De ninguna forma, dice, quisiera, con su entrada no autorizada en los campos de las sombras y su ruego de liberar a Eurídice, poner en duda el ilimitado poder de los soberanos sobre las almas muertas. «
Vosotros
tenéis en vuestras manos el más largo dominio sobre la raza de los mortales…» Eso es indiscutible y se aplica también, naturalmente, a Eurídice. Sólo que, en su caso —por un percance, una desgraciada coincidencia, un error en la burocracia competente para el mundo de la superficie— se le cortó demasiado pronto el hilo de la vida, privando a la pobre muchacha de los años que realmente le correspondían y, con ello, de su florecimiento y madurez. Iría a parar de todas formas al reino de los muertos pronto o tarde, lo mismo que él, el propio Orfeo, y como todos los demás mortales. Por consiguiente, si ahora pedía que volviera a anudarse el hilo de la vida para, de esa forma, llevar de nuevo a su amada al mundo de la superficie, no había que entenderlo como una cesión de propiedad sino sólo como un préstamo a plazo. Al cabo de unos años o decenios, lo prestado volvería definitivamente a sus propietarios legales. Por otra parte —en eso insistía— no había descendido por cálculo, mala intención o curiosidad, sino única y exclusivamente por amor. Y el amor era precisamente un poder al que ningún ser terrenal podía sustraerse, incluso creía que la luz del amor se abría paso de vez en cuando hasta la más profunda oscuridad del Submundo. ¿No había sido el poder del amor el que en otro tiempo había unido a los respetados soberanos? Incluso —si era verdad lo que se decía—, el propio Hades en sus años jóvenes, impulsado por su apasionado amor y haciendo caso omiso de este o aquel acuerdo con sus colegas divinos, ¿no había arrebatado a Perséfone en un campo de flores, llevándosela al Orco? Quizá los soberanos recordaran su propia juventud, su propio amor y, por amor, dejaran que la clemencia pasara por encima del derecho y liberaran a Eurídice; si no fuera así, él, Orfeo, no querría volver a la vida, sino permanecer allí entre los muertos.
Todo eso lo dijo cantando.
Hay que reconocer que el discurso de Orfeo se diferencia de forma agradable del rudo tono de mando de Jesús de Nazaret. Jesús era un predicador fanático, que no quería convencer sino que reclamaba un vasallaje sin condiciones. Sus manifestaciones están salpicadas de órdenes, amenazas y el reiterante y apodíctico «pero yo os digo». Así hablan en todos los tiempos los que no aman ni quieren salvar a un solo hombre, sino a toda la Humanidad. Orfeo, sin embargo, sólo ama a una, y sólo a ella quiere salvar: Eurídice. Y por eso su tono es más conciliador, más amable, suplicante… lo que significa pedir humildemente favor y deferencia. Y he aquí que su discurso tiene éxito. Los soberanos del Reino de los Muertos le devuelven a su amada… con la consabida condición de que, en su camino hacia el mundo superior, no debía volverse ni una sola vez hacia ella, que lo seguiría.
Y entonces comete un error. (El nazareno nunca comete errores. E incluso cuando parece cometerlos —por ejemplo al admitir a un traidor en su propio grupo—, el error está calculado y forma parte del plan de salvación). Orfeo, sin embargo, es un hombre sin planes ni habilidades sobrehumanas y, como tal, capaz en cualquier momento de cometer un gran error, una horrible estupidez… lo que hace que nos resulte otra vez simpático. Se alegra traviesamente —¿quién podría tomárselo a mal?— de su éxito. Ha conseguido algo que, antes de él, nadie había logrado: volver a la vida a su amada, sacándola de entre los muertos. Casi. Prácticamente ya. Porque el corto trecho que tiene delante no esconde, según cree, ningún peligro. Ya no acechan cancerberos ni erinias, y además viaja, o mejor, viajan, es decir él y su apéndice, que camina tras él, con el permiso más alto. ¿Qué puede pasarles aún? No, el asunto está ganado y el triunfo es completo. Eso cree él. Y, en la euforia de su dicha, se pone otra vez a cantar, naturalmente no una canción lastimera esta vez, sino un himno jubiloso a la vida, a Eurídice. Y se embriaga tanto con la belleza de su propio canto que subestima el peligro a que está expuesta aún su empresa, quizá no lo ve ya… porque el peligro viene de él mismo.
Orfeo —conviene recordarlo— es un artista y, como todos los artistas, no está libre de vanidad, digamos que no está libre del orgullo de su arte. Y, como muchos artistas, es sobre todo intérprete, depende de un público que lo mire, lo oiga, lo aplauda o, al menos, reaccione ante él, un público por cuyo comportamiento pueda medir el efecto de su canción. Cuando descendió al Submundo, el efecto saltaba a la vista. «Las pálidas almas lloraban», como escribe Ovidio, y no sólo las personalidades ya mencionadas, sino también los innumerables muertos sin nombre. Todos los que lo oyeron se pusieron a sus pies… debió de ser un público de millones. Ahora bien, al volver a subir a terrenos intransitables y accidentados, demasiado lejos ya de los muertos y todavía no suficientemente cerca de los vivos, nadie lo oía ya. Salvo la que lo seguía. Y ella no decía nada. ¿Por qué no? ¿Le habían prohibido hablar? ¿No podía gritar siquiera «¡bravo!» o «¡qué bonito!»? ¿No podía al menos aplaudir de alegría y entusiasmo? ¿Estaba allí? ¿No se habría perdido por el camino? ¿O quizá no lo había seguido? ¿Quizá lo hubieran… —y, mientras seguía cantando, tuvo ese pensamiento horrible, porque, naturalmente, era un gran neurótico, es decir, una persona totalmente normal—… quizá lo hubieran engañado desde el principio, sólo para librarse de él, porque no podían librarse de él de otro modo, y nunca habían puesto a su amada detrás? ¿Se le había impuesto aquella condición infantil, aquel mandamiento absurdo de no darse la vuelta, sólo para que no se diera cuenta del engaño, o se diera cuenta sólo cuando fuera demasiado tarde para volver? ¡Y él había sido suficientemente tonto para dejarse engañar, y caminaba, cantando alegremente como un idiota, más solo que la una, a través de aquel yermo abandonado…! Seguía cantando y cantaba más fuerte que nunca, de rabia y creciente desesperación, para hacerse oír, sin saber por quién: ¡Eurídice, Eurídice…!
Ningún cantante de ópera aguanta a la larga cantar dando la espalda al público… aunque algún director lo exija, con palabras angélicas o amenazas. No puede. Va contra su naturaleza. Él, cuyo arte todo y
raison d’être
consisten en volver su alma del revés, tiene que mostrarse y, para ver reflejada su alma,
tiene
que dirigirse a alguien. Y en algún momento, a pesar de todas las prohibiciones, lo hace.
Orfeo, sometido al doble tormento de no poder volverse y haber sido engañado quizá desde el principio, aguantó asombrosamente mucho. Había cruzado ya el umbral de la luz, dice Virgilio, es decir, estaba ya en terreno seguro, de este lado, cuando perdió el dominio de sí mismo. Probablemente no esperaba ya verla a ella detrás. Hubiera podido soportar el engaño de los dioses y se habría refugiado en pensamientos de rabia y venganza. Sin embargo, al volverse, para su sorpresa e incluso espanto, ella estaba allí, a menos de dos pasos de distancia, pero todavía más allá de la frontera, y la perdió por su culpa. Ella lo miró, tan espantada como él a ella y con inmensa melancolía también, pero sin reproche; musitó un «adiós» apenas perceptible y volvió a hundirse para siempre en el Orco…
La historia de Orfeo nos conmueve hasta hoy porque es la historia de un fracaso. Falló el maravilloso intento de reconciliar los dos enigmáticos poderes de la existencia humana, el amor y la muerte, obligando a lo más salvaje de ambos al menos a un pequeño compromiso. La historia de Jesús es en cambio, en lo que al enfrentamiento con la muerte se refiere, un triunfo desde el comienzo hasta su amargo final. Sólo en dos ocasiones mostró Jesús una debilidad humana: en Getsemaní, cuando dudó brevemente de su misión («… si es posible, pase de mí este cáliz»), y luego, con estremecedora claridad, en la cruz, con sus últimas palabras totalmente inesperadas y quizá no incluidas en el programa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Sin embargo, únicamente los dos primeros evangelios atestiguan ese grito de desesperación. En los posteriormente escritos de Lucas y Juan, sin duda por ser considerado políticamente incorrecto, no aparece ya y es sustituido por el seguro de sí mismo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», o por el ya mencionado: «¡Consumado es!»
¿Y el amor? ¿Ese Eros sensualmente ansioso, insistente, del que hemos hablado? Negativo. El Eros no aparece en el caso de Jesús. El Diablo, que lo tentó, lo sabía. Ofreciéndole chicas guapas o efebos
à volonté
no se podía engatusar a aquel joven carpintero avinagrado. El poder era lo único que le interesaba. Y por eso el Diablo le ofreció
poder
sobre todos los reinos de este mundo, si se arrodillaba ante él y lo adoraba… Inútilmente, como sabemos, porque, aunque Jesús no pensaba en modo alguno en renunciar al poder, pensaba conseguirlo en el otro partido, el más fuerte.
Ese aspecto calculador (casi) siempre controlado, nunca estremecido por el extático Eros, da al personaje de Jesús de Nazaret una gran frialdad, distanciación e inhumanidad. Pero quizá le pedimos demasiado. Tal vez fuera realmente sólo un dios.
Orfeo está más próximo a nosotros. A pesar de su carácter exaltado y su posterior chifladura, por su coraje antifanático, por su carácter civilizado, su astucia e inteligencia nada apodícticos, y a pesar o a causa de su fracaso. Orfeo era, sin lugar a dudas, el hombre más completo.
PATRICK SÜSKIND, nació en 1949 en la localidad bávara de Ambach, en Alemania. Su primera novela,
El perfume
(Seix Barral, 1985), le valió inmediata notoriedad mundial. Es autor también del monólogo
El contrabajo
(Seix Barral, 1986), de las novelas
La paloma
(Seix Barral, 1987) y
La historia del señor Sommer
(Seix Barral, 1991), y del libro
Un combate y otros relatos
(Seix Barral, 1996).
[1]
«Toca si estás cachondo»
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