Annika se volvió.
—¿Qué quieres decir?
Su madre irguió el cuello.
—Hay gente que piensa que tú pasas de él. Mudarte a Estocolmo así, sin preguntarle.
Annika palideció de rabia.
—¿Y tú qué sabes? —espetó.
Su madre manipuló torpemente el paquete de cigarrillos, el celofán crujió, y cliqueó varias veces el encendedor antes de que el tabaco prendiera. Dio una calada profunda y tosió con fuerza.
—Tú no sabes nada de Sven y de mí —replicó Annika mientras la mujer concluía de toser—. Crees que debería haber dicho que no a esta oportunidad por él, ¿eh? ¿Mi carrera y mi trabajo tienen que depender de su jodido permiso? ¿Es ésa tu opinión? ¿Eh?
Su madre tenía lágrimas en los ojos cuando recuperó la respiración.
—¡Huy, huy, huy! Tengo que dejar este veneno.
Intentó sonreír, pero Annika no respondió a la sonrisa.
—Claro que deseo que apuestes por tu trabajo. Tienes mucho talento. Pero ahí arriba es muy duro, eso lo sabemos todos. Nadie te culpa de tu fracaso.
Annika se volvió y rellenó el vaso una vez más. Su madre se acercó y le acarició torpemente el brazo.
—Annika —dijo—. No te enfades conmigo.
—No estoy enfadada —repuso Annika a media voz sin volverse.
Su madre dudó.
—A veces lo parece —contestó.
Annika giró, sus ojos estaban cansados cuando miró a su madre.
—No comprendo por qué siempre piensas en mudarte a una casa cara en Eskilstuna. ¡No tienes dinero! ¿Y dónde vas a trabajar? ¿Vas a venir a trabajar todos los días aquí a Konsum?
Ahora le tocó a la madre darse la vuelta.
—En Eskilstuna hay mucho trabajo —dijo ofendida—. Las cajeras honradas y cuidadosas no crecen en los árboles.
—Pero ¿por qué no empiezas por eso? ¡Busca trabajo! Lo erróneo es comenzar por la casa millonaria, ¿no lo entiendes?
La mujer le dio unas profundas caladas al cigarrillo.
—No me respetas —dijo.
—¡Claro que sí! —exclamó Annika, y agitó los brazos—. ¡Dios mío, tú eres mi madre! Lo único que quiero es que tengas los pies en la tierra. Si quieres vivir en una casa, ¿por qué no comprarla en Hälleforsnäs? ¡Aquí no cuestan tanto! Hoy he visto un cartel de «Se vende» arriba en Flensvägen, ¿has preguntado cuánto piden por ella?
—Finlandeses —repuso la madre, desdeñosa.
—Ahora dices tonterías —dijo Annika.
—Y tú —le espetó su madre—. Tú no quieres vivir aquí. Tú solo quieres vivir en Estocolmo.
Annika agitó los brazos.
—¡No es porque no me guste Hälleforsnäs! Adoro este pueblo. Pero el trabajo que deseo no está aquí.
Su madre apagó el cigarrillo en la aguachirle. Sus mejillas brillaban, la rabia había formado círculos rojos alrededor de sus ojos. La voz le temblaba.
—No quiero vivir en una vieja casucha en aquel agujero, ¿no lo entiendes? Antes prefiero seguir viviendo aquí, en este piso.
—¡Pues hazlo! —exclamó Annika, cogió su bolso y salió por la puerta.
Se montó en su bicicleta y fue cuesta abajo hacia la casa de Sven. No era buena idea aplazarlo más tiempo. Él vivía en las viejas caballerizas propiedad de la acería, un edificio que había sido majestuoso y de categoría pero que en la actualidad formaba parte del abandonado final de Tattarbacken.
Estaba en casa, sentado en el sofá, bebiendo unas cervezas y viendo un partido de fútbol por la televisión.
—¡Cariño! —exclamó, se levantó y la abrazó—. No sabes lo feliz que me hace verte por casa.
Ella se apartó cuidadosamente de su abrazo, el corazón le retumbaba, las piernas le temblaban.
—He venido a hacer las maletas, Sven —dijo ella, con voz trémula.
Él sonrió.
—Sí, yo también quiero que vivamos juntos.
Ella se atosigó e intentó respirar, a punto de romper a llorar.
—Sven —dijo—, me han dado un trabajo en Estocolmo. En elKvällspressen,quieren que vuelva a trabajar con ellos. Comienzo en noviembre.
Ella sostenía con las manos atenazadas el asa del bolso, aún con los zapatos puestos.
Sven agitó la cabeza.
—Pero no puedes —dijo él—. No puedes coger el tren cada día, ¿no lo entiendes?
Annika cerró los ojos y sintió cómo llegaban las lágrimas.
—Me voy —apuntó—. Para siempre. He dejado el piso y el trabajo en elKK.
Al mismo tiempo comenzó a retroceder instintivamente hacia la puerta.
—¿Qué coño dices?
Sven se dirigió hacia ella.
—Lo siento —lloró—. Nunca quise hacerte daño. Te he querido de verdad.
—¿Dejarme? —dijo él sofocado y la agarró de los brazos.
Ella dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, las lágrimas le corrían por el rostro y el cuello.
—Tiene que ser así —dijo ella sin aliento—. Tú te mereces a alguien que te quiera más. Yo ya no puedo hacerlo.
Sven comenzó a zarandearla, primero lentamente, luego cada vez con más violencia.
—¿Qué coño quieres decir? —gritó—. ¿Quieres decir que me dejas? ¿A mí?
Annika lloraba, la cabeza golpeaba la puerta de la calle, intentó zafarse.
—Sven —dijo ella—, Sven, escúchame...
—¿Por qué coño te voy a escuchar? —gritó el hombre—. ¡Me has mentido durante todo el jodido verano! Dijiste que querías probar cómo era vivir en Estocolmo, pero nunca tuviste el más mínimo deseo de volver, ¿verdad? ¡Joder, cómo me has engañado!
Annika dejó de llorar de golpe, le miró fijamente a los ojos.
—Estás completamente en lo cierto —repuso ella—. Todo lo que quiero es liberarme de ti.
Él la soltó y la miró con desconfianza.
Annika se dio la vuelta, abrió la puerta de una patada y salió corriendo.
Diecinueve años, once meses y veintiánco días
Ayer no me llegó el llanto ni el pánico horrorizado de cuando el ataque ha finalizado. El acaloramiento fue demasiado fuerte, aumentó hasta que el rojo se convirtió en negro. Dicen que me salvó la vida. La respiración boca a boca me devolvió el espíritu que sus manos se habían llevado. Aún no puedo hablar. Las heridas pueden ser crónicas. Él dice que me atraganté con un trozo de carne, y veo en los ojos de los médicos que no le creen. Pero nadie pregunta nada.
Él llora sobre mi manta. Me ha sujetado la mano durante muchas horas. Se disculpa y ruega.
Si hago como él quiere y suprimo el último obstáculo, borro lo que queda de mi personalidad, entonces no habrá nada. Ha alcanzado su meta. Nada le impide dar el último paso. Entonces él no hará regresar a mi espíritu otra vez.
Él dice
que me matará
si le abandono.
El Hosjön brillaba como un zafiro helado a la luz del sol. Annika se dirigió lentamente hacia el lago con Whiskas pisándole los talones. El gato saltaba y bailaba entre sus pies, salvaje de felicidad. Se rió y lo cogió en brazos. El animal se restregó contra la punta de su barbilla, le chupó el cuello y ronroneó como una máquina trilladora.
—Eres el gato más presumido del mundo, ¿sabes? —dijo Annika y le rascó detrás de la oreja.
Se sentó en el embarcadero y observó el lago. El viento, ligero y cálido, encrespaba la superficie centelleante. Annika miró detenidamente, vio las rocas grises emerger del agua y fusionarse con una pared verde oscuro de coniferas en la otra orilla. A lo lejos, donde el lago acababa y surgía el bosque espeso, vivía el Viejo-Gustav. Uno de estos días pasaría a verle, hacía mucho tiempo desde la última vez.
El futuro estaba abierto como una acuarela sin pintar. Dependía de su propia elección llenarlo con motivos y color, elegir la fuerza y la intensidad.
Cálido y rico, pensó, sencillo y luminoso.
El gato se durmió ovillado en sus rodillas. Ella parpadeó, dejó que los dedos jugaran con la suave piel del animal, respiró profundamente y le embargó una intensa sensación de felicidad. Así debería ser la vida, pensó.
Su abuela gritó algo desde la casita, Annika se enderezó, prestó atención.Whiskasse sobresaltó y saltó al embarcadero. La anciana colocó las manos formando un megáfono.
—¡A desayunar!
Annika subió corriendo hacia la casa, el gato creyó que competían y salió disparado como un loco. Se escondió al acecho arriba sobre las escaleras y saltó a sus pies. Annika pilló al gato juguetón, metió la nariz en su piel y le sopló en la panza.
—Eres un travieso, gatito.
La abuela había puesto en la mesa leche cuajada y frambuesas del bosque, pan de centeno y queso. El aroma a café caliente perduraba en el aire. Annika se percató de lo hambrienta que estaba.
—No, al suelo —le dijo al gato que intentaba saltar a sus rodillas.
—Te va a echar de menos —dijo su abuela.
Annika suspiró.
—Vendré a visitaros a menudo —respondió.
La abuela sirvió el café en tazas pequeñas.
—Quiero decirte que creo que haces lo correcto —apuntó—. Apuesta por tu trabajo. Siempre he creído que ser responsable del propio sustento le llena a uno de dignidad y satisfacción. No hay por qué aguantar a un hombre represor.
Desayunaron en silencio, el sol brillaba sobre la mesa de la cocina y transformaba la superficie del hule en suave y cálida.
—¿Hay muchos níscalos?
La abuela se rió entre dientes.
—Me preguntaba cuánto tardarías en preguntar. Hay muchísimos.
Annika se levantó corriendo.
—Me voy a buscar unos cuantos para el almuerzo.
Sacó dos bolsas de plástico del cajón inferior de la cómoda de la cocina y se apresuró hacia el bosque,Whiskassaltaba a su alrededor.
En la espesura tuvo que parpadear unos minutos antes de que las siluetas del musgo fueran visibles. Luego no creyó lo que veía, el suelo estaba repleto de níscalos marrones, crecían en grupos de cientos, quizá miles, al filo de la tala.
No le tomó ni una hora llenar las dos bolsas. Durante este tiempoWhiskascazó dos ratones de bosque.
—¿Quién va a limpiar todo eso? —preguntó la abuela horrorizada.
Annika rió en alto y vació el contenido de la primera bolsa sobre la mesa.
—Venga —animó, y como siempre tardaron más tiempo en limpiar las setas que en recolectarlas.
Almorzaron pan francés frito y dos montañas de níscalos.
—Se me han terminado la leche, el pan y la mantequilla —anunció la abuela después de lavar los platos.
—Cogeré la bicicleta e iré a comprar —replicó Annika.
La anciana esbozó una sonrisa.
—Qué buena eres.
Annika se peinó y cogió su bolso.
—Ahora quédate con la abuela —le dijo al gato.
Whiskasno hizo caso a sus palabras y saltó alegre hacia la verja.
—No —dijo Annika, cogió al gato y lo llevó en brazos a la casa—. Voy a ir en bicicleta por la carretera, te pueden atropellar. Ahora te quedas aquí.
El gato se revolvió y salió corriendo hacia el bosque, Annika suspiró.
—Enciérralo en cuanto vuelva —le dijo a su abuela—. No quiero que corra por la carretera.
Se dirigió hacia la bicicleta moviendo los brazos. El sol iluminaba el paisaje claro y afilado. Desde lejos se veía relucir el cromo de la bicicleta, descansando junto a la verja.
No fue hasta que estuvo realmente cerca cuando se dio cuenta de que algo iba mal. Sujetó el manillar y la bicicleta se tambaleó. Las dos ruedas estaban rasgadas, al igual que el sillín. Lo observó incrédula, sin comprender lo que veía.
—Esto es sólo el principio, puta de mierda.
Vaciló un instante y levantó la vista. Sven se encontraba en la zanja un par de metros más allá. Ella comprendió lo que se avecinaba.
—He destrozado tu piso de mierda —espetó él—. He cortado toda tu jodida ropa de puta.
El hombre sollozó y se tambaleó. Annika comprendió que estaba borracho. Bordeó con cuidado la verja sin perderle de vista.
—Sven, estás enfadado —dijo—. Estás borracho. No eres tú mismo. Piensa en lo que dices.
Él comenzó a llorar, agitando los brazos.
—¡Eres una puta y ahora vas a morir!
Ella dejó caer el bolso en el suelo y salió corriendo. La visión desapareció, todo quedó en blanco. Corría ciega de rabia, una rama le golpeó el rostro y le hizo un corte en la mejilla, se cayó y se levantó. El sonido, dónde estaban los sonidos, Dios mío, corre, corre, pies golpeando la tierra, coño, coño, dónde está él, ¡Dios mío, ayúdame!
Corría sin ver nada, por entre los árboles, cruzando el camino, por zanjas, hasta que desapareció entre la maleza. Allí, tropezó con la raíz de un árbol y permaneció en el suelo bocabajo con las hormigas bullendo por su cara. Cerró los ojos y esperó la muerte, pero ésta no llegó. En cambio, sí volvieron el sonido, el viento entre los árboles, su propia respiración, el silencio.
No le veo detrás de mí, pensó, y también: Tengo que ir hacia una zona habitada. Necesito ayuda.
Se levantó vacilante y en silencio, se sacudió las ramas y las hormigas, escuchó, ¿dónde estaba?
Aquí no, ahora no. Miró a su alrededor, no debía de encontrarse lejos de la casa del Viejo-Gustav.
Con cuidado y ligeramente agachada corrió hacia Lillsjötorp. Los níscalos se deshacían bajo sus zapatillas deportivas. Los troncos pasaban volando, marrones, rugosos, le rozaban las manos, saltó por encima de un riachuelo junto a la acería abandonada.
Allí vislumbró el rojo Falun por entre los árboles, la casa del Viejo-Gustav. Se enderezó y subió corriendo todo lo que pudo hacia la casa.
—¡Gustav! —gritó—. Gustav, ¿estás en casa?
Corrió hacia la baranda, tiró de la puerta: cerrada. Se dio la vuelta hacia la leñera donde el viejo siempre solía estar, y allí había alguien, pero no era Gustav.
—Sabía que vendrías aquí ¡puta de mierda!
Sven cogió impulso y corrió hacia ella, llevaba algo en la mano.
Ella saltó por encima de la verja y aterrizó sobre las rosas de Gustav, las espinas y el aroma dulzón se le metieron por la nariz.
—Annika, sólo quiero hablar contigo. ¡Detente!
Ella corrió hacia el bosque, de nuevo a la hondonada, sobre el riachuelo, bordeó el pantano, el jadeo tras ella no remitía, sus pisadas retumbaban sobre el musgo, voló sobre ramajes y piedras. Visión de túnel y sofoco, todo a su alrededor pasaba bailando en fragmentos.
Corro, pensó, no estoy muerta. Me muevo, vivo, no se ha acabado, tengo una oportunidad. Correr no es peligroso, correr es una solución, soy buena corriendo.
Se despertó en ella la necesidad de afrontar un durísimo entrenamiento, forzó la vuelta de la adrenalina, se concentró en la respiración, en la toma de oxígeno, respira, respira, la visión retornó, el estrépito de su cabeza disminuyó, los pensamientos tomaron forma.