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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (28 page)

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Con el esfuerzo de los remeros y la rapidez de la corriente, la embarcación avanzaba ahora mucho, aunque Jason no sabía si salían o no de la zona de peligro, ni tenía la más ligera idea de la naturaleza de éste.

Los dos prisioneros estaban a punto de caer rendidos, cuando Lajo se dio cuenta de su fatiga y les ordenó que dejasen de remar. Jason no tenía idea del tiempo que llevaban haciéndolo, aunque tenía que haber sido mucho. Durante todo ese tiempo no habían comido ni dormido, aunque Jason calculaba que debían de haber avanzado más de cien millas sin que ni él ni Thoar dejaran los remos.

Pero apenas se habían dejado caer los dos prisioneros en el fondo de la embarcación, resonó un grito agudo.

—¡Están ahí! —dijo una voz llena de espanto.

Entonces se originó una terrible confusión en el bote.

—¡Remad más fuerte! —gritó Lajo—. ¡Nuestra única posibilidad es conseguir romper su frente y continuar río abajo!

Aunque extenuado por la fatiga, Jason, levantándose, se dirigió a la borda y miró hacia fuera. Al principio, no pudo comprender qué clase de animales constituían la horrible horda que nadaba sobre la corriente con la evidente intención de cerrar el paso a la pequeña nave, pero al fin se dio cuenta de que se trataba de unas bestias monstruosas, una especie de hombres con caracteres y atributos de reptiles, que cabalgaban sobre unos colosales reptiles horribles y hediondos. Llevaban grandes lanzas, y sus escamosas cabalgaduras surcaban el agua a una velocidad increíble. Cuando el bote se acercó más a ellos, Jason vio que los jinetes no eran hombres, sino grotescos y horribles reptiles con forma humana, cabeza de lagarto y puntiagudas orejas, cortos cuernos y otros atributos que les convertían en horrendos monstruos.

—¡Dios mío! —exclamó Jason—. ¿Qué es eso?

Thoar, que estaba junto a Gridley, se estremeció de horror.

—¡Son los horibs! —contestó—. ¡Es preferible morir a caer en sus garras!

Impulsado río abajo por la rápida corriente, y por el enorme ímpetu que le comunicaban los remos de los tripulantes, la pesada embarcación se dirigió al encuentro de la horda de bestias. De pronto, el disparo de un arcabuz resonó en la proa. El estallido del disparo pareció despertar el río, alterando la calma y el silencio que reinaba en aquellos parajes milenarios. Cuando la bestial horda llegaba ya ante la misma proa de la nave, los horibs se separaron, y un momento después rodeaban la pequeña embarcación por ambos lados. Los arcabuces ahora vomitaban incesantemente fuego y humo, esparciendo los trozos de hierro y piedra de que iban cargados, mientras los horibs lanzaban agudos siseos; pero por cada horib que caía, otros dos ocupaban su lugar.

Entonces, los monstruos se retiraron a escasa distancia, aunque los horribles lagartos que montaban, sin esfuerzo alguno aparente, se mantenían en el agua a la misma velocidad que el bote. De repente, un horib tras otro, empezaron a arrojar sus lanzas contra la tripulación de la pequeña nave. Tan certera era su puntería, que los hombres se vieron obligados rápidamente a abandonar los remos y a esconderse en el fondo de la embarcación, de donde no asomaban más que los momentos necesarios para descargar sus arcabuces contra el terrible enemigo. Pero esta táctica también fracasó, porque los horibs se iban acercando a la nave, hasta asomar por su borda, atacando con sus lanzas a la tripulación. Ésta hacía fuego a bocajarro, pero los monstruos parecían desconocer el miedo, y aunque muchos caían, agujereados o decapitados, y otros veían volar por los aires una mano o un brazo, el resto de la horda seguía atacando cada vez con más furia.

Al fin, uno de ellos acertó a pasar una cuerda por uno de los listones que salían del bote, e inmediatamente varios monstruos empezaron a tirar de ella, dirigiendo sus monturas hacia la orilla del río.

Completamente exhaustos de fatiga, y no disponiendo de armas para defenderse, Jason y Thoar habían permanecido en el fondo de la barca, casi insensibles a la dura suerte que les reservara el destino. Medio cubiertos por los cadáveres de los korsars, yacían en medio de un gran charco de sangre. Los arcabuces todavía seguían explotando junto a ellos, entre gritos y maldiciones, y por encima de aquel horrible estrépito se elevaban los agudos siseos de la terrible horda de horibs.

Al fin, la embarcación fue arrastrada a tierra, y la cuerda que la sujetaba atada al tronco de un árbol, pues aunque los korsars la habían conseguido cortar tres veces, en otras tantas ocasiones la habían vuelto a atar los monstruos.

Ya no quedaba en el bote más que un pequeño grupo de korsars, cuando los monstruos, abandonando sus monturas, cayeron sobre la embarcación para apoderarse de los supervivientes. Entonces sobrevino un cuerpo a cuerpo terrible, en el que machetes, cuchillos y arcabuces hicieron una nueva y feroz carnicería. Pero, al fin, aplastados por el creciente número de monstruos, los hombres fueron vencidos.

Cuando terminó la batalla, sólo tres korsars habían escapado a la muerte o a heridas graves, uno de ellos Lajo. Los horibs ataron a los prisioneros por las muñecas, llevándoselos a tierra; después de esto, echaron al bote a los muertos y a los heridos, rematando a estos con sus cuchillos. Finalmente, se acercaron a Jason y a Thoar, los ataron y los llevaron junto a los otros prisioneros.

Concluida la batalla, indefensos y bien atados los prisioneros, los horibs cayeron sobre los cadáveres de sus enemigos y empezaron a devorarlos con terrible ansia, mientras Jason y sus compañeros experimentaban una espantosa náusea contemplando el festín. Incluso los korsars, duros y crueles de corazón, se estremecieron al ver el repulsivo espectáculo.

—¿Por qué crees que nos han perdonado la vida? —preguntó Jason a Lajo.

—No lo sé —contestó este, moviendo la cabeza con signo de duda.

—Seguramente —intervino Thoar—, para cebarnos y ofrecernos luego como comida a sus mujeres y a sus hijos. Dicen que a veces retienen a sus prisioneros humanos para que engorden.

—¿Conoces tú sus costumbres y qué clase de monstruos son? —preguntó Lajo a Thoar—. ¿Los habías visto antes?

—No, no los había visto nunca —contestó Thoar—, pero sé quiénes son; son los horibs, el pueblo reptil. Viven entre el Rela Am y el Gyor Cors.

Mientras Jason contemplaba a los monstruos entregados a su horrendo festín, observó algo que le llamó la atención. Antes, durante la batalla, los horibs habían tenido un color de piel azulado, con las manos, los pies y los rostros de un azul más claro, pero ahora, desde que habían empezado su banquete, estaban tomando un tinte rojizo que variaba de intensidad de unos individuos a otros, aunque los rostros y las extremidades de todos ellos se volvían prácticamente del color de la sangre a medida que avanzaban en su repulsivo festín.

Pero si la horrenda gula y la insaciable sed de sangre de aquellos seres habían llenado a Jason de horror y de asombro, este último no fue menos cuando les oyó hablar entre ellos en el lenguaje común de los hombres de Pellucidar.

La conformación general de los monstruos, sus armas, que consistían en largas lanzas y cuchillos de piedra, la especie de peto, semejante a un delantal que llevaban, y los evidentes intentos de ornamentación que lucían, como por ejemplo la insignia que aparecía en sus pechos, y sus extraños brazaletes, tendían a hacer pensar en una humanidad primitiva que era a la vez horrible y grotesca; pero cuando a todos aquellos atributos se les añadía el lenguaje, la semejanza de los monstruos con el hombre daba una sensación de repulsión indescriptible.

Jason no podía apartar de los monstruos ni su mirada ni sus pensamientos. Así pudo observar que, mientras la mayoría de los horibs medían unos seis pies de altura, había otros de estatura más pequeña, de unos cuatro pies o quizá menos; no obstante, había un individuo enorme, cuya talla pasaba con toda seguridad de los nueve pies. De todas formas, todos ellos eran proporcionados, y la diferencia de altura no parecía tener nada que ver con la edad de los monstruos, salvo por las escamas, que en los más grandes eran mucho más gruesas y duras. Sin embargo, más tarde averiguaría Jason que, efectivamente, la diferencia en tamaño indicaba la diferencia de edad, ya que el crecimiento de aquellos monstruos estaba sujeto a las mismas leyes que el crecimiento de los reptiles, los cuales, a diferencia de los mamíferos, no dejan de crecer durante toda su vida.

Cuando se hubieron saciado de la carne de los korsars, los horibs se tendieron en el suelo, aunque Jason no fue capaz de precisar si dormían o no, puesto que sus ojos sin párpados permanecían siempre abiertos. Además, ocurrió otro nuevo fenómeno: gradualmente, el tinte rojizo de sus cuerpos fue desapareciendo, siendo sustituido por un pardo oscuro que armonizaba y se confundía con el color del suelo sobre el que yacían.

Completamente exhausto por las largas horas que había permanecido remando y por los horrores que había presenciado, Jason acabó por rendirse al sueño, aunque fue turbado por horribles pesadillas en las que veía a Jana en las garras de los horibs. Uno de ellos la sujetaba intentando devorarla, mientras Jason luchaba desesperadamente para romper las ligaduras que le sujetaban.

Le despertó un agudo dolor en la espalda, y, al abrir los ojos, pudo ver a uno de los homosaurios, como él mismo los había bautizado, a su lado, golpeándole con la punta de su lanza.

—¡No hagas tanto ruido! —le ordenó el monstruo.

Jason comprendió que debía de haber estado delirando en voz alta. A su alrededor, los horibs se levantaban del suelo, lanzando extraños silbidos. Entonces, de las aguas del río, y de la tenebrosa oscuridad de la vecina selva, empezaron a acudir los enormes lagartos que servían de montura a las horribles bestias, contestando a sus llamadas.

—¡Levántate! —dijo el monstruo que había despertado a Jason—. Voy a desatarte, pero no intentes escapar. Si lo haces, te mataremos. ¡Ven conmigo!

Lo desató, en efecto, y le guió hacia el centro del horrible rebaño de pareiasaurios que se movía por la orilla del río, y que, aunque para los ojos de Jason todos eran iguales, debían tener ciertas diferencias ante los ojos de los horibs, ya que el monstruo que le guiaba lo llevó hasta un gorobor determinado.

—¡Monta! —ordenó a Jason, señalando al horrible lagarto—. ¡Siéntate cerca del cuello!

Con una sensación de repugnancia y disgusto, Gridley obedeció y subió a la grupa del gorobor. Al sentir la fría y escamosa piel de la bestia contra sus piernas desnudas, Jason experimentó un profundo estremecimiento que le hizo vibrar nerviosamente. El hombre reptil subió también al gorobor, sentándose detrás de Jason. Un momento después, toda la horda se había puesto en marcha, y cada uno de los prisioneros era llevado sobre uno de los enormes lagartos, delante de un horib.

La extraña y horrorosa partida penetró en la sombría selva, atravesando naves verdes y corredores tan oscuros que apenas de tarde en tarde se filtraba entre ellos un pequeño rayo de sol. Un aire frío y húmedo, extraño en Pellucidar, flotaba en la atmósfera, y los prisioneros experimentaban una honda sensación de opresión y de angustia.

—¿Qué vais a hacer con nosotros? —preguntó al fin Jason al horib que iba detrás de él en el mismo lagarto, cuando ya habían avanzado bastante camino.

—Os vamos a cebar con huevos, hasta que estéis lo suficientemente gordos para que os puedan devorar nuestras mujeres y nuestros hijos —contestó el monstruo—. Están cansados de comer pescado y carne de gyor. No solemos cazar tanta carne de gilak como hemos hecho en esta ocasión.

Jason volvió a guardar silencio y no quiso volver a hablar, dado el horror que la respuesta del monstruo le había causado. No era que le diese miedo la muerte, era la idea de que le iban a engordar para sacrificarlo y luego devorarlo, lo que le atormentaba.

Mientras seguían avanzando por la interminable selva, Jason, viendo la imposibilidad de escapar, se puso a reflexionar sobre el origen de aquellos monstruos. Le parecía un supremo esfuerzo por parte de la naturaleza en su escala hacia el hombre, pero seguido por un camino menos perfecto que el seguido por ella en nuestro mundo, al saltar de la era de los reptiles a la del hombre.

Durante la marcha, Jason divisaba en ocasiones a Thoar y a sus otros compañeros de cautiverio, aunque era imposible cambiar ninguna palabra con ellos. Por fin, la comitiva salió de la infinita selva a un terreno más soleado. Jason alcanzó a ver a lo lejos el brillo de las azules aguas de un lago interior. A medida que se acercaron, Gridley fue descubriendo grupos cada vez más numerosos de horibs, algunos de ellos nadando o flotando en el agua, mientras otros permanecían tendidos o sentados en cuclillas sobre el barro de la ribera.

Cuando llegaron a su lado, los horibs que ocupaban las orillas del lago mostraron un frío interés hacia los que llegaban, y sólo algunas hembras y pequeñuelos parecieron interesados por los prisioneros.

Las hembras adultas se diferenciaban muy poco de los machos. Aparte del detalle de que carecían de cuernos, y de que iban completamente desnudas, Jason no encontraba en ellas diferencia alguna con los machos. No había poblado alguno, ni rastro de ninguna morada que pudiera servir de abrigo a los monstruos, ni otras manifestaciones de las artes que las necesarias para construir las armas de los horibs y los petos de piel que servían como escudo para proteger la blanda piel de sus vientres.

Una vez que fueron descendidos a tierra, varios monstruos llevaron a los prisioneros hacia una pequeña prominencia situada a orillas del lago.

En el camino, encontraron a muchas hembras poniendo huevos que depositaban en el barro, cerca de la orilla, cubriéndolos luego ligeramente también con barro, y colocando después encima un delgado palo, que indicaba la presencia del nido. A todo lo largo de aquella parte de la orilla, había centenares de aquellos palos, y algo más lejos, Jason vio a varios horibs pequeños, sin duda, recién salidos del cascaron, forcejeando por salir de barro. Pero ninguno de aquellos pequeños monstruos mostró la más ligera atención hacia el grupo que pasaba, preocupándose sólo de sus torpes movimientos, que les hacían caminar sobre sus cuatro extremidades, como pequeños y grotescos lagartos.

Al llegar a la parte más alta de la prominencia, el horib encargado de la custodia de Thoar, que era el que caminaba el primero del grupo, puso, de improviso, una de sus manos sobre la boca del prisionero, y con la otra le tapó la nariz; luego, con hercúlea fuerza, tiró de él hacia el agua.

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