Annika miró a Berit con los ojos abiertos de par en par.
—¡Jesús! —exclamó—. ¿Tú crees que la cosa estaba tan mal?
Berit bebió el resto del café.
—Investigar la actividad de IB, hasta sus últimas consecuencias, sería devastador para la socialdemocracia. La confianza en ellos se derrumbaría, totalmente. El archivo es la clave. Si esto saliera a la luz, los socialistas tendrían dificultad de formar gobierno durante mucho tiempo.
Los jóvenes de la mesa contigua se marcharon entre ruidos y gritos. Salieron al calor dejando sobre la mesa un dibujo abstracto de panchitos y manchas de cerveza. Annika y Berit les siguieron con la vista a través de la vidriera, les vieron cruzar el tráfico y dirigirse a la parada del autobús. De inmediato el 62 se detuvo, y los jóvenes se subieron a él.
¿Debo decir algo de las Barbies Ninja?, se le pasó por la cabeza a Annika.
Berit miró su reloj.
—Es la hora —anunció—. Mi último tren sale dentro de poco.
Annika dudó, Berit agitó la mano para llamar al camarero.
Paso de eso, pensó Annika. Nunca lo sabrá nadie.
—Mañana libro —informó—. Será maravilloso.
Berit suspiró y sonrió.
—Yo estaré un par de días con esto de IB. Pero será una ocupación agradable.
Annika le devolvió la sonrisa.
—Bueno, comprendo que te guste. ¿Eres comunista?
Berit rió.
—Y tú una espía de Säpo, ¿verdad?
Annika también rió.
Pagaron y salieron al verano que poco a poco había cambiado color y forma, de tarde a noche.
Diecisiete años, once meses y ocho días
El tiempo agrieta, deja profundas huellas. La realidad desgarra el amor con su mezquindad y su hastío. Nuestra ambición por encontrar la verdad es igual de desesperada. El tiene razón, debemos responsabilizarnos juntos. Mi consideración falla, mi foco es opaco, la concentración no es total. Tardo mucho en alcanzar el orgasmo. Tenemos que intimar, ocuparnos sólo de nosotros mismos, sin que nadie nos moleste. Sé que él tiene razón. Conscientes del verdadero amor, no existe ningún obstáculo.
Yo sé cuál es el problema: tengo que aprender a controlar mis anhelos. Estos ponen obstáculos en el camino de nuestras experiencias, de nuestros paseos por el cosmos. El amor te transporta a cualquier parte, pero la entrega ha de ser total.
Me quiere inefablemente. Todos los maravillosos detalles, su devoción por todo lo mío. Elige mis libros, ropa, discos, comida y bebida, nuestro pulso y respiración son uno. Debo abandonar mis aspiraciones egoístas.
Nunca me abandones,
dice él,
sin ti no puedo vivir.
Y yo se lo prometo, una y otra vez.
La corriente la despertó. Permaneció en la cama con los ojos cerrados. A través de los párpados adivinó la brillantez de la luz que se colaba por la ventana abierta. Era de mañana. No tan tarde como para que sintiera ansiedad por haber dormido todo el día, pero lo suficiente como para sentirse descansada.
Annika se puso la bata y salió a la escalera. Las baldosas cuarteadas del suelo la refrescaron compasivamente. El retrete se encontraba medio piso más abajo, lo compartía con los otros inquilinos de los pisos superiores.
Cuando entró de nuevo en el apartamento las cortinas se agitaron al viento como grandes velas. Había comprado treinta metros de gasa clara y la había arreglado con arte sobre las varillas de las cortinas, el efecto era patente. El piso estaba completamente pintado de blanco. El último inquilino le había dado una mano con un color de base y luego se cansó. Ahora, las paredes mates reflejaban y se comían la luz al mismo tiempo, dándoles a las habitaciones una sensación de transparencia.
Cruzó lentamente el salón y entró en la cocina. El suelo estaba casi vacío, apenas había muebles. Las tablas grises del suelo relucían de jabón y lejía. El techo flotaba sobre ella como un cielo blanco, mate claro. Hirvió agua en la cocina de gas, puso tres cucharadas de café en una cafetera de cristal de Bodum, vertió el agua y presionó el colador. La nevera estaba vacía. Tomaría un bocadillo en el tren.
El periódico matutino estaba en el suelo de la entrada ligeramente rasgado, el buzón era algo pequeño para contenerlo. Lo cogió y se sentó con la espalda contra la despensa empotrada.
Lo de siempre. Oriente Próximo. La campaña electoral. El récord de calor. Ni una línea sobre Josefin. Ya era historia, una cifra en las estadísticas. Un artículo más sobre IB. Esta vez lo leyó. Un profesor de Gotemburgo pedía una comisión indagatoria.Right on,pensó Annika.
Pasó de bajar a ducharse, se lavó la cara y las axilas en la pila del fregadero. El agua ya no estaba helada, no necesitaba calentarla.
Los periódicos de la tarde acababan de llegar, compró ambos en el estanco de Scheelegatan. Los titulares de los vespertinos eran todos sobre el IB. Annika sonrió. Berit era la mejor. Sus artículos también se encontraban en las mejores páginas, octava, novena, décima y la central. Después leyó su texto sobre la investigación policial, era realmente bueno. La policía tenía una prueba que apuntaba a un conocido de Josefin, había escrito. Josefin se había sentido amenazada y asustada con anterioridad. Había señas que indicaban que ya antes había sido maltratada. Volvió a sonreír. Sin decir nada sobre Joachim había quedado clara la teoría de la policía. A continuación salía la orgía de dolor en Täby, se sintió contenta de haber sido parca y haberse ajustado a los datos. La foto estabaokey.Mostraba a unas muchachas, que no lloraban, alrededor de una vela. Le pareció bien. EnKonkurrentenno venía nada especial, excepto la serie «La vida después de las vacaciones». Eso lo leería en el tren.
Había ventisca, el aire era caliente. Se compró un helado de desayuno en el turco de Bergsgatan y bajó por Kaplansbacken a Centralen. Tuvo suerte, el trenintercitya Malmö saldría dentro de cinco minutos. Se sentó en el vagón restaurante y fue la primera en comprar un sándwich cuando comenzaron a servir. Se había olvidado el billete, le compró uno directamente al revisor.
En Flen sólo se apearon ella y tres hombres árabes. El autobús a Hälleforsnäs saldría dentro de un cuarto de hora, se sentó en un banco frente al ayuntamiento y estudió la obra de arte que tenía enfrente «Aspiración vertical». Era, en verdad, insólitamente superflua. Se comió una bolsa de golosinas en el autobús y se bajó en Konsum.
—Felicidades —exclamó Ulla, una de las compañeras de trabajo de su madre. La señora estaba de pie con su bata verde y fumaba junto a las plantas.
—¿Por qué? —preguntó Annika y sonrió.
—¡Por todos los éxitos! Los titulares y todo eso. Aquí en Hälleforsnäs todos estamos muy orgullosos de ti —voceó Ulla.
Annika rió y agitó la mano a la defensiva. Subió hacia la iglesia y continuó hasta su casa. La zona parecía muerta y deshabitada. Las hileras de edificios rojos de los años cuarenta despedían vapor en medio del calor.
¡Espero que no esté Sven!, pensó ella.
El piso estaba vacío. Las plantas se habían muerto. Una bolsa de basura vieja esparcía un desagradable olor por toda la cocina. La tiró por el conducto y abrió todas las ventanas. Dejó en paz los cadáveres de las plantas. Ahora mismo no tenía más fuerzas.
Su madre se alegró realmente de verla. La abrazó con manos torpes, frías pero algo sudorosas.
—¿Has comido? Tengo un guiso de alce en el fuego.
El último novio de su madre era cazador.
Se sentaron a la mesa de la cocina, la madre encendió un cigarrillo. La ventana estaba entreabierta, Annika pudo oír a dos chiquillos pelearse por una bicicleta. Dejó que su mirada siguiera por el río hasta la acería, vio sus desolados y grises tejados de metal extenderse tar lejos como alcanzaba la vista.
—Ahora tienes que contármelo todo, ¿cómo lo has conseguido?
La madre sonrió expectante.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Annika y le devolvió la sonrisa.
—¡Un éxito así, claro! ¡Todos lo han visto! Se acercan a mí y me felicitan en la cola de la caja. Unos artículos muy buenos. Y titulares y todo.
Annika volvió la cabeza.
—No fue tan difícil —respondió—. Me dieron una información muy buena. ¿Y tú, cómo estás?
La madre se iluminó.
—Bien, ahora verás —anunció y se levantó.
El humo del cigarrillo dibujó un dragón en el aire cuando pasó zumbando hacia la mesa de trabajo. Annika siguió a su madre con la vista hasta que regresó y extendió una serie de fotocopias sobre la mesa, frente a Annika.
—A mí me gusta más ésta —señaló, golpeando la mesa, se sentó y le dio una profunda calada a su cigarrillo.
Annika observó con un ligero suspiro los papeles de su madre. Eran prospectos de diferentes agencias inmobiliarias de Eskilstuna. La fotocopia superior, la que la madre había golpeado, era de Mäklarringen. «Casa exclusiva, alto estándar, c. baños alicatados, salón en esquina, cabaña de barbacoa c. chimenea», leyó.
—¿Por qué acortan «con»? —preguntó Annika.
—¿Qué? —respondió su madre.
—Acortan la palabra más corta de la frase —señaló Annika—. Me parece ilógico.
Su madre agitó las manos irritada para apartar el humo que había entre ellas.
—¿Qué te parece? —inquirió. Annika dudó.
—Me parece un poco cara.
—¿Cara? —replicó la madre y le arrancó el prospecto—. Entrada con suelo de mármol, ladrillo vitrificado en la cocina y además hay un bar en el sótano. ¡Es perfecta!
Annika suspiró en silencio.
—Claro. Sólo me preguntaba si te lo puedes permitir. Un millón trescientas mil coronas es mucho dinero.
—Mira las otras —dijo su madre.
Annika las ojeó. Todas las casas eran grandes monstruos de las afueras de Eskilstuna, se encontraban en zonas como Skiftingen, Stenkvista, Grundby, Skogstorp. Tenían más de seis habitaciones y grandes jardines.
—A ti no te gusta trabajar en el jardín —dijo Annika.
—A Leif le gusta la naturaleza —expuso su madre y apagó el cigarrillo a medias—. Estamos pensando en comprar algo juntos.
Annika simuló no oír.
—¿Cómo está Birgitta? —preguntó, en cambio.
—Bien —respondió su madre—. Se lleva muy bien con Leif. A ti también te gustaría, si alguna vez le vieras.
La voz tenía un tono de reproche y agravio.
—¿Puede seguir en Rätt Pris?
—No cambies de tema —replicó la madre y estiró la espalda—. ¿Por qué no quieres conocer a Leif?
Annika se levantó, se dirigió hacia la nevera y estudió sus repisas. Estaban bien limpias, pero bastante vacías.
—Claro que lo puedo conocer, si esto te hace feliz. Pero justo este verano ha sido un poco difícil, como puedes comprender.
No le importó sonar algo irónica.
—No fisgues en la nevera. Pronto comeremos. Puedes poner la mesa.
Annika cogió un yogur desnatado y cerró la puerta de la nevera.
—No tengo tiempo —respondió—. Quiero ir a Lyckebo.
La boca de su madre se empequeñeció y palideció.
—Estará listo en unos minutos. Podrías esperar un poco.
—Hasta luego —dijo Annika.
Se colgó el bolso del hombro y se apresuró a salir del piso. Su bicicleta seguía ahí, la rueda trasera no tenía aire. La hinchó, aseguró el bolso en el portaequipajes y pedaleó hacia Granhed. La acería se deslizaba a su derecha, la miró de reojo. La jodida acería, el corazón batiente del pueblo. Cuarenta mil metros cuadrados de locales industriales abandonados. A veces ella la odiaba, por todo lo que había hecho a la juventud. Cuando ella nació ahí trabajan mil doscientas personas. Al acabar la escuela apenas quedaban un par de cientos. Su padre tuvo que dejar la acería en la siguiente ola de despidos que redujo la plantilla a ciento veinte. Ahora sólo trabajaban ocho personas. Pasó de largo el aparcamiento pedaleando. Tres coches, cinco bicicletas.
Su padre no pudo soportar el desempleo. Había vivido para ese trabajo de mierda. Nunca recibió ninguna nueva oferta, Annika adivinó el porqué. La amargura es difícil de ocultar y desagradable de emplear.
Pasó la entrada del club de remo y aceleró inconscientemente. Fue ahí donde encontraron a su padre media hora demasiado tarde. El cuerpo estaba congelado. Vivió un día más en el hospital Mälar de Eskilstuna, pero el alcohol había hecho de las suyas. En los momentos más difíciles ella creyó que había sido mejor así. Si pensaba en ello, lo cual no solía ocurrir, descubría que nunca se había permitido llorar por él.
Y, sin embargo, es a él a quien más me parezco, pensó y apartó rápidamente esa idea de su cabeza.
Después del desvío a Tallsjön el camino se estrechó y se llenó de baches. Serpenteaba entre los árboles. A ella no le gustaba el color del bosque a finales del verano. Aquel verdor compacto, tan repleto de clorofila, respiraba exactamente el mismo por todas partes. Annika lo encontraba aburrido y monótono.
Los senderos del bosque cruzaban el camino, a derecha e izquierda. Los que conducían a la izquierda estaban bloqueados por grandes barreras con candados, hasta aquí llegaba la linde de la finca de Harpsund.
El camino se empinaba, se puso de pie sobre los pedales y respiró con fuerza. El sudor le corría por las axilas, necesitaba un baño.
El desvío a Lyckebo apareció tan repentinamente como siempre. Casi se salió en la curva y derrapó un poco al frenar. Soltó el bolso, apoyó la bicicleta contra la barrera y pasó por debajo, entre la alta hierba.
—¡Whiskas!—exclamó—. ¡Gatito!
Un par de segundos después oyó un lejano ronroneo. El gatito dorado apareció entre la hierba con el sol brillando en sus bigotes.
—¡Whiskas,cariño!
Tiró el bolso sobre la hierba y cogió al gato que saltó a su regazo. Se sentó riéndose sobre un hormiguero y rodó por el suelo con su mascota, le rascó la panza y acarició su suave lomo.
—Tienes una garrapata, pillín. Espera que te la voy a quitar.
Agarró el insecto que se le había enganchado con fuerza bajo la barbilla y tiró de él. No se rompió. Sonrió satisfecha. Aún no había perdido la costumbre.
—¿Está la abuela en casa?
La anciana estaba sentada bajo la sombra del roble. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su regazo. Annika cogió el bolso y se encaminó hacia su abuela materna, el gato saltaba alrededor de sus piernas, se frotaba contra sus rodillas, ronroneaba y pedía caricias.
—¿Estás durmiendo?