Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
Batsheva estaba nerviosa.
—Ruth, se ha puesto el sol. Vamos a llegar tarde y nuestro padre nos reprenderá.
—Ahora es imposible pasar, Batsheva. Además, hemos salido a ver las nuevas luces y hasta que se haga de noche no van a lucir.
—Va a comenzar el sabbat, debemos partir.
Ishaí acudió en su ayuda.
—Batsheva, vuestro padre comprenderá. Es imposible pasar al otro lado. Estamos ante un acontecimiento tan extraordinario que deberemos contarlo a nuestros hijos. Yo me hago responsable.
Batsheva insistía:
—Al anochecer los judíos no podemos estar fuera del
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tenemos el tiempo justo...
—Hoy han retrasado el toque de campanas. Veréis como también retrasan la queda.
El cortejo había llegado a su altura y el ruido impedía oír una palabra a menos que se hablara al oído del vecino.
La comitiva pasaba en aquel instante delante de los tres jóvenes. Ruth, al ver el noble rostro del embajador sevillano, tocado con un turbante amarillo en cuyo centro lucía una gran esmeralda sus oscuros ojos y su blanquísima dentadura, y la fina y recortada barba que remataba su mentón, tuvo conciencia de que era testigo de un hecho histórico y trascendental y sintió el orgullo de que la magnífica luz que lucía en su ciudad fuera la obra de su amado.
Martí ya había visto todo cuanto deseaba ver y su presencia en palacio era innecesaria. La comitiva del embajador ya había entrado y las grandes puertas del salón de recepciones se habían cerrado. Pensaba acudir al día siguiente a la seo para que Eudald le explicara los acontecimientos y pormenores que allí dentro se iban a suceder, pero un irrefrenable deseo de ver su ciudad bajo la aureola de la nueva luz le asaltó de repente. Tomó su capa y, despidiéndose del oficial que vigilaba la entrada, se embozó en ella y quiso mezclarse entre la muchedumbre y perderse entre la algarabía y el jolgorio de sus conciudadanos de Barcelona. Era prácticamente imposible seguir una ruta prefijada. Había entrado en la turbulenta corriente y no tenía otro remedio que seguir hacia donde le llevara la marea de gente. Todo le parecía nuevo bajo la luz. Las viejas piedras adquirían tonos y matices desconocidos, cada rincón conocido se convertía en un descubrimiento. Mientras se abría paso, se dio cuenta de que su vida había sido un puro milagro. Su mente empezó a recordar y llegó a la conclusión de que todo aquello se debía a que una vez y en un lejano puerto en Famagusta, llevado de su buen corazón, rescató de las aguas a un hombre. Luego le entró una angustia infinita recordando a la persona a quien no había podido salvar... Era un hombre rico, sus barcos recorrían los puertos del Mediterráneo, su casa cerca de Sant Miquel iba tomando trazas de convertirse en mansión, había ampliado su comercio y sus carros acudían a las ferias comprando al por mayor nuevos productos.
La multitud avanzaba incontenible y los alguaciles se las veían y deseaban para contenerla. Parecía que aquella noche valía todo. El vino había animado a la muchedumbre y en alguna que otra esquina habían asomado dagas y cuchillos por nimiedades. Por fin consiguió llegar a los alrededores de su casa. El corazón le dio un vuelco. Allí, sentada en uno de los poyos de piedra que sostenían un arco, acurrucada hecha un ovillo, le pareció ver a una figura vagamente familiar. Atravesó a brazo partido la riada humana y apartando a un grupo de mozos que se habían detenido junto al bulto les conminó a que siguieran adelante. Fuere por su gesto, fuere por su actitud decidida o fuere porque el vino había hecho mella en sus sesos, el caso fue que pensaron que mejor sería divertirse en otro lado. Al oír su voz, aquella figura asustada había alzado la cabeza. Los oscuros ojos de Ruth, la hija menor de su amigo Baruj, se clavaron en él suplicantes.
Martí la tomó por los brazos y la alzó a su altura. El gentío la oprimió junto a él. La muchacha lo miró como una aparición.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Ruth, con voz entrecortada y entre lágrimas, le explicó lo sucedido.
—El caso es que cuando pudimos, intentamos regresar. Ishaí iba delante, de su mano iba mi hermana y detrás de Batsheva iba yo. Al llegar a una esquina se interpuso un grupo y tuve que soltar su mano. Vi cómo sus cabezas se perdían entre las gentes al igual que la de un ahogado desaparece entre los remolinos de un río. Batsheva gritaba y hacía ademán de regresar, pero Ishaí no la soltó. Llegué al cabo de mucho a las puertas del
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ya estaban cerradas. Aguardé pensando que mi hermana y su acompañante aún no habían llegado, pero no fue así. Por lo visto consiguieron entrar a tiempo. Entonces, sin saber qué hacer ni adónde ir, empecé a andar por la ciudad en dirección a vuestra casa... No conozco a nadie más... Esperaba veros llegar en algún momento.
—Habéis cometido una imprudencia terrible. Ya sabéis cómo ocurren estas cosas: en una noche como la de hoy, si la gente descubre a un judío fuera del
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puede pasar cualquier cosa.
—Dentro conozco casas amigas, pero fuera me siento perdida y no sabía dónde acudir —sollozó Ruth.
—No os soltéis de mi mano y seguidme.
Ruth asió la mano que le tendía Martí y al hacerlo, pese a los terrores que la habían asaltado, a punto estuvo de bendecir aquella circunstancia. Luego, ambos se dispusieron a cruzar entre el gentío hacia la plaza donde estaba Sant Miquel.
Cuando Martí observó en la puerta de su casa a Omar, a su mayordomo Andreu Codina, a Mohamed, que ya había crecido lo suficiente para parecer un mocetón, y a un grupo de criados que vigilaban la entrada, portando hachones y gruesos garrotes, su corazón se ensanchó. Presionó con más fuerza la mano de la joven y la advirtió.
—Vamos a atravesar ahora. No os soltéis, por el amor de Dios.
Los ojos de la muchacha respondieron por ella. Omar los había divisado y seguido de dos criados se metió entre la masa abriendo camino.
Finalmente se hallaron todos a salvo tras los cerrados portalones del caserón.
Omar habló asustado.
—Amo, jamás vi cosa igual: la gente está enloquecida, la iluminación los ha desquiciado, hasta han pretendido entrar en el patio y los hemos tenido que sacar a palos. Dicen que en algunas zonas ha habido desórdenes en las calles. He temido por vos.
—No ha pasado nada, gracias a Dios. —Luego, viendo la mirada inquisitiva de su hombre, añadió—: Ya conoces a Ruth, la hija menor de mi amigo Baruj. Han cerrado por precaución las puertas del
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antes de tiempo y, al separarse de su hermana, se ha quedado fuera. Si no la llego a rescatar, no sé lo que hubiera sucedido. Esta noche la pasará aquí. Llama a Caterina: que entre ella, Naima y Mariona preparen el cuarto de la terraza del primer piso y di a la dueña que ponga un par de criadas a sus órdenes para que le suministren cuanto necesite. La noche va a ser larga, esto no ha hecho más que comenzar. Acompáñala, Omar.
El moro observó a la muchacha y a su amo alternativamente y con el gesto la invitó a seguirle.
—Si tenéis la bondad...
Ruth clavó sus almendrados ojos en Martí y, pese a ser consciente del tremendo problema que estaba creando, bendijo su suerte.
El conde de Barcelona, Ramón Berenguer el Viejo, y su consorte Almodis estaban en aquel momento reunidos con el embajador sevillano en el salón de audiencias del Palacio Condal. En una larga mesa y frente por frente se habían instalado ambas delegaciones. De parte de los condes y asesorándolos, su consejo privado, compuesto por el veguer de Barcelona, Olderich de Pellicer, el senescal Gualbert Amat, el consejero de finanzas y abastos Bernat Montcusí; el notario mayor, Guillem de Valderribes; el obispo de Barcelona, Odó de Montcada; el secretario de turno Guerau de Cabrera y el intrépido Marçal de Sant Jaume, prominente figura del condado, buen conocedor de cuestiones árabes y cortesano hábil. La representación del rey sevillano la constituían su embajador y renombrado poeta Ibn Animar, o Abenamar; ar-Rashid, hijo mayor de al-Mutamid; el capitán de su hueste Aben Zaiden y cinco acompañantes, cada uno de ellos experto en su parcela. Al extremo de la mesa, dos «lenguas» iban traduciendo simultáneamente lo que allí se decía a fin de que todos se enteraran del asunto que se estaba tratando, aunque el embajador hablaba latín y conocía los giros propios de las hablas del condado.
El aspecto del enviado de al-Mutamid era magnífico, pero por encima de su indumentaria lo que realmente llamaba la atención era su empaque natural, lo calmo de su lenguaje y un encanto que subyugaba a propios y extraños. Antes de comenzar la reunión había entregado a la condesa una carpeta de piel taraceada con pequeñas piezas de nácar que contenía un conjunto de pergaminos donde se leían sus mejores composiciones, la última expresamente dedicada a Almodis en una loa a sus verdes ojos y a su roja cabellera, traducida a lengua provenzal. Al finalizar el panegírico ar-Rashid la obsequió, en nombre de su padre, con un hermoso estuche de caoba africana en el que lucía un aderezo de verdes esmeraldas engarzadas en un soberbio collar de oro rojizo propio de los orfebres sevillanos que entroncaba con las metáforas del elogioso poema. Al conde le entregó una cota de malla del mejor acero, ligera cual si fuera de terciopelo y sin embargo mucho más fuerte que el hierro.
Tras prolijas y adornadas fórmulas propias de toda embajada proveniente de al-Andalus, los visitantes parecieron dispuestos a entrar en materia.
—Poderoso conde Berenguer de honorable linaje; conocida es entre las gentes de mi ciudad la hidalguía de vuestra estirpe. Mi rey y señor os honra enviando en su representación a su propio hijo, para que podáis percibir lo legítimo de sus peticiones y lo serio e importante de la misión. Hemos sido enemigos en tiempos lejanos, pero las épocas de Almanzor ya terminaron, dejando sin embargo en vuestra bella Barcelona muchas raíces que ahora nos unen. Por eso venimos en son de amistad y demandando franca colaboración para un asunto que tiene para mi soberano un interés político y que a vos os reportará gloria y buenas rentas.
Tras este florido preámbulo, el conde respondió:
—Mi querido visir, os hemos recibido como amigos que somos. Ayer os pudisteis dar cuenta de la cariñosa acogida que os prestó Barcelona. Mi esposa, mis consejeros y yo mismo estamos ansiosos de escuchar vuestra propuesta para, si es en provecho de mis súbditos, aceptarla al punto.
Ambos discursos iban siendo traducidos por los respectivos «lenguas» con voces neutras e inertes.
—La empresa que desea emprender mi rey es ambiciosa y requiere la colaboración de la esforzada infantería franca, sin la cual mi señor no se internaría en tan incierto empeño.
La delegación catalana estaba al tanto de la manera de presentar los proyectos de las gentes del islam y atendía atenta.
—Mi señor desea reivindicar sus derechos sobre la taifa de Murcia donde reina el usurpador, Muhammad ibn Ahmad Thair. Deseamos que al-Andalus esté unido bajo una sola enseña, cosa que mi señor espera conseguir conquistando posteriormente Córdoba. Entonces tened por cierto que tendréis un solo y sólido aliado en el sur que os será fiel y de gran utilidad en vuestras posibles futuras guerras, si a la muerte del prudente Sulaiman ben Hud al-Mustain de Zaragoza sus belicosos hijos no siguen la política de paz de su progenitor.
Berenguer atendió el discurso del moro hasta el final.
—Entiendo bien que lo que me proponéis es beneficioso para mi pueblo. No hay mejor negocio que la guerra para recabar parias y asegurar fidelidades. Pero entended que si entro en tan sorprendente empresa es más por vuestro interés que no por el mío, ya que me son más deseables y cercanas las taifas de Lérida y Huesca que la de Murcia. Sois un hombre entendido en la materia: la forma de trasladar mis tropas ha de ser compensada.
—Lo que os propone mi señor es lo siguiente: vos acudiréis con vuestras huestes y aportaréis al cerco de Murcia vuestra infantería junto con la sabiduría necesaria para fabricar las torres de asalto. Mi señor aportará la caballería, los especialistas para la fabricación de catapultas y otras máquinas y desde luego el personal que atienda la intendencia para alimentar a toda la hueste.
—El gran beneficiario de la empresa será sin duda vuestro rey al-Mutamid. Él es el que se coronará rey de Murcia. A mí, influencia tan remota nada me interesa. La compensación deberá ser económica y no circunscrita a esa acción en concreto.
La discusión fue larga y dura la porfía. Las sesiones se fueron alargando varias jornadas. Almodis escuchaba atentamente y luego en la intimidad del dormitorio aconsejaba al conde.
—Debéis andar con los ojos muy abiertos: el embajador es sumamente listo. La propuesta económica deberéis aumentarla hasta la cifra de diez mil maravedíes, pagaderos en dos partes: la primera antes de iniciar la campaña, la segunda al finalizarla. Deberéis conseguir el derecho del primer botín al entrar en la ciudad, y finalmente algún gran señor, como el excelente Marçal de Sant Jaume, deberá figurar como rehén invitado, en tanto que ar-Rashid, el hijo del monarca sevillano, se incorporará a vuestro séquito antes de iniciarse el cerco, en igual condición. Como comprenderéis, vais a tener mejor garantía. No es lo mismo un hijo que un aristócrata, por muy encumbrado que esté; más aún si éste acostumbra, dada su intrepidez, a crear problemas.
Finalmente, tras la firma de los acuerdos del compromiso, la brillante embajada mora partía de Barcelona ovacionada por el pueblo, que intuía que el sellarse la alianza para una escaramuza por demás lejana no implicaría riesgo alguno para el condado; en cambio aportaría a la ciudad un río incontenible de dinero que, inyectado en las arcas municipales, se repartiría posteriormente por los sectores interesados y a través de ellos revertiría en sus ciudadanos.
Martí aguardaba nervioso y cabizbajo en la antesala del gabinete de su amigo y protector Baruj Benvenist. La encomienda, conociendo la idiosincrasia de los moradores del
Call,
no era fácil. Los sucesos del viernes quedaban ya lejanos. Las gentes habían vuelto a sus quehaceres diarios y en palacio seguían los agasajos y las reuniones. Todos comentaban con elogio la luz que al anochecer iluminaba la ciudad, y el nombre de Martí iba de boca en boca.
Más de un día llevaba Ruth en su casa, y el domingo por la mañana llegó el momento de afrontar el problema. Martí ni lo intentó el sábado, pues tratándose del festivo de su religión, sabía que la tentativa hubiera sido en vano.