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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje I. Tatuaje (18 page)

BOOK: Tatuaje I. Tatuaje
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Álex asintió.

—Lo de que no se puede conocer a la vez la velocidad y la dirección de una partícula subatómica, porque al medir una cosa modificas la otra. Era algo así, ¿no?

—Más o menos, sí. Pues algo parecido les ocurría a los jinetes del viento. El futuro que veían en cada ocasión solo era el más probable de los futuros posibles; sin embargo, su propia visión alteraba a menudo los índices de probabilidad relacionados con el suceso que estaban estudiando. Eso significa que debían tener mucho cuidado para no modificar el futuro que contemplaban. Siempre, claro está, que no quisiesen modificarlo… Porque a veces veían cosas tan intolerables que todos sus esfuerzos se encaminaban a evitar que ocurrieran.

»Era difícil decidir en cada caso si había que respetar el contenido de una visión o, por el contrario, intervenir para modificar las probabilidades relacionadas con ella. Y las cosas no siempre les salían como ellos querían… Pero, a pesar de todo, los magos fueron aumentando sus ambiciones generación tras generación, hasta trazar un plan tan ambicioso que abarcaba el destino entero de los hombres y de los medu. Su poder era tal que nadie podía detenerlos, e incluso los guardianes tuvieron que renunciar a derrotarlos cuando comprobaron que los jinetes del viento se adelantaban a todos sus movimientos y eran capaces de adivinar hasta el más pequeño de sus propósitos. La verdad es que la época de los kuriles fue la más próspera de toda la historia de los medu… Lástima que terminara de un modo tan horrible. Y lo más curioso es que todo comenzó con un acontecimiento bastante insignificante…

Jana hizo una pausa para respirar. Al soltar el aire, su garganta emitió un gemido casi inaudible. Alex la observó con atención: se había puesto muy blanca, y parecía tener dificultades para mantenerse erguida en la silla. Daba la sensación de que, de un momento a otro, su cuerpo iba a caer al suelo como un fardo. Sus ojos se habían empañado, y Alex no estaba demasiado seguro de que ella, en ese instante, pudiera verlo.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó, preocupado—. Escucha, no hace falta que sigas ahora con esa historia, ya terminarás de contármela en otro momento…

—No es eso —le interrumpió Jana con una voz susurrante, que de pronto parecía venir de muy lejos—. Es que se trata de una leyenda muy poderosa, y ha atraído una visión. La siento acercarse…

Su mano derecha ascendió hasta la piedra azul que colgaba de su cuello. Cuando cogió el colgante entre el dedo índice y el pulgar, el zafiro emitió una luz cegadora.

Alex se levantó de su asiento y dio un paso hacia ella, asustado. La muchacha había cerrado los párpados.

—Jana, ¿estás bien? Si hay algo que pueda hacer…

—Siéntate —oyó que le decía en su interior la voz imperiosa de la muchacha. La visión se acerca. Te he contado una parte de la historia. El resto vas a contemplarlo con tus propios ojos… No tengas miedo, yo estaré contigo.

Álex notó en ese instante una brisa helada que le puso la carne de gallina. Los muebles de la cocina se fueron difuminando en una oscuridad violácea, tan densa que no tardó en borrar todos los contornos. Y luego, casi sin transición, el vacío púrpura estalló en un millar de fragmentos diminutos que giraron en torbellino a su alrededor para posarse a continuación unos sobre otros, componiendo una imagen perfecta.

Álex contuvo el aliento, sobrecogido. Se encontraba al fondo de una especie de templo, un edificio de altas bóvedas encaladas bañado en el resplandor lechoso que se filtraba a través de los grandes ventanales de alabastro. Delante de él se apretujaban cientos de personas ataviadas con trajes muy parecidos a los que pueden verse en algunas pinturas del Renacimiento. Los hombres llevaban pesados jubones negros con adornos de piel en el cuello, y las mujeres, suntuosos vestidos de brocado azul y hermosos chales de encaje sobre los hombros. Todos guardaban un respetuoso silencio, y de vez en cuando se empujaban suavemente o se ponían de puntillas para ver mejor la ceremonia que se desarrollaba en la cabecera del templo, ante el altar.

La mano de Jana lo asió por la manga con cuidado de no rozarle la piel y, suavemente, tiró de él. Ambos se deslizaron como sombras entre los mudos espectadores, asombrados de que nadie pudiera verlos ni sentir su contacto. De ese modo consiguieron situarse en primera fila.

—Es una boda —le susurró Jana a Alex—. Una boda entre una princesa kuril y un joven jefe medu de una familia menor. El acontecimiento insignificante del que te hablaba…

Alex echó una ojeada cautelosa a su alrededor para cerciorarse de que nadie les prestaba atención. Todavía no se había hecho a la idea de que, para toda aquella gente, ellos dos no estaban allí.

—No parece tan insignificante —se atrevió a replicar—. Ha venido un montón de gente a verlo, y todos parecen muy bien vestidos…

—La novia pertenece al linaje del rey. Mira a tu derecha. El anciano de la capa blanca y el birrete negro es el rey mismo. He visto alguna representación antigua, lo reconocería en cualquier parte.

—Parece inquieto… No hace más que mirar hacia atrás.

—Sí, no está muy pendiente de la ceremonia que digamos. Espera a alguien… A su hijo Céfiro. Pero su hijo no va a venir.

Álex observó durante unos segundos el perfil severo y tenso del rey, cuya mirada permanecía ahora fija en los novios.

—Su hijo Céfiro, el príncipe heredero de los kuriles, ha hecho todo lo posible por impedir esta boda —continuó explicando Jana a media voz—. Avisó a su padre de que, si este matrimonio llegaba a celebrarse, provocaría una concatenación de sucesos que terminaría conduciendo a los otros seis clanes a destruir a los kuriles. Dice haberlo descubierto leyendo el futuro en uno de sus libros mágicos, pero nadie le cree. Ningún otro kuril ha tenido esa misma visión, y, además, es de todos sabido que Céfiro ama en secreto a la novia desde que ambos eran unos crios… En resumen, tanto el rey como sus consejeros están convencidos de que Céfiro intenta impedir este matrimonio por celos. ¡No saben cuánto se equivocan!

Álex observó a la novia y al novio, que escuchaban frente al público una larga salmodia pronunciada con los ojos cerrados por una mujer pelirroja de mediana edad que parecía oficiar como sacerdotisa. La novia llevaba una toca blanca en la cabeza y un largo vestido del mismo color. El novio, por su parte, iba enteramente vestido de color pardo, excepto por el bonete de terciopelo negro que le cubría la cabeza. Ambos eran apuestos y muy jóvenes, tanto que parecían dos adolescentes… La muchacha, de piel muy blanca y largas pestañas rubias, guardaba un cierto parecido con Jana.

Detrás de ellos, la sacerdotisa, sin dejar de cantar, avanzó un par de pasos y unió con las suyas las manos de los contrayentes. De entre sus dedos surgió una diminuta serpiente dorada que reptó silenciosamente hacia la mano de la muchacha. Allí enroscó su delgado cuerpo en el anular de la joven mientras su cabeza se deslizaba hacia el mismo dedo del novio. Ambos dedos quedaron así entrelazados por un ocho refulgente como el oro y en continuo movimiento, que a Álex le hizo pensar en el símbolo matemático del infinito.

Pronunciando una larga fórmula en un idioma incomprensible, la sacerdotisa retiró entonces la toca que cubría la cabeza de la joven. Los cabellos rubios de esta cayeron como una cascada sobre sus hombros, y al mismo tiempo la seda semitransparente de su vestido comenzó a cubrirse de bordados de ramas verdes que crecían en todas direcciones, como si el motivo vegetal realmente perteneciese a un organismo vivo.

A Álex le pareció incluso que algunos de los zarcillos de aquella enredadera se salían de la tela para proyectar sus sombras sobre la delicada piel de la muchacha. Se volvió hacia Jana, intrigado. Ahora que la larga cabellera de la novia había sido liberada, el parecido entre las dos no había hecho sino aumentar.

En ese instante, dos hileras de ancianos cubiertos de lujosos mantos carmesíes comenzaron a avanzar desde la entrada del edificio hacia el altar mientras entonaban un sombrío canto. Todos ellos portaban lámparas de aceite que ardían con una débil llama verdosa. Cuando llegaron a la altura de los novios, se quedaron callados y alzaron las lámparas a la altura de su rostro. Entonces, la pequeña serpiente de oro descendió desde las manos de los novios hasta el suelo, reptando sobre el vestido de la joven.

—El matrimonio ha sido sellado conforme a la antigua costumbre —musitó Jana.

Álex no podía apartar la vista de los dedos de los recién desposados, donde refulgían dos tatuajes idénticos en el mismo lugar donde un momento antes se hallaba la serpiente. Anillos grabados en la piel… El muchacho se estremeció al pensar que un vínculo sellado mediante símbolos tan poderosos no podría romperse fácilmente.

—Observa al rey —oyó que le susurraba Jana—. Está muy alterado… Acaban de comunicarle que su hijo no aparece.

Alex observó que, en efecto, el rey no parecía estar prestando ninguna atención a la ceremonia. Una mujer de cabellos grises y espalda encorvada hablaba con él en voz baja, y era evidente que lo que le estaba diciendo acrecentaba por momentos la zozobra del soberano.

Los ancianos de las túnicas ya habían reanudado sus cantos cuando, sin previo aviso, el monarca alzó una mano e interrumpió el ritual con voz grave y temblorosa.

—Súbditos y amigos, me informan de un suceso que ninguno de nosotros había visto en los libros. Mi hijo, el príncipe Céfiro, ha abandonado el reino. Los rastreadores han perdido su pista en las faldas del monte Cardack, y todos sabemos lo que eso significa. La Frontera Invisible… Podría habéroslo ocultado, pero no he querido hacerlo.

Varias voces se alzaron desde distintos rincones del templo.

—¿Qué significa? —preguntaban en diferentes tonos, oscilando entre el miedo y la incredulidad.

—Lo que significa lo sabéis muy bien —repuso el rey, acallando las voces con un gesto impaciente de la mano derecha—. El vio lo que ninguno de nosotros alcanzó a ver. Predijo la ruina de nuestra estirpe si este matrimonio se celebraba, y el terrible paso que acaba de dar demuestra que no hablaba a la ligera. Si se ha arriesgado a cruzar la Frontera Invisible, poniendo en peligro su propia vida, ha sido para convencernos de la importancia de su profecía. Y a mí me ha convencido.

La algarabía que se produjo al oír la conclusión del monarca fue ensordecedora. En aquella confusión de gritos e imprecaciones, Álex no consiguió descifrar ninguna frase coherente. Lo único que pudo concluir al observar los rostros acalorados de cuantos lo rodeaban fue que las palabras del soberano no habían dejado indiferente a nadie.

—Pero el matrimonio ya se ha celebrado —dijo la voz de la sacerdotisa, alzándose sobre las demás—. Ni vos ni nadie puede disolverlo…

El rey arqueó las cejas y sonrió con frialdad.

—¿Quién más lo dice? —preguntó, mirando a su alrededor.

—Yo —repuso al instante un joven de largos cabellos negros y mirada penetrante que llevaba el emblema de un dragón bordado en su casaca negra.

—Y yo —le apoyó un anciano canoso desde las últimas filas.

Otros muchos hombres y mujeres se atrevieron a secundar el desafío de aquellos dos súbditos. Muy pronto, el alboroto reinante en el interior del templo fue tal que a Álex le resultó imposible entender lo que ocurría.

Como si la confusión de sonidos hubiese empapado la atmósfera, el aire comenzó a llenarse de vapores rojos y púrpuras que lentamente fueron engullendo los detalles de la visión.

—Ese fue el comienzo del fin —dijo la voz de Jana desde algún lugar distante e impreciso—. Los kuriles, asustados por la desaparición de su príncipe, insistieron en romper el matrimonio recién celebrado, pero los otros clanes se negaron. Y tres días después de la boda, el joven novio apareció degollado… Nadie pudo encontrar a su esposa. Fue como si se la hubiese tragado la tierra.

Alrededor de Álex, el humo rojizo comenzó a dispersarse, revelando fragmentos de un campo de batalla. Los ojos del muchacho tardaron en acostumbrarse a los sombríos colores de la escena. Los tonos plomizos del cielo parecían prolongarse en los metales deslucidos de las armaduras, en las grupas polvorientas de los caballos y en la tierra agrietada y cenicienta. Solo los disparos ocasionales de algún cañón lejano hacían estallar aquí y allá pequeñas llamaradas de color que no tardaban en extinguirse.

Álex no sabía mucho acerca de la historia de las artes militares, pero le pareció, por la indumentaria de los soldados y el armamento que llevaban, que la batalla podía estar desarrollándose en algún momento de la época renacentista. Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la penumbra y al humo, distinguió a pocos metros de él un destacamento de caballería que intentaba repeler a la desesperada el ataque de un nutrido grupo de soldados de a pie. Estos últimos llevaban larguísimas picas con las que hostigaban a los caballos de sus enemigos, llegando en ocasiones a desmontar a los jinetes. El distintivo que ondeaba en sus banderas era un dragón rampante de color rojo, el mismo que campeaba en el centro de sus corazas plateadas. Pero lo más curioso era que algunos guerreros llevaban el mismo símbolo tatuado en el rostro, lo que les daba un aspecto extrañamente inhumano.

En el otro bando, el emblema que decoraba las lujosas armaduras negras de los jinetes era la cabeza de un caballo con las crines al viento. Todos se cubrían la cabeza con yelmos coronados por largos penachos de plumas rojas, pero cuando una de las picas del enemigo alcanzó al que parecía liderar la compañía, este alzó la visera protectora y Álex pudo distinguir en su rostro macilento la mirada penetrante del rey de los kuriles.

—Los derrotaron, ¿no? —se oyó decir con una voz que no parecía la suya.

—Los aniquilaron —confirmó Jana en tono apagado—. Los principales jefes kuriles murieron, y muchos otros languidecieron en prisión hasta su vejez. El clan fue disuelto, y sus bibliotecas, quemadas. Drakul, el general que los había vencido, pasó a ocupar la jefatura de los medu, y desde entonces esta ha permanecido en su familia.

—¿Y qué ocurrió con Céfiro? ¿No regresó nunca?

Las imágenes de la batalla habían comenzado a palidecer hasta extinguirse por completo. En cuestión de segundos, la sangrienta visión se había fundido con las siluetas mudas y acogedoras de los muebles de la cocina.

Mareado por la rápida sucesión de escenas, Álex se agarró a la mesa para no perder el equilibrio y consiguió volverse hacia donde suponía que se encontraba Jana. Ella seguía allí, en efecto, meditando la respuesta a su pregunta.

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