Medio desvanecido a causa del dolor y el agotamiento, D'Arnot observaba con los párpados entrecerrados lo que no parecía más que una extravagancia delirante… o una horrenda pesadilla de la que no tardaría en despertarse.
Los bestiales rostros pintarrajeados; las bocas enormes, de fláccidos labios colgantes; los amarillos y afilados dientes; los ojos demoníacos y saltones, de mirada inquieta; los fulgurantes cuerpos desnudos; los sanguinarios venablos. No era posible que en la Tierra existiesen semejantes criaturas; indudablemente, debía de estar soñando.
El círculo de cuerpos salvajes se fue acercando, sin abandonar sus contorsiones. Salió disparada una jabalina que le acertó en el brazo. El ramalazo de agudo dolor y el calor que puso la sangre en su piel al resbalar por ella tras manar de la herida hizo comprender a D'Arnot que su desesperada situación era terriblemente real, nada de pesadilla.
Le alcanzó otra jabalina. Y luego otra más. Cerró los ojos y apretó los dientes… de su boca no saldría ningún lamento.
Era un soldado de Francia y demostraría a aquellos animales como muere un oficial y caballero.
Tarzán de los Monos no necesitó ningún intérprete que le tradujera el significado de aquellas lejanas detonaciones. Con el calor de los besos de Jane Porter aún prendido en sus labios, voló a través del bosque, de árbol en árbol, con increíble rapidez, directamente hacia la aldea de Mbonga.
No le interesaba el lugar donde se desarrollaba la refriega, porque supuso que el encuentro habría concluido en un dos por tres. A los muertos no podría ayudarlos y los que escaparan tampoco necesitarían su asistencia.
Si tenía que apresurarse por alguien era por los que sobrevivieron y los que escaparon. Y sabía que a éstos iba a encontrarlos en el gran poste del centro de la aldea de Mbonga.
Tarzán había presenciado muchas veces el regreso al poblado de las patrullas de guerreros negros que llegaban del norte con prisioneros, y siempre se repetían las mismas escenas alrededor de aquel siniestro poste, al brillante resplandor de las numerosas hogueras.
También sabía que los negros nunca perdían mucho tiempo antes de consumar el diabólico objetivo al que destinaban sus capturas. Así que el hombre-mono dudaba mucho de llegar a tiempo para hacer algo más que tomar venganza.
Continuó desplazándose a toda velocidad. Era ya noche cerrada y Tarzán surcaba el aire por las altas enramadas de los árboles, donde la espléndida claridad de la luna tropical caía desde las copas de los árboles para iluminar borrosamente, a través del ondulante follaje, el camino que serpenteaba abajo.
Vislumbró el fulgor de unas llamas distantes. Relucía a la derecha de su ruta. Sin duda era el resplandor de la fogata que encendieron los dos hombres antes de que los atacasen. Tarzán ignoraba la presencia de los marineros.
Tan seguro estaba Tarzán de su conocimiento de la jungla que no alteró su rumbo, sino que siguió adelante, pasando a unos ochocientos metros de distancia de la claridad de las llamas. Era la fogata del campamento de los franceses.
Al cabo de unos minutos, Tarzán se encontró en los árboles situados sobre la aldea de Mbonga. ¡Ah, no había llegado demasiado tarde! ¿O sí?
La figura atada a la estaca aparecía inmóvil, pero los guerreros negros apenas la aguijoneaban.
Tarzán conocía sus costumbres. No habían descargado aún el golpe de gracia. El hombre-mono podía determinar, con un margen de error inferior al minuto, hasta donde había llegado en su desarrollo la danza de la muerte.
Dentro de un instante, el cuchillo de Mbonga cortaría una de las orejas de la víctima: eso señalaría el principio del fin, porque muy poco tiempo después sólo quedaría en el poste una retorcida masa de carne mutilada.
Subsistiría en ella un resto de vida, pero sólo para implorar la misericorde llegada de la muerte.
El poste se hallaba a unos doce metros del árbol más próximo. Tarzán preparó la cuerda. Y a continuación, repentinamente, por encima de la infernal barahúnda de los gritos de los satánicos danzarines destacó el terrible alarido desafiante del hombre-mono.
Los bailarines se inmovilizaron, como petrificados de golpe.
La cuerda emitió un tarareo rumoroso por encima de las cabezas de los negros. Su invisibilidad fue total entre el llameante resplandor de las hogueras de la aldea.
D'Arnot abrió los ojos. El gigantesco negro situado delante de él salió disparado hacia atrás como si lo hubiese empujado de pronto una mano invisible.
Bregando y chillando, el cuerpo del negro, fue dando tumbos a derecha e izquierda, mientras se aproximaba velozmente a las sombras que inundaban la zona inferior de los árboles.
Con los ojos amenazando con salírseles de las órbitas, a causa del terror, los negros contemplaban la escena fascinados.
Al llegar al pie de los árboles, el cuerpo se elevó en el aire y, cuando desapareció engullido por el follaje, los aterrados súbditos de Mbonga, entre gritos de pavor, emprendieron como locos la carrera hacia el portón de la aldea.
D'Arnot se quedó solo.
Era hombre valiente, pero había notado que los pelos se le pusieron de punta cuando aquel inexplicable alarido se elevó en el aire.
Al ver el contorsionado cuerpo del negro remontarse hacia la enramada como si lo izase una mano omnipotente, D'Arnot sintió un gélido escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Tuvo la impresión de que la muerte salía de una tenebrosa sepultura y apoyaba sobre su carne un dedo viscoso y helado.
D'Arnot continuó mirando el punto de la fronda por donde había desaparecido el cuerpo del negro y no tardó en oír el rumor de algo que se movía por allí. Las ramas se combaron como si el peso de un hombre se hubiera apoyado en ellas, se produjo un chasquido y el cuerpo del negro volvió a caer sobre el suelo, donde quedó inanimado.
Le siguió inmediatamente un hombre blanco, el cual aterrizó de pie y permaneció erguido.
D'Arnot vio emerger de entre las sombras la figura de un gigantesco hombre blanco, de anatomía y extremidades perfectamente proporcionadas, que, a la luz de las fogatas, se dirigió rápidamente hacia él.
¿Qué podía significar aquello? ¿Quién podría ser? Sin duda, un nuevo agente de suplicio y destrucción.
D'Arnot aguardó. Sus ojos no se apartaron un segundo del rostro del hombre que se le acercaba. Las claras y nobles pupilas de éste aguantaron sin vacilar la fija mirada de D'Arnot.
El francés se tranquilizó, si bien no se hizo muchas ilusiones, aunque el instinto parecía indicarle que aquel semblante no podía ser la máscara de un corazón inhumano.
Sin pronunciar palabra, Tarzán de los Monos cortó las ligaduras que sujetaban al francés. Debilitado por el sufrimiento y la pérdida de sangre, D'Arnot se habría derrumbado contra el suelo de no sostenerlo los fuertes brazos de Tarzán de los Monos.
Notó que le levantaban en peso. Tuvo la sensación de que volaba y luego perdió el conocimiento.
EXPEDICIÓN DE RESCATE
C
UANDO el alba proyectó su luminosidad sobre el pequeño campamento de los marineros franceses, sus claridades cayeron también sobre un grupo abatido y descorazonado.
Tan pronto hubo luz suficiente para explorar los alrededores, el teniente Charpentier destacó patrullas de tres hombres en distintas direcciones para que localizasen el sendero. Dieron con él al cabo de diez minutos y la expedición se apresuró a emprender el regreso hacia la playa.
Fue una marcha lenta, porque transportaban los cadáveres de seis hombres, habían muerto dos más durante la noche, y varios de los heridos necesitaban que les ayudasen, lo cual retrasaba a toda la partida.
Charpentier había decidido volver al campamento en busca de refuerzos y después intentar descubrir el rastro de los indígenas, seguirlo y rescatar a D'Arnot.
Los exhaustos hombres llegaron al claro próximo a la playa muy entrada la tarde, pero el regreso significó para dos de ellos tal alegría que desaparecieron de su memoria instantáneamente todos las penalidades y desazones sufridas.
Cuando la pequeña partida emergió de la selva, la primera persona a la que vieron el profesor Porter y Cecil Clayton fue a Jane, que se encontraba de pie junto a la puerta de la cabaña.
La muchacha lanzó un grito de alegría y salió corriendo hacia ellos para darles la bienvenida, echó los brazos al cuello de su padre y estalló en lágrimas por primera vez desde que los desembarcaron en aquella horrible y azarosa ribera.
El profesor Porter se esforzó varonilmente por contener sus emociones, pero la tensión a que estaban sometidos sus nervios y el debilitamiento de su vitalidad fueron factores demasiado negativos; al final, se vino abajo, enterró el rostro en el hombro de su hija y estalló en sosegados sollozos, como un niño rendido de cansancio.
Jane le condujo a la cabaña y los franceses se dirigieron a la playa, de la que ya se habían destacado varios compañeros suyos que acudían a su encuentro.
Como deseaba dejar solos a padre e hija, Clayton se reunió con los marineros y estuvo conversando con los oficiales hasta que subieron a una lancha y se alejaron rumbo al crucero, donde el teniente Charpentier tendría que informar del funesto desenlace de su aventura.
Clayton dio entonces media vuelta y regresó en dirección a la cabaña. El corazón le rebosaba de felicidad. La mujer de sus sueños estaba sana y salva.
Se preguntó qué clase de milagro lo había permitido. Volver a verla viva le resultaba casi increíble.
En aquel momento, la muchacha salía de la cabaña. Al verle, echó a correr hacia él.
—¡Jane! —Exclamó Clayton—. Dios ha sido muy bueno con nosotros. Cuéntame cómo pudiste escapar… Cómo se las arregló la Providencia para salvarte… para nosotros.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila, que la tuteaba. Cuarenta y ocho horas antes oírlo en labios de Clayton hubiera saturado a Jane de suave placer… ahora la aterraba.
—Señor Clayton —dijo sosegadamente, al tiempo que le tendía la mano—, en primer lugar, permítame agradecerle la caballerosa lealtad que ha derrochado hacia mi padre. Ya me ha contado lo noble y abnegadamente que se ha portado usted. ¿Cómo podremos pagárselo?
Clayton advirtió que la muchacha no correspondía a la familiaridad con que el la había saludado, pero no se lo tomó a mal. La joven había pasado por unas pruebas terribles. El joven comprendió en seguida que no podía imponerle su cariño.
—Ya me siento pagado con creces —dijo. Dejó de tutearla—. Me basta con verles a usted y al profesor Porter juntos, sanos y salvos. No creo que me hubiera sido posible soportar durante mucho más tiempo el patetismo de su dolor silencioso y sin lamentos.
»Ha sido la experiencia más deplorable de mi vida, señorita Porter y, además, se sumaba mi propio dolor… el más grave que haya padecido jamás. Claro que el de él era tan desesperado… era tan desolador. Me ha demostrado que no hay cariño, ni siquiera el de un hombre hacia su esposa, tan profundo, tan terrible y tan desinteresado como el de un padre hacia su hija.
La muchacha inclinó la cabeza. Había una pregunta que deseaba formular, pero le pareció poco menos que sacrílega ante el cariño de aquellos dos hombres y el terrible sufrimiento que habían soportado mientras ella reía feliz junto a una especie de divinidad de la selva, saboreaba deliciosos frutos y hundía sus ojos cargados de amor en unas pupilas que le respondían con idéntica ternura.
Pero el amor es un extraño patrón y la naturaleza humana todavía es más extraña, por lo que Jane formuló la pregunta.
—¿Dónde está el hombre de la jungla que les rescató? ¿Por qué no ha vuelto?
—No entiendo —repuso Clayton—. ¿A quién se refiere?
—Al que nos salvó a todos… el que me rescató del gorila.
—¡Ah! —exclamó Clayton, sorprendido—. ¿También fue él quien la rescató? No me ha contado nada de su aventura, ¿sabe?
—En cuanto al hombre de la selva —apremió la muchacha—. ¿No le han visto? Cuando oímos los disparos en la selva, apagados por la distancia, se fue, desapareció. Acabábamos de llegar al claro y se alejó en dirección al lugar donde se desarrollaba la contienda. Me consta que acudió a ayudarles.
Lo dijo en tono casi suplicante… tensa a causa del esfuerzo que le costaba contener la emoción. Clayton no tuvo más remedio que darse cuenta de ello, lo que le hizo preguntarse, de un modo más o menos ambiguo, a qué se debía tal agitación interna, por qué tenía tanto interés en conocer el paradero de aquella extraña criatura.
Le asaltó el temor aprensivo de que algo no funcionaba como debiera y en su corazón se implantó, incluso sin que él lo supiera, el germen de la sospecha y los celos hacia el hombre-mono, precisamente al que debía la vida.
—No lo hemos visto —respondió calmosamente—. No llegó a reunirse con nosotros —añadió, tras una pausa que dedicó a la reflexión—. Es posible que con quien se haya reunido sea con los miembros de su propia tribu… los hombres que nos atacaron.
Ignoraba qué le impulsó a decir una cosa así, porque distaba mucho de creerlo.
La joven le observó un momento, con ojos muy abiertos, desorbitados.
—¡No! —Exclamó con vehemencia, con demasiada vehemencia, pensó Clayton—. No puede ser. Eran salvajes.
Clayton puso cara de desconcierto.
—Es un ser extraño, una semisalvaje criatura de la selva, señorita Porter. No sabemos nada de esa persona. No habla ni entiende ninguna lengua europea… y las armas y los adornos que lleva son los propios de los hombres selváticos de la costa occidental.
Clayton hablaba precipitadamente.
—En un radio de centenares de kilómetros no hay más seres humanos que los salvajes, señorita Porter. Sin duda pertenece a la tribu que nos atacó, o a alguna otra tan salvaje como ella… Incluso puede que sea caníbal.
Jane Porter palideció.
—Eso sí que no me lo creo —medio susurró Jane—. No es cierto. Ya verá —se dirigió a Clayton, ya en voz alta—, como vuelve a aparecer y le demuestra que está usted equivocado. No le conoce como le conozco yo. Le aseguro que es un caballero.
Clayton era hombre noble y generoso, pero el tono apasionado que empleó la muchacha para defender al hombre de la selva despertó en el inglés unos celos irracionales y, durante unos segundos, olvidó cuanto debía al semidiós de la jungla.
—Es posible que tenga razón, señorita Porter —dijo, matizada de sarcasmo la voz—, pero no creo que tengamos que preocuparnos de nuestro amigo devorador de carroña. Lo más probable es que ese pelagatos medio loco se olvide en seguida de nosotros, aunque no antes de que nosotros nos hayamos olvidado de él. Sólo es una bestia de la selva, señorita Porter.