaba a vivir. Quería encerrarse a sí misma allí dentro y tirar la llave, con la esperanza de que nadie la encontrara. Tenía que aceptar que la maltratase. De una u otra forma, aquél era su destino, inevitable e inmutable.
Los niños lo eran todo para ella. Se convirtieron en sus amigos y confidentes en aquel tormento en que vivía, sobre todo Mikkelína, pero también Simón cuando creció, y asimismo el benjamín, que había sido bautizado con el nombre de Tómas. Ella misma había elegido los nombres de sus hijos. No se separaba de ellos excepto cuando él arremetía contra ella. No hacían más que comer. El ruido que metían por la noche. Los niños padecían un auténtico suplicio al ver la violencia con que su padre la trataba, y ellos eran el mayor consuelo de su madre cuando lo necesitaba.
A base de golpes, le arrebató la poca autoestima que tenía. Ella era tímida y reservada por naturaleza, incluso servil, dispuesta siempre a hacerlo todo por los demás, a ayudar. Sonreía con esfuerzo cuando le dirigían la palabra, y tenía que hacer acopio de valor para no parecer demasiado tímida. Él lo entendía como cobardía y de allí sacaba su fuerza y se aprovechaba hasta que a ella no le quedó ya nada de sí misma. Toda su existencia dependía por completo de él. De sus caprichos. De sus deseos. Dejó de cuidarse como antes. De arreglarse decentemente. De pensar en su aspecto. Le salieron bolsas debajo de los ojos, se le aflojó la piel del rostro, y la tez se le volvió grisácea, tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada como si temiera mirar como una persona normal. Su hermoso y abundante cabello perdió vida y color, y se le pegaba a la cabeza en grasientos mechones. Se lo cortaba ella misma con unas tijeras de cocina cuando le parecía que estaba ya demasiado largo.
O cuando a él le parecía que estaba demasiado largo.
Puerca.
Los arqueólogos prosiguieron con la excavación por la mañana temprano, el día después del hallazgo de los huesos. Los policías que habían estado montando guardia en el terreno durante la noche les mostraron el lugar donde Erlendur había encontrado la mano y Skarphédinn puso mala cara al ver que se había removido la tierra. «Malditos aficionados», estuvo farfullando por lo bajo hasta mucho después del mediodía. Según su modo de pensar, una excavación era una especie de rito sagrado en el que cada una de las capas era apartada cuidadosamente del talud hasta sacar a la luz la historia de todo lo que yacía debajo, con lo cual los secretos quedaban desvelados. Todo detalle, por pequeño que fuera, debía tenerse en cuenta, cualquier pella de tierra ocultaba un dato importante, y los aficionados podían destruir objetos valiosos.
Todo esto se lo había explicado enfadado a Elinborg y a Sigurdur Óli, que no tenían culpa alguna de nada, mientras daba órdenes a su gente. El trabajo avanzaba muy despacio debido a la minuciosidad de los métodos arqueológicos. Sobre el terreno se cruzaban unas cuerdas que delimitaban cuadrados de un tamaño determinado. Era en extremo importante no alterar la posición del esqueleto durante la excavación, y pusieron especial cuidado en que la mano no se moviera aunque cavaran a su alrededor, además de examinar cuidadosamente cada grano de tierra.
—¿Por qué sobresale esa mano de la tierra? —preguntó Elinborg deteniendo a Skarphédinn cuando éste pasaba como una flecha delante de ella, atareadísimo.
—Es imposible decirlo —contestó él—. En el peor de los casos puede ser que quien yace ahí estuviera aún con vida cuando lo cubrieron de tierra, e intentara presentar alguna clase de resistencia. Que intentara desenterrarse.
—¡Vivo! —exclamó Elinborg—. ¿Que intentara desenterrarse?
—No tiene por qué ser necesariamente así. No puede excluirse que las manos quedaran en esa posición al introducir el cuerpo en la tierra. Es demasiado pronto para decir nada al respecto. Y ahora déjame trabajar.
Sigurdur Olí y Elinborg se asombraron de que Erlendur no apareciese por la excavación. Cierto que era estrafalario y un sabelotodo, pero también era cierto que su mayor interés era la desaparición de personas tanto de época antigua como moderna, y el esqueleto que había allí enterrado podría ser una esplendida clave para la desaparición de alguna persona de tiempos pretéritos, y que a Erlendur le encantaría explicar desempolvando documentos amarillentos. Cuando ya había pasado el mediodía, Elinborg se decidió a intentar llamarlo a su casa y al móvil, pero sin éxito.
Hacia las dos sonó el móvil de Elinborg.
—¿Estás allá arriba? —preguntó una voz oscura, que ella reconoció al momento.
—¿Dónde estás tú?
—Me he retrasado un poco. ¿Estás en el solar?
—Sí.
—¿Ves los arbustos? Creo que son groselleros. Están a unos treinta metros al este del solar, casi en línea recta, hacia el sur.
—¿Groselleros? —Elinborg forzó la vista buscando los árboles—. Sí —dijo—, los veo.
—Los plantaron allí hace muchísimo tiempo.
—Sí.
—Entérate de por qué. Si alguien vivió allí, si hubo antiguamente alguna casa... Pásate por Urbanismo y que te den planos de la zona, y también fotos aéreas, si las tienen. Habría que estudiar documentos desde principios del siglo hasta mil novecientos sesenta, por lo menos. Incluso más.
—¿Crees que pudo haber una casa aquí, en la colina? —dijo Elinborg mirando a su alrededor, intentando no dejar traslucir su escepticismo.
—Creo que tendríamos que comprobarlo. ¿Qué hace Sigurdur Óli?
—Está repasando las desapariciones registradas desde después de la guerra, para empezar por algún sitio. Te estuvo esperando. Dijo que a ti te divertían mucho los estudios de ese tipo.
—He hablado con Skarphédinn, y me dijo que recordaba un campamento allí enfrente, al sur, en Grafarholt, durante la guerra. Donde ahora está el campo de golf.
—¿Un campamento?
—Un campamento británico o norteamericano. Alojamientos militares. Barracones. No recordaba el nombre. Tendrías que mirar eso también. Comprueba si los ingleses denunciaron alguna desaparición en aquel campamento. O los americanos que los reemplazaron.
—¿Los ingleses? ¿Los americanos? ¿Durante la guerra? Espera un momento, ¿y dónde averiguo yo todo eso? —preguntó Elinborg confundida—. ¿Cuándo los sustituyeron los americanos?
—En 1941. Pudo tratarse de un almacén de intendencia. O eso creía Skarphédinn, por lo menos. Habría que mirar si hubo casitas de veraneo en la colina y los alrededores, y alguna desaparición relacionada con ellas, ya fuera historia o sospecha. Tenemos que hablar con la gente de los bungalows de las proximidades.
—Es un trabajo enorme sólo por unos huesos viejos —dijo Elinborg con fastidio, dando una patada en el suelo y levantando polvo—. ¿Y qué estás haciendo tú? —preguntó en tono de reproche.
—Nada divertido —dijo Erlendur, y cortó la comunicación.
Había llamado a Emergencias al ver que no lograba que Eva volviera en sí, caída en el suelo de la vieja maternidad. Encontró el pulso débil y la cubrió con su abrigo e intentó atenderla lo mejor que supo, aunque no se atrevió a moverla. Antes de que pudiera darse cuenta, allí estaba la misma ambulancia que había acudido a Tryggvagata, y el mismo médico a bordo. Alzaron cuidadosamente a Eva Lind sobre una camilla que introdujeron en el vehículo y él recorrió en su coche a toda velocidad el breve trecho que quedaba hasta la admisión de Urgencias.
La llevaron directamente a quirófano, donde permaneció casi toda la noche. Erlendur paseó arriba y abajo por una pequeña sala de espera en la zona quirúrgica, pensando en si avisar a Halldóra. Le daba reparo telefonearla otra vez. Finalmente encontró una solución. Despertó a Sindri Snaer y le contó lo que le pasaba a su hermana y le pidió que se pusiera en contacto con Halldóra, para que fuera al hospital. No conversaron mucho. Sindri no pensaba ir a la ciudad por el momento. No creía que lo sucedido fuera causa suficiente para irse de viaje. La conversación telefónica se apagó.
Erlendur fumaba un cigarrillo tras otro debajo del cartel que informaba de que fumar estaba terminantemente prohibido, hasta que un cirujano a quien una mascarilla le cubría el rostro pasó por allí y lo regañó. Su móvil sonó cuando el médico acababa de pasar. Era Sindri, con un recado de Halldóra: no estaría mal que, por una vez, fuera Erlendur quien se encargara.
Volvió a entrar en la UCI ataviado con una fina bata de papel verde y una mascarilla en el rostro. Eva Lind estaba acostada en una cama grande, conectada a toda clase de aparatos e instrumentos de los que Erlendur no conocía ni el nombre ni la función, y la nariz y la boca cubiertas por una mascarilla de oxígeno. Permaneció a los pies de la cama mirando a su hija. Estaba en coma. Aún no había vuelto en sí. Por su semblante se extendía una serenidad que Erlendur no había visto nunca. Una quietud que no conocía. Allí tumbada, los rasgos de su rostro se dibujaban con más fuerza, los bordes eran más marcados, la mandíbula le tensaba la piel y tenía los ojos hundidos en sus órbitas.
El cirujano que había intervenido a Eva Lind fue a hablar con él aquella misma mañana. Su estado no era nada bueno. No habían conseguido salvar el feto y no era seguro que Eva pudiera sobrevivir.
—Está en muy malas condiciones —dijo el médico, un hombre alto y apuesto de unos cuarenta años.
—Ya —dijo Erlendur.
—Una prolongada desnutrición y drogadicción. Hay pocas probabilidades de que el niño hubiera llegado a nacer sano, de modo que quizás..., aunque naturalmente no sea nada bonito decirlo...
—Comprendo —dijo Erlendur.
—¿Nunca pensó en la posibilidad de un aborto? En casos como éstos, es...
—Quería tener el niño —afirmó Erlendur—. Pensaba que la ayudaría y yo estuve de acuerdo. Intentó dejarlo. Por una parte Eva Lind quiere liberarse de ese infierno. Es una parte diminuta que a veces sale a la luz y quiere acabar con esto... Pero por regla general la que está al mando es otra Eva completamente distinta. Más cruel e inhumana. Una Eva a la que no consigo entender. Una Eva que busca la destrucción. Que busca este infierno.
Erlendur se dio cuenta de que estaba hablando con un hombre al que no conocía de nada, y calló.
—Comprendo que sea difícil para unos padres tener que enfrentarse a esto —dijo el médico.
—¿Qué sucedió?