Soldados de Salamina (16 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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Como una película de los hermanos Marx, sólo que con muertos. Aquello fue un desbarajuste fabuloso. —Sopló un poco el té, bebió un sorbo y volvió a dejar la taza sobre el plato—. Mira, te voy a decir la verdad. Duran­te años me cagué cada vez que pude en Allende, pensaba que la culpa de todo era suya, por no entregarnos las armas. Ahora me cago en mí por haber dicho eso de Allende. Joder, el cabrón pensaba en nosotros como si fuéramos sus hijos, ¿entiendes? No quería que nos mata­ran. Y si llega a entregarnos las armas hubiéramos muer­to como chinches. En fin —concluyó, tomando otra vez la taza—, supongo que Allende fue un héroe.

¿Y qué es un héroe?

La pregunta pareció sorprenderle, como si nunca se la hubiese hecho, o como si se la hubiera estado haciendo desde siempre; con la taza en el aire, me miró fugazmente a los ojos, volvió la vista hacia la bahía, por un momen­to reflexionó; luego se encogió de hombros.

No lo sé —dijo—. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Para entonces ya hacía casi un mes que yo no pensa­ba en Soldados de Salamina, pero en aquel momento no pude evitar el recuerdo de Sánchez Mazas, que no mató nunca y que en algún momento, antes de que la realidad le demostrara que carecía del coraje y del instinto de la virtud, acaso se creyó un héroe. Dije:

No lo sé. John Le Carré dice que hay que tener tem­ple de héroe para ser una persona decente.

Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe —replicó en el acto Bolaño—. Personas decentes hay muchas: son las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. En realidad, yo creo que en el comportamiento de un héroe hay casi siempre algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser su­blime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración. Ahí está Allende, hablando por Radio Magallanes, tumbado en el suelo en un rincón de La Moneda, con la metralleta en una mano y el micrófono en la otra, hablando como si estuviera borracho o como si ya estuviera muerto, sin saber muy bien lo que dice y diciendo las palabras más limpias y más nobles que yo he escuchado nunca... Ahora me acuerdo de otra historia. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del cen­tro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. —Bolaño se detuvo, con el dedo índice se subió las gafas hasta que la montura rozó las cejas—. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instin­to ciego que lo superaba, que podía más que él, que obra­ba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

Bolaño y yo nos pasamos el resto de la mañana con­versando acerca de sus libros, de los autores que le gus­taban —que eran muchos— y de los que detestaba —que todavía eran más—. Bolaño hablaba de todos ellos con una extraña pasión helada, que al principio me fascinó y luego me hizo sentir incómodo. Abrevié la entrevista. Cuando ya íbamos a despedirnos, en el paseo del Mar, me propuso comer en su casa, con su mujer y su hijo; mentí: le dije que no podía, porque me esperaban en el periódi­co. Entonces me invitó a venir a verle algún día; volví a mentir: le dije que lo haría muy pronto.

Una semana después, cuando se publicó la entrevista, Bolaño me telefoneó al periódico. Me dijo que le había gustado mucho. Preguntó:

¿Estás seguro de que dije todo eso de los héroes?

Palabra por palabra —contesté, bruscamente suspi­caz, imaginando que el elogio inicial era sólo un prólogo a los reproches, conjeturando que Bolaño era uno de esos lenguaraces que atribuyen todos sus deslices verbales a la malicia, el descuido o la frivolidad de los periodistas—. Lo tengo grabado.

¡Joder, pues la verdad es que está muy bien! —me tranquilizó—. Pero te llamaba por otra cosa. Mañana esta­ré en Gerona para renovar mi permiso de residencia; una vaina de mierda, que no me llevará mucho rato. ¿Te ape­tecería que comiéramos juntos?

Yo no había esperado ni la llamada ni la propuesta y, quizá porque me pareció más fácil aceptarla que pretextar un compromiso, acepté, y al día siguiente, cuando llegué al Bistrot, Bolaño ya estaba sentado a una mesa, con una Coca-Cola light en la mano.

Hacía por lo menos veinte años que no venía por aquí —comentó Bolaño, que el día anterior, por teléfono, me había dicho que, durante la temporada en que había residido en la ciudad, vivía cerca del Bistrot—. Esto ha cambiado un huevo.

Después de hacer el pedido (ensalada y bistec a la plancha para él; mejillones al vapor y conejo para mí), Bolaño volvió a elogiar mi entrevista, habló de las de Capote y de Mailer, bruscamente me preguntó si estaba escribiendo algo. Como nada irrita tanto a un escritor que no escribe como que le pregunten por lo que está escri­biendo, un poco molesto contesté:

No. —Y, porque pensé que, como para todo el mundo, para Bolaño escribir en los periódicos no es escri­bir, añadí—: Ya no escribo novelas. —Pensé en Conchi y dije—: He descubierto que no tengo imaginación.

Para escribir novelas no hace falta imaginación —dijo Bolaño—. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

Entonces yo me he quedado sin recuerdos. —Tra­tando de ser ingenioso expliqué—: Ahora soy un perio­dista; o sea: un hombre de acción.

Pues es una lástima —dijo Bolaño—. Un hombre de acción es un escritor frustrado. Si don Quijote hubiera escrito un solo libro de caballería nunca hubiera sido don Quijote, y si yo no hubiese aprendido a escribir ahora estaría pegando tiros con las FARC. Además, un escritor de verdad nunca deja de ser un escritor. Aunque no es­criba.

¿Qué te hace pensar que yo soy un escritor de ver­dad?

Escribiste dos libros de verdad.

Juvenalia.

¿El periódico no cuenta?

Cuenta. Pero ahí no escribo por placer: sólo para ganarme la vida. Además, no es lo mismo un periodista que un escritor.

En eso tienes razón —concedió—. Un buen periodis­ta es siempre un buen escritor, pero un buen escritor casi nunca es un buen periodista.

Me reí.

Brillante, pero falso —dije.

Mientras comíamos Bolaño me habló de la época en que había vivido en Gerona; minuciosamente me contó una interminable noche de febrero en un hospital de la ciudad, el Josep Trueta. Aquella mañana le habían diag­nosticado una pancreatitis, y, cuando el médico apareció por fin en su habitación y él pudo preguntarle, sabiendo cuál era la respuesta, si se iba a morir, el médico le acari­ció un brazo y le dijo que no con la voz con que se dicen siempre las mentiras. Antes de dormirse esa noche, Bola­ño sintió una tristeza infinita, no porque supiera que iba a morir, sino por todos los libros que había proyectado escribir y nunca escribiría, por todos sus amigos muertos, por todos los jóvenes latinoamericanos de su generación —soldados muertos en guerras de antemano perdidas— a los que siempre había soñado resucitar en sus novelas y que ya permanecerían muertos para siempre, igual que él, como si no hubieran existido nunca, y luego se durmió y durante toda la noche soñó que estaba en un ring pe­leando con un luchador de sumo, un oriental gigantesco y sonriente contra el que nada podía y contra el que sin embargo siguió peleando toda la noche hasta que desper­tó y supo sin que nadie se lo dijera, con una alegría sobre­humana que no había vuelto a experimentar nunca, que no iba a morir.

Pero a veces pienso que todavía no he despertado —dijo Bolaño pasándose la servilleta por los labios—. A veces pienso que todavía estoy en la cama del Trueta, peleando con el luchador de sumo, y que todo lo que ha pasado en estos años (mi hijo y mi mujer y las novelas que he escrito y los amigos muertos de los que he habla­do) lo estoy soñando, y que en algún momento me des­pertaré y estaré en la lona del ring, asesinado por un orien­tal muy gordo que sonríe igual que la muerte.

Después de comer Bolaño me pidió que le acompa­ñara a dar una vuelta por la ciudad. Le acompañé: re­corrimos el casco antiguo, caminamos por la Rambla, por la plaza de Catalunya, por la del mercado. Al atardecer to­mamos café en el bar del hotel Carlemany, muy cerca de la estación, mientras Bolaño esperaba el tren. Fue allí, entre tazas de té y gin-tonics, donde me contó la historia de Miralles. No recuerdo por qué ni cómo llegó hasta ella; recuerdo que habló con un entusiasmo inflexible, con una suerte de jubilosa seriedad, poniendo a disposición del relato toda su erudición militar e histórica, que era abrumadora pero no siempre exacta, porque más tarde, cuando consulté varios libros sobre las operaciones mili­tares de la Guerra Civil y la segunda guerra mundial, des­cubrí que algunas de las fechas y nombres y circunstan­cias habían sido modificados por su imaginación o su memoria. El relato, sin embargo, no sólo era verosímil, sino también, en la mayoría de sus pormenores, fiel a los hechos.

Una vez corregidos los pocos datos y fechas que Bola­ño había alterado, la historia es ésta:

Bolaño conoció a Miralles en el verano de 1978, en el cámping Estrella de Mar, en Castelldefells. El Estrella de Mar era un cámping de rulots al que cada verano acudía una población flotante compuesta básicamente por miembros del proletariado europeo: franceses, ingleses, alemanes, holandeses, algún español. Bolaño recordaba que, al menos durante el tiempo que pasaba allí, aquella gente era muy feliz; él también se recordaba a sí mismo feliz. Trabajó en el cámping durante cuatro veranos, del año 78 al 81, y a veces también durante los fines de sema­na de invierno; hizo de basurero, de vigilante nocturno, de todo.

Fue mi doctorado —me aseguró Bolaño—. Conocí a una fauna humana de lo más variopinta. En realidad, nunca en toda mi vida he aprendido tantas cosas de golpe como allí.

Miralles llegaba cada año a principios de agosto. Bola­ño lo recordaba al volante de su rulot, con sus saludos de escándalo, su sonrisa descomunal, su gorra calada y su tremenda barriga de buda, inscribiéndose en el registro del cámping e instalándose de inmediato en el lugar asigna­do. A partir de aquel momento Miralles no volvía a ves­tir en todo el mes más que un bañador y unas chanclas de goma y, como andaba todo el día a cuerpo gentil, lla­maba inmediatamente la atención, porque su cuerpo era un auténtico compendio de cicatrices: de hecho, todo el costado izquierdo, desde el tobillo hasta el mismo ojo, por el que aún podía ver, era una pura cicatriz. Miralles era catalán, de Barcelona o de los alrededores de Barcelo­na —Sabadell tal vez, o Terrassa: en todo caso Bolaño recordaba haberle oído hablar en catalán—, pero llevaba muchos años viviendo en Francia y, al decir de Bolaño, se había vuelto totalmente francés: gastaba una ironía bien afilada, sabía comer y beber y le volvía loco el buen vino. De noche se reunía en el bar con sus amigos de cada vera­no y Bolaño, que en su calidad de vigilante nocturno se sumaba con frecuencia a esas veladas que se prolongaban hasta muy tarde, lo vio emborracharse a menudo, pero nunca volverse agresivo ni pendenciero ni sentimental. Al final de esas noches simplemente necesitaba que alguien le acompañara hasta su rulot, porque ya no era capaz de llegar por sí mismo hasta ella. Bolaño lo hizo muchas veces, y también se quedó muchas veces a solas con él, en el bar, bebiendo hasta muy tarde porque Miralles había derrotado a sus contertulios, y fue en el curso de esas noches interminables y solitarias (nunca le vio hablar de ello ante otras personas) cuando le oyó desplegar una y otra vez su historial de guerra, desplegarlo sin jactancia ni orgullo, con su aprendida ironía de francés adoptivo, como si no le perteneciera a él sino a otra persona, alguien a quien apenas conocía y a quien sin embargo vagamen­te estimaba. Por eso Bolaño lo recordaba con absoluta precisión.

En el otoño de 1936, pocos meses después de comen­zada la guerra en España, Miralles fue reclutado con ape­nas dieciocho años, y a principios del 37, después de un adiestramiento militar de urgencia, encuadrado en un batallón de la Primera Brigada Mixta del Ejército de la Re­pública, que estaba al mando de Enrique Líster. Éste, que había sido comandante de las Milicias Antifascistas Obre­ras y del Quinto Regimiento, ya era para entonces una leyenda viva. El Quinto Regimiento acababa de disolver­se, y la mayoría de los compañeros del batallón de Mira­lles, que pocos meses atrás, en noviembre, habían sido de­cisivos para detener a las tropas de Franco a las puertas de Madrid, se habían batido en sus filas. Antes de la guerra Miralles trabajaba de aprendiz de tornero; ignoraba la política: sus padres, gente de condición muy humilde, nunca hablaban de ella; tampoco sus amigos. Sin embar­go, apenas llegó al frente se hizo comunista: el hecho de que lo fueran sus compañeros y sus mandos y de que también lo fuera Líster sin duda influyó en su decisión; quizá lo hizo más la certidumbre inmediata de que los comunistas eran los únicos que de verdad estaban dis­puestos a plantar cara y ganar la guerra.

Supongo que era un poco botarate —recordaba Bolaño que le había dicho una noche Miralles, hablando de Líster, a cuyas órdenes hizo toda la guerra—. Pero también quería mucho a sus hombres y era muy valiente, muy español. Un tipo con dos cojones.

Español de puro bruto —citó Bolaño, sin decirle a Miralles que citaba a César Vallejo, sobre el que por entonces estaba escribiendo una novela chiflada.

Miralles se rió.

Exacto —convino—. Luego he leído muchas cosas sobre él, contra él en realidad. La mayoría falsas, por lo que yo sé. Supongo que se equivocó en muchas cosas, pero también acertó en muchas otras, ¿no es verdad?

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