Te Daré la Tierra (12 page)

Read Te Daré la Tierra Online

Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

La arquilla era un baúl de roble reforzado por cuatro cinchas de hierro de forja de la mejor calidad y presentaba una anomalía que la hacía diferente a cualquier otra.

—En mi larga vida de persona dedicada a guardar cosas extraordinarias jamás me había hecho nadie depositario de un objeto así.

El que así habló fue Baruj Benvenist, que acompañó sus palabras con un gesto hacia los cierres de la arquilla. Evidentemente, el cofre presentaba algo insólito: carecía de bisagras, estaba cruzado por cuatro flejes de hierro colado de un extraordinario grosor y en cada lado presentaba una cerradura que los sellaba, de modo que debía abrirse a la vez por los cuatro costados si se quería retirar la tapa. El judío, extrayendo una llave de extraña sierra del bolsillo de su hopalanda, aclaró:

—Vos habéis de tener la otra llave. Cuando abra yo dos fallebas y deje la llave colocada, vos deberéis abrir las otras dos.

—Recuerdo como si hubiera sido ayer el día en que vuestro padre me explicó el mecanismo del invento. Al parecer, se trataba del arca de seguridad del rey moro de Tortosa cuando éste partía de viaje. Si no están las dos llaves asentadas en las correspondientes cerraduras opuestas, de dos en dos, el mecanismo no se puede abrir. Fue un fino trabajo de los cerrajeros reales —añadió el padre Llobet.

A indicación de Benvenist, Martí se puso en pie y se acercó al cofre con manos temblorosas. Baruj Benvenist colocó su llave en una de las cerraduras e indicó a Martí que hiciera lo propio en la opuesta. Giró la llave, pero el mecanismo permaneció fijo; entonces Martí hizo girar su llave, y los cerrojos de ambas fallebas sonaron a la vez al descorrerse al unísono. A continuación retiraron las llaves e hicieron la misma operación con las otras dos cerraduras, con idéntico resultado. La reforzada tapa quedó libre y Martí, consciente de la solemnidad del momento, se dispuso a apartar la cubierta que soportaba los flejes. Ante la mirada expectante de los tres, apareció el fruto del esfuerzo de un hombre que guerreó en las fronteras durante toda su vida. Sobre un fondo de monedas cuya suma a simple vista se podía apreciar claramente que excedería los mil o mil quinientos mancusos de oro sargentianos,
[9]
destacaba una colección de joyas de un valor notable, aderezos y pendientes de oro, una pulsera rematada por un zafiro azul y sobre todas ellas una diadema que debió de pertenecer a una reina. Era de oro y piedras preciosas, y en su centro alojaba un rubí en forma de lágrima que refulgía a la llama de las velas como una inmensa gota de sangre.

—A fe que vuestro padre os ha hecho un hombre rico —dijo el judío.

—Empleadlo con cordura y no dilapidéis los años de esfuerzo y penuria de vuestro progenitor —apostilló el padre Llobet.

Martí, a quien resultaba difícil creer lo que veían sus ojos, se concedió un momento para pensar antes de tomar la palabra.

—Pongo a Dios por testigo que emplearé este legado en cumplir los deseos de mi padre, para lo cual pido vuestra ayuda y consejo; destinaré este inesperado beneficio de un trabajo honrado y perseverante e intentaré que todo ello haga el bien de mucha gente a fin de compensar a la que él, por la triste realidad de su oficio, sin duda perjudicó. Si lo cumplo, que el Señor del cielo me lo premie, y si no que me castigue por ello.

11
El encuentro

Tolosa, diciembre de 1051

El pasadizo era largo y tortuoso, salpicado de bifurcaciones que debían conducir a otros aposentos o al exterior. En un momento dado, y alumbrado por la estela de luz del candelabro que portaba el hombrecillo, ambos ascendieron un tramo de varios escalones tallados en la roca viva. Supuso el conde que habían llegado a la altura del patio de armas, pues el ruido que se oía sobre sus cabezas provenía de la francachela que formaban los soldados del cuerpo de guardia. Luego, el sonido de la algarabía se disolvió en la noche y el conde observó cómo el enano tanteaba la pared que cerraba el final del pasadizo. Por fin dio con el resorte y ante los asombrados ojos de Ramón el tabique se corrió, permitiéndoles el acceso a un confesionario adosado al muro e instalado en uno de los laterales de una pequeña capilla.

—Es la capilla privada de la condesa —explicó Delfín—. Nadie puede llegar hasta aquí si no conoce el pasadizo o viene a través de los aposentos privados de mi señora.

El conde de Barcelona no salía de su asombro. El enano, después de abrir la portezuela del confesionario e invitar al conde que saliera del mismo, prosiguió:

—Ahora debéis aguardar aquí. Voy a avisar a mi ama.

Sin más, Delfín desapareció tras una cortina lateral llevándose el candelabro y dejando a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, asombrado, transido de esperanza y debatiéndose entre la dicha y la culpa de quien abusa de la hospitalidad de un aliado intentando robarle la mujer.

La luz del sagrario teñía de rojo la escena. Los ojos del conde se fueron acostumbrando a la penumbra y al cabo de poco rato ya podía adivinar el perfil de las cosas. Ramón Berenguer se arrodilló en el último banco y oró.

«Dios y Señor mío, el destino me arrastra. Has puesto ante mí a esta mujer y no me es dada otra posibilidad que amarla. Tú la hiciste así para que encandilara mis ojos y anulara mi voluntad. Te pido clemencia para lo que me dispongo a hacer si ella lo acepta; perdóname... Estoy dispuesto a arriesgar mi alma al fuego eterno.»

En ese momento, aureolada por la luz que procedía de la pequeña sacristía situada detrás del altar, apareció Almodis de la Marca, vestida con una discreta túnica propia del dormitorio de una dama y portando en la mano izquierda un candil cuyo tembloroso pabilo iba despejando a su paso las sombras de la capilla.

La condesa de Tolosa divisó a Ramón en pie al fondo del oratorio y fue a su encuentro. Éste se adelantó y, doblando la rodilla, se inclinó para besar la mano que ella le tendía. Luego se incorporó y ambos cruzaron una mirada intensa que no necesitaba palabras.

Almodis, despacio y sin soltar la mano del conde, le obligó a seguirle. La luna proporcionaba una luz muy tenue que entraba por el rosetón policromado de la capilla; sin dejar de mirar fijamente a un hipnotizado Ramón Berenguer, lo condujo hasta sus habitaciones a través del aposento que había tras el altar y que servía para que los oficiantes se vistieran antes de las ceremonias litúrgicas. Allí lentamente se adelantó y ante los asombrados ojos del conde, alumbrada por el resplandor de las veinte bujías de dos inmensos candelabros, se deshizo de sus ropajes: fueron cayendo al suelo la recamada túnica, las sayas y la camisa. Por último se soltó la gruesa trenza que recogía su abundante cabellera rojiza y se ofreció a los ojos del conde en su perfecta desnudez. Ramón Berenguer, que hasta la fecha había hecho el amor con sus dos esposas a la débil luz de una vela, las imágenes de los santos vueltas hacia las paredes y siempre con la camisa de noche puesta, no podía dejar de mirarla. La condesa ascendió los escalones de su adoselada cama, extendió la mano y con un gesto le invitó a seguirle. Torpemente, el conde se despojó de sus ropajes y se encaramó al lecho, como quien asalta la almena de un castillo enemigo. Cuando iba a cumplir bruscamente con el papel que la natura ha asignado al macho de todas las especies, ella lo detuvo.

—Tened calma y gocemos de este momento que tal vez sea único.

Y, apoyando suavemente la mano derecha en su hombro, lo obligó a recostarse. Entonces se encogió sobre él y cubierto el perfil de su rostro por la espesa, roja y desparramada cabellera, lo tomó en su boca. Ramón Berenguer, conde de Barcelona, Osona y Gerona, pensó que moría de placer y que ratos como aquéllos justificaban la renuncia a cualquier gloria eterna. Que el Señor se la guardara para sí, a él ya no le interesaba.

12
Proyectos de futuro

Barcelona, mayo de 1052

Martí estaba sumido en un profundo desconcierto. La convicción de que su padre le había abandonado a su suerte para vivir la vida que le era grata se había resquebrajado y desmoronado como un castillo de arena. A través de los últimos testimonios había llegado a varias conclusiones: la primera, que lo que hizo su progenitor no fue otra cosa que cumplir con un deber que le vino impuesto por pactos y acuerdos llevados a cabo por sus antepasados y que su honra le impelió a obedecer; además, y al contrario de todos los hombres de armas de su tiempo, fue, dentro de la concepción que de la guerra se tenía, un hombre de honor que procuró ejercer su duro oficio sin caer en bárbaras costumbres. La segunda, que ni tan siquiera quiso enriquecerse a su beneficio y que todos sus logros los había acumulado pensando en aquel hijo al que apenas conocía.

Una única recomendación había indicado en su testamento, y fue que honrara su memoria haciendo, con el legado, obras dignas para resarcir el daño que por su oficio hubiera podido inferir a otras personas. Podía decirse que, gracias al esfuerzo de su progenitor, podría comenzar con ventaja una aventura en aquella apasionante ciudad, algo que jamás hubiera podido imaginar ni en sus sueños más felices.

Cinco días hacía que había llegado a Barcelona cargado de ilusiones, con pocos dineros, un anillo y una carta de presentación, y a día de hoy podía decirse que era un hombre afortunado. En tanto ordenaba sus ideas tomó dos decisiones. En primer lugar, se dispuso a enviar un mensajero para comunicar a su madre tan buena nueva, a fin de que la mujer paliara sus rencores; luego encargó al arcediano Llobet cien misas por el descanso eterno del alma de su padre. Cumplidas ambas tareas y antes de pensar a qué finalidades destinaría su recién adquirida fortuna, se planteó cuál era la mejor manera de guardarla, pues aquel patrimonio no podía ir dando tumbos en sus alforjas mucho tiempo más. Para ello pidió ayuda al anciano Benvenist, sabedor de que su honradez estaba avalada por la confianza que en él había depositado su padre.

—Veo que os gusta madrugar y que tenéis ligero el sueño —le saludó el cambista, tras recibirle a la puerta de su casa.

—Decid mejor que no lo he conciliado. Es difícil asimilar tanta revelación como la que me prodigasteis antes de ayer: esta mañana llegué a creer que todo había sido un sueño.

El anciano tomó del brazo a Martí y le condujo hacia su gabinete, donde ambos se acomodaron.

—Pues no, querido amigo, no ha sido un sueño. Veréis, cuando vayáis poniendo años, cómo esas cosas singulares que cambian el rumbo de una vida no suceden a menudo, pero suceden y aprenderéis a no asombraros. La compasión de Yahvé alcanza a todos los hombres.

—Esta nueva situación me desborda, aunque pienso que me acostumbraré: es mucho más fácil amoldarse a ser rico que, siéndolo, habituarse a ser pobre.

—No lo creáis: ser rico de repente conlleva ciertos peligros, si no se tiene la cabeza bien asentada en los hombros.

—No temáis por ello, he sido siempre fiel cumplidor de mis compromisos y los deseos de mi padre pesarán sobre mí como una losa.

Benvenist lo observó con atención.

—Bien, vayamos a lo que nos ocupa. En primer lugar, ¿qué queréis hacer con vuestro dinero en cuanto a su salvaguardia se refiere? Hasta que lo tengáis decidido no podéis andar por el mundo con él encima.

—Por eso estoy aquí. Mi deseo sería que vos lo custodiarais en tanto tomo las decisiones pertinentes. También desearía vuestro consejo; creo que en la herencia de mi padre éste iba incluido.

—Me honráis, pero es mi obligación recordaros que soy judío.

—Eso para mí no sólo no es óbice, sino más bien cualidad. ¿No aconsejáis acaso a la casa condal? Soy un hombre de pueblo, pero aprendo rápidamente. Me limito a observar lo que hacen aquellos a los que debo imitar: si los más poderosos requieren los servicios de los judíos y les otorgan su confianza en cosas tan delicadas como la salud y la hacienda, ¿por qué no debo hacerlo yo?

El judío se acarició la barba con parsimonia.

—Está bien. Antes de preocuparnos de qué es lo que debéis hacer con él y las inversiones en las que os conviene diversificar vuestro capital, veamos primero dónde y cómo lo guardamos para que quede a buen recaudo y podáis disponer de él siempre, aunque yo no estuviere en la ciudad o en el caso peor de que algo me ocurriera.

—Y ¿qué es lo que aconsejáis?

—Si os parece bien, podríamos guardarlo en el sótano de mi casa, donde también guardo mis bienes. Es un lugar seguro y muy discreto, que casi nadie conoce, una tahona del tiempo de los romanos horadada en la piedra que yo amplié. Tanto que incluso nuestro conde, sea porque también lo cree, sea porque le interesa guardar algo lejos de la curiosidad, me confía asimismo sus caudales.

Martí sonrió.

—Me parece excelente lo que me proponéis, pero antes de llevar a cabo vuestra propuesta me interesaría concretar un poco qué creéis que debo hacer para llegar a ser un día ciudadano de hecho de Barcelona.

—Querido joven, vais muy deprisa. Ser ciudadano reconocido de esta urbe requiere en primer lugar tiempo, y en segundo, y durante el mismo, sentar las bases de honradez y laboriosidad necesarias para el reconocimiento de los demás moradores. Creedme que una cosa es ser vecino o habitante y otra ciudadano.

—Aclarádmelo, si no os importa —pidió Martí en tono obstinado.

—Veréis, en estos territorios es notoria la herencia visigoda y por ende romana. Puedo deciros que en los dominios que conformaron la Marca Hispánica van muy por delante, en cuanto a leyes, de los demás reinos peninsulares, tanto cristianos como moros. En el resto de reinos puede decirse que hay tres estamentos a considerar: el rey, la nobleza o si lo preferís los feudales, y el clero. Pues bien, en esta bendita tierra existe un cuarto poder, los ciudadanos, y a fe mía que cada día alcanzan cotas de mayor influencia. Es por ello por lo que conseguir la ciudadanía de pleno derecho, si no se ha nacido dentro de sus murallas, es un logro no precisamente fácil de alcanzar. ¿Me vais comprendiendo? Me atrevo a auspiciaros que llegará un tiempo en que ese título tendrá el mismo valor que tuvo en la antigüedad ser ciudadano de Roma.

Martí, que no había perdido detalle de la explicación del judío, se quedó un instante pensativo.

—Pero habrá un camino para los nacidos fuera de la ciudad.

—Lo hay, pero es largo y tortuoso y depende de muchos factores, entre ellos la suerte y desde luego el matrimonio con alguna mujer que tenga la categoría de ciudadana.

—Si otros lo han conseguido yo lo he de conseguir también, y en cuanto a suerte, vos me habéis demostrado que la fortuna, los astros o lo que sea me son propicios —repuso Martí, con una mezcla de ingenuidad y confianza en sí mismo.

Other books

Lying to Live by Darrien Lee
Valentine Cowboys by Cat Johnson
The Coptic Secret by Gregg Loomis
Ripples Through Time by Lincoln Cole
The Girl I Was Before by Ginger Scott
Mom's the Word by Marilynn Griffith
The Red Road by Stephen Sweeney
Careless In Red by George, Elizabeth
Brave (Healer) by April Smyth