Tenía diez años cuando se proclamó la fatwa contra Salman Rushdie. Por entonces ya era una lectora consumada, una niña que había vivido en el reino de los libros, en aquel momento inmersa en las ocho novelas de la serie de Ana de las Tejas Verdes, soñando con ser escritora algún día, y entonces llegó la noticia de que un hombre que vivía en Inglaterra había publicado un libro que irritó a tanta gente en distintas partes del mundo que el barbudo presidente de un país llegó a declarar que había que matarlo por lo que había escrito. Eso le resultó incomprensible. Los libros no eran peligrosos, dijo para sí, sólo traían placer y felicidad a la gente que los leía, hacían que las personas se sintieran más vivas y más relacionadas entre sí, y si el dirigente barbudo de aquel país del otro lado del mundo estaba en contra del libro del inglés, lo único que tenía que hacer era dejar de leerlo, guardarlo en algún sitio y olvidarse de él. Amenazar a alguien con la muerte por escribir una novela, una historia ficticia que transcurría en un mundo imaginario, era la cosa más absurda que jamás había oído. Las palabras eran inofensivas, carecían de poder para hacer daño a alguien, y aunque algunas resultaran ofensivas para cierta gente, tampoco eran navajas ni balas, sólo simples trazos negros en hojas de papel, y no podían matar ni herir ni causar verdadero daño. Ésa fue su reacción ante la fatwa a los diez años, su ingenua pero seria respuesta a la absurda injusticia que acababa de cometerse, y su indignación fue mucho mayor en la medida en que iba teñida de miedo, porque era la primera vez que se veía frente a la fealdad del odio brutal, disparatado, la primera vez que sus jóvenes ojos atisbaban la oscuridad del mundo. El asunto continuó, desde luego, prosiguió durante muchos años después de aquella proclama del día de San Valentín de 1989, y ella creció con la historia de Salman Rushdie —las bombas en librerías, la puñalada en el corazón de su traductor japonés, los balazos en la espalda de su editor noruego—, que se le quedó grabada mientras pasaba de la infancia a la adolescencia, y al hacerse mayor fue comprendiendo cada vez más la fuerza de las palabras, la amenaza al poder que las palabras pueden representar, y por eso se encuentra en peligro todo escritor que se atreva a expresarse libremente en Estados regidos por dictadores y policías.
El programa Libertad para Escribir del PEN lo dirige un hombre llamado Paul Fowler, poeta en sus ratos libres, activista profesional de los derechos humanos, y cuando el verano pasado dio a Alice el trabajo, le dijo que la filosofía subyacente a la labor que realizaban era muy sencilla: hacer mucho ruido, la mayor cantidad de ruido posible. Paul tiene una ayudante a tiempo completo, Linda Nicholson, nacida el mismo día que Alice, y entre los tres componen la plantilla del pequeño departamento dedicado a la producción de ruido. Más o menos la mitad de su actividad se centra en cuestiones internacionales, la campaña para reformar el artículo 301 del código penal de Turquía, por ejemplo, la ley que considera insultantes las observaciones críticas sobre ese país y amenaza la vida y seguridad de montones de escritores y periodistas, y también están los esfuerzos por conseguir la libertad de los encarcelados en diversas partes del mundo, autores de Birmania, China o Cuba, muchos de ellos con graves problemas de salud debido a los malos tratos o a la falta de atención médica, y con la presión que ejercen sobre los diversos gobiernos responsables de esas vulneraciones del Derecho internacional, revelando esas historias a la prensa mundial, presentando peticiones firmadas por centenares de escritores célebres, el PEN ha logrado abochornar a esos gobiernos hasta el punto de hacer que liberen a sus prisioneros, no con la frecuencia deseable, pero sí con la suficiente para saber que sus métodos dan resultado, muchas veces persistiendo en el intento y en bastantes casos insistiendo durante años. El otro cincuenta por ciento de su labor se refiere a cuestiones de política interior: la prohibición de determinados libros en colegios y bibliotecas, por ejemplo, o la actual Campaña para las Libertades Fundamentales, iniciada por el PEN en 2004 en respuesta a la Ley Patriótica aprobada por la administración Bush, que ha dado al gobierno estadounidense una autoridad sin precedentes para controlar las actividades de los ciudadanos norteamericanos y recabar información sobre sus relaciones personales, hábitos de lectura y opiniones. En el informe que Alice ayudó a redactar a Paul no mucho después de empezar a trabajar allí, el PEN exige ahora las siguientes medidas: ampliar las garantías a librerías y bibliotecas públicas menoscabadas por la Ley Patriótica; restringir el uso de las Cartas de Seguridad Nacional; limitar el alcance de los programas de vigilancia secreta; el cierre de Guantánamo y de todas las cárceles secretas existentes; el fin de la tortura, las detenciones arbitrarias y el envío de presos a otros países; la ampliación de los programas de reasentamiento para escritores iraquíes en peligro. El día que la contrataron, Paul y Linda le dijeron que no se alarmase por los ruiditos metálicos que oiría al hablar por teléfono. Las líneas del PEN estaban pinchadas, y tanto el gobierno estadounidense como el chino se habían introducido en sus ordenadores.
Es el primer lunes del nuevo año, 5 de enero, y acaba de hacer el trayecto hasta Manhattan para iniciar otro turno de cinco horas en el cuartel general del PEN. Hoy trabajará desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, momento en el cual volverá a Sunset Park para invertir unas cuantas horas más en la tesis, obligándose a permanecer sentada frente al escritorio hasta las seis y media y escribir a duras penas un par de párrafos sobre Los mejores años de nuestra vida. A las seis y media es cuando ha quedado en reunirse con Miles en la cocina para empezar a preparar la cena. Cocinarán juntos por primera vez desde que Pilar volvió a Florida, y está deseando que llegue la hora, ansiando estar un rato a solas otra vez con el señor Heller, pues el señor Heller ha resultado ser tan interesante como Bing anunció, y le gusta estar con él, charlar con él, ver cómo se mueve. No está enamorada de él como la pobre Ellen, no ha perdido la cabeza ni maldecido a la inocente Pilar Sánchez por robarle su cariño, pero el inescrutable y meditabundo Miles Heller, de suave voz, le ha tocado un punto débil y encuentra difícil recordar cómo eran las cosas en la casa antes de que fuese a vivir con ellos. Será la cuarta noche seguida que no viene Jake, y le duele pensar que se alegra.
Sigue pensando en su novio mientras sale del ascensor en el tercer piso, y se pregunta si ha llegado finalmente el momento de enfrentarse a él o si debe postergarlo un poco más, esperar hasta que los dos kilos que perdió en diciembre se conviertan en cuatro, en seis, en tantos como pueda antes de dejar de contar. Paul ya está sentado a su escritorio, hablando por teléfono, y la saluda con la mano desde el otro lado del panel de cristal que separa su despacho de la otra sala, donde se encuentra su pequeño y atestado escritorio, al que ahora se sienta para encender el ordenador. Linda llega un par de minutos después, con las mejillas encendidas por el aire frío de la mañana, y antes de quitarse el abrigo y ponerse a trabajar se acerca a Alice, le planta un besazo en la mejilla izquierda y le desea feliz año nuevo.
Paul emite un gruñido desde el interior de su despacho, un ruido que podría significar sorpresa, decepción o abatimiento, no está claro; Paul suele emitir sonidos confusos cuando cuelga el teléfono, y mientras Alice y Linda se vuelven a mirar por el panel de cristal, ya se ha puesto en pie y se dirige hacia ellas. Ha ocurrido una novedad. El 31 de diciembre, las autoridades chinas han permitido que Liu Xiaobo reciba la visita de su mujer.
Ése es su nuevo caso, el más urgente de su actual orden del día, y desde la detención de Liu Xiaobo a principios de diciembre apenas han trabajado en otra cosa. Tanto Paul como Linda son pesimistas sobre el futuro inmediato, ambos están seguros de que la Dirección de Seguridad Pública de Pekín retendrá a Liu hasta recabar contra él suficientes pruebas para acusarlo formalmente de «incitar a la subversión contra la autoridad del Estado», lo que podría dar con sus huesos en la cárcel durante quince años. Su delito: escribir en colaboración un documento titulado Carta 08, una declaración que pedía reformas políticas, más respeto a los derechos humanos y el fin del partido único en China.
Liu Xiaobo empezó su carrera como crítico literario y catedrático en la Universidad Normal de Pekín, una figura lo bastante importante como para trabajar de profesor visitante en una serie de centros educativos extranjeros, en concreto la Universidad de Oslo y la Universidad de Columbia de Nueva York, la misma de Alice, la universidad en que piensa doctorarse, y el activismo de Liu se remonta a 1989, el año de los años, el año en que cayó el Muro de Berlín, el año de la fatwa, el año de la plaza de Tiananmen, y fue precisamente entonces, en la primavera de 1989, cuando Liu dejó su puesto en Columbia y volvió a Pekín, donde se declaró en huelga de hambre para apoyar a los estudiantes y abogar por métodos no violentos de protesta con objeto de evitar nuevos derramamientos de sangre. Por eso cumplió dos años de cárcel y luego, en 1996, fue sentenciado a tres años de «reeducación por el trabajo» por sugerir que el gobierno chino debía entablar negociaciones con el Dalai Lama del Tíbet. El acoso no cesó y desde entonces ha vivido bajo vigilancia policial. Su última detención se produjo el 8 de diciembre de 2008, que casualmente o no era la víspera del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Está retenido en un sitio no revelado, sin acceso a un abogado, ni objetos para escribir ni medio de comunicarse con nadie. ¿Acaso significa la visita de su mujer en Nochevieja un giro importante o se trata simplemente de un pequeño acto de indulgencia sin relevancia para el desenlace del caso?
Alice pasa la mañana y las primeras horas de la tarde escribiendo correos electrónicos a centros PEN de todo el mundo, recabando apoyos para la protesta masiva que Paul quiere organizar en defensa de Liu. Alice trabaja con una especie de fervor justiciero, pues sabe que hombres como Liu Xiaobo constituyen los cimientos de la humanidad, que pocos hombres o mujeres tienen coraje suficiente para levantarse y arriesgar su vida por los demás, y a su lado el resto de nosotros no somos nada, vamos por ahí encadenados por nuestra debilidad, indiferencia y tediosa conformidad, y cuando un hombre como ése está a punto de ser sacrificado por su fe en los demás, éstos deben hacer todo lo posible por salvarlo, y aunque Alice rebosa de indignación mientras trabaja, también lo hace con una especie de desesperación, siente la inutilidad del empeño que están a punto de iniciar, sabe que, por grande que sea, su cólera no va a cambiar los planes de las autoridades chinas, y aunque el PEN pueda movilizar a un millón de personas que toquen tambores por todo el planeta, pocas posibilidades hay de que sus redobles lleguen a oírse.
Se salta el almuerzo y continúa trabajando sin parar hasta la hora de marcharse, y cuando sale del edificio y se dirige al metro, continúa bajo el conjuro del caso de Liu Xiaobo, sigue tratando de figurarse cómo interpretar la visita de su mujer en Nochevieja, el mismo momento que ella pasó con Jake y un grupo de amigos en el Upper West Side, besándose todos a las doce de la noche, una costumbre estúpida, aunque a ella le gusta de todos modos, le encantó recibir un beso de cada uno y ahora se pregunta, mientras baja las escaleras del metro, si la policía china permitió que la mujer de Liu se quedara con él hasta medianoche, y en ese caso, si ella besó a su marido al dar las doce, suponiendo que los dejaran besarse en primer lugar, y si se lo permitieron, cómo habría sido besar a su marido en esas circunstancias, con la policía vigilándola y sin garantías de volver a verlo otra vez.
Normalmente lleva un libro para leer en el metro, pero esta mañana se ha quedado durmiendo media hora más y con las prisas por salir de casa a tiempo para el trabajo se olvidó de cogerlo, y como el convoy viene casi vacío a las dos y cuarto de la tarde, no hay a bordo gente suficiente para pasar el trayecto de cuarenta y cinco minutos observando a los demás pasajeros, un apreciado pasatiempo neoyorquino, sobre todo para alguien que se ha criado en el Medio Oeste y se ha trasladado a Nueva York, y con nada que leer y sin caras suficientes que estudiar, busca en el bolso, saca un cuaderno pequeño y anota algunas observaciones sobre el pasaje que piensa escribir al llegar a casa. Al regresar, los soldados no sólo están distanciados de sus mujeres, argumenta, sino que ya no saben cómo hablar con sus hijos. Al principio de la película hay una escena que marca el tono de esa brecha generacional y eso es lo que va a abordar hoy, esa misma escena en la cual Fredric March entrega a su hijo, en edad de ir al instituto, sus trofeos de guerra: una espada de samurái y una bandera japonesa, y Alice encuentra insólito pero perfectamente adecuado que al muchacho no le interesen esas cosas, que prefiera hablar de Hiroshima y la perspectiva de la aniquilación nuclear que de los regalos que le hace su padre. Su espíritu ya mira al futuro, a la siguiente guerra, como si la que acaba de librarse ya perteneciera al pasado remoto, y en consecuencia no hace preguntas a su padre, no siente la suficiente curiosidad como para enterarse de cómo ha conseguido esos trofeos, y una escena en que cualquiera se habría imaginado que el chico quisiera oír a su padre hablar de sus aventuras en el campo de batalla termina con el muchacho olvidando llevarse la espada y la bandera cuando sale de la habitación. El padre no es un héroe a ojos de su hijo: sólo un personaje anticuado de una época pasada. Un poco después, cuando March y Myrna Loy se quedan solos en la habitación, él se vuelve hacia ella y dice: Da miedo. Loy: ¿El qué? March: ¡La juventud! Loy: ¿Es que no había gente joven en el ejército? March: No. Todos eran viejos…, como yo.
Miles Heller es viejo. La idea le viene de pronto, pero una vez que se asienta en su mente, sabe que ha descubierto una verdad fundamental, lo que le sitúa en un plano aparte de Jake Baum y Bing Nathan y todos los demás jóvenes que ella conoce, la generación de los chicos habladores, el curso de logorrea de 2009, mientras que el señor Heller apenas abre la boca, es incapaz de charlar de asuntos triviales y se niega a revelar sus secretos a nadie. Miles ha estado en una guerra y todos los soldados son viejos para cuando vuelven a casa, hombres callados que jamás hablan de las batallas que han librado. ¿A qué guerra ha ido Miles Heller, se pregunta, qué combates ha librado, cuánto tiempo ha estado fuera? Es imposible saberlo, pero no hay duda de que ha resultado herido, de que va por ahí con una herida interna que jamás sanará, y quizá por eso lo respeta tanto: porque sufre y nunca habla de su dolor. Bing se desgañita y Jake gimotea, pero Miles calla. Ni siquiera tiene claro qué es lo que hace en Sunset Park. Un día, a comienzos del mes pasado, justo después de que viniera a la casa, le preguntó por qué se había ido de Florida, pero su respuesta fue tan vaga —«tenía asuntos pendientes que atender»—, que podía significar cualquier cosa. ¿Qué asuntos pendientes? ¿Y por qué separarse de Pilar? Está claramente enamorado de la chica, así que ¿por qué demonios venir a Brooklyn?