Tengo que matarte otra vez (64 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—¿Qué pasa con él? —preguntó Lucy, desconcertada.

—Nunca hemos hablado acerca de él.

Lucy movió la cabeza en un gesto de lamento.

—¡Ya hace tiempo que murió! Deberías ir a visitarlo al cementerio de nuevo. Yo estuve allí hace unos días. Le dejé una maceta con brezo junto a la lápida. Quedaba muy bien.

—¿Yo? —Tara se dio cuenta de que su tono había sido agresivo, justo lo que se había propuesto evitar—. ¿Por qué tendría que ir yo a visitar la tumba de Ted? Podría visitar la tumba de mi padre, sí, pero la de Ted… ¡seguro que no! Por cierto, ¿a papá también le has puesto una maceta con brezo?

—Claro que sí. ¿Qué te ocurre? Pareces muy enfadada.

—No, no estoy enfadada. Lo siento, si te lo ha parecido. —Tara estaba asombrada de su propia reacción. Por dentro luchaba contra aquella respuesta exagerada que había provocado la mera visión de su madre e intentó sonar calmada y amable de nuevo. El trabajo, pensó. Frente a los peores individuos había aprendido a comportarse de la forma más conveniente en cada caso, en función del efecto que le interesaba crear. Como fiscal no tenía sentido atacar desordenadamente al tipo que tenía sentado delante, que había matado a golpes a su bebé de cuatro meses porque no paraba de llorar, como tampoco tenía sentido explicarle lo que en realidad pensaba acerca de él. Podía llegar a sacar más provecho de la situación si se enfrentaba a él con comprensión y amabilidad, para que acabara confesando entre lágrimas y sollozos, con la sensación de poder confiárselo todo a esa mujer tan maternal. Posteriormente podía solicitar la pena máxima con toda tranquilidad. A menudo le funcionaba.

—Mamá, tan solo me gustaría comprender algo. Ese es el motivo por el que he venido hoy. Y al revés: el hecho de que hasta ahora no haya sido capaz de comprenderlo ha sido precisamente el motivo por el que vengo a verte tan poco. A pesar de que podría estar haciendo mucho más por ti.

—No te entiendo —dijo Lucy. Una expresión vigilante se había instalado en los ojos de la anciana.

—Quiero que hablemos de ello —dijo Tara—, para poder llevarnos mejor en el futuro.

—¿Sí?

—Se trata, como ya te he dicho, de Ted. —Miró a su madre a los ojos—. Ya sabes lo que hacía conmigo.

Lucy se cerró como una ostra. Se le notaba claramente en los ojos.

—¿Ya empiezas otra vez con eso?

—¿Otra vez? —Tara miró a su madre fijamente—. ¿Has dicho «otra vez»? ¿Cuándo he empezado a decirte yo nada de eso?

—Hace tiempo —explicó Lucy—, alguna vez me viniste con… querías complicarme la vida… —Se puso de pie—. En fin, de verdad creía que habías venido para pasar una agradable velada conmigo —se lamentó, ofendida—, que echabas de menos a tu madre y te apetecía charlar un poco con ella, pero ahora resulta que has venido a reprocharme…

—Siéntate, mamá —le ordenó Tara. Su voz sonó tan cortante que la mujer se sentó de nuevo en la silla de inmediato—. Esta vez no te librarás de mí, no te permitiré que huyas. Quédate aquí sentada y responde a mis preguntas, ¿de acuerdo?

—¿Qué es esa manera de hablarme?

—La que te mereces, mamá. Ni más ni menos. Es el trato que merece una madre que durante cinco largos años vio cómo su hija era violada por su padrastro y no hizo nada para evitarlo. ¡Nada!

—Cinco años —repitió Lucy—, ¡siempre tienes que exagerar!

—¡Cinco años, mamá, lo sabes perfectamente! Tenía nueve años, cuando empezó. Medio año después de vuestra maldita boda. Y tenía catorce cuando dejó de hacerlo. Porque gracias a Dios empecé a tener formas de mujer y a él ya no siguió apeteciéndole como antes.

—¿Qué pretendes? —preguntó Lucy. Respiraba más rápido, de algún lugar de su pecho salía un ruido malsano—. ¿Provocarme un ataque de asma? ¿Quieres matarme?

—¡Para ya con lo del asma! ¡Nunca has sufrido asma! Lo único que haces es empezar a respirar con dificultad cada vez que las cosas se vuelven desagradables. Pero ese truco ya no te servirá más conmigo.

—De verdad me gustaría saber… —empezó a decir Lucy, pero Tara la interrumpió con la voz cortante.

—¡No! ¡Soy yo quien quiere saber algo! Me gustaría saber por qué lo permitiste, por qué no me ayudaste. Por qué no me protegiste. ¡Por qué no echaste de casa a patadas a ese asqueroso hijo de puta!

Lucy cogió un pañuelo. No tardaría en empezar a llorar.

—Soy vieja. No tengo a nadie más en el mundo. Solo te tengo a ti. ¡Y ahora vienes a atormentarme de este modo! ¡A una anciana que no puede defenderse!

—¿Y qué pasa con esa niña que tampoco podía defenderse?

Lucy se llevó el pañuelo a los ojos con unos leves toquecitos.

—¡Dios mío! Actúas como si…

—¿Si…? —preguntó Tara.

—Como si hubiera pasado algo malo. Solo porque le gustabas a Ted. Tenía buen corazón. No habría podido encontrar a otro hombre tan fácilmente. ¿Quién habría querido casarse con una viuda que ya tenía una hija? Sin ti lo habría tenido más fácil, eso también tienes que tenerlo en cuenta.

Más tarde, Tara recordó que ese había sido el momento que en el que había empezado el vértigo. Primero había sido muy leve. Pero se había dado cuenta de que había ocurrido algo. De que se le había enturbiado la mirada y de que había empezado a sentir un murmullo en los oídos.

—¿Me estás diciendo que no ocurrió nada malo? —preguntó en voz baja—. ¿Te parece normal que un hombre adulto de casi cincuenta años se metiera en la cama de una niña de nueve años noche tras noche? ¿Que le tapara la boca cuando intentaba gritar? ¿Que le dijera que iría a parar a un orfanato si se lo contaba a alguien? ¿No ves nada malo en eso?

Lucy se sonó la nariz. Se había serenado de nuevo.

—Para mí tampoco fue fácil.

—¡No me digas! ¿De verdad?

—Solo piensas en ti misma —dijo Lucy—. Te da completamente igual mi situación. Tuve que vivir con su rechazo. Hiciera lo que hiciese, me ignoraba. Estaba en un segundo plano para él. Él te esperaba en la puerta del patio cuando volvías de la escuela. Te seguía con la mirada. Siempre. Para él yo era como el aire, transparente. Porque era una mujer. Le preparaba la comida, le lavaba la ropa, fregaba la casa, lo tenía todo limpio y arreglado. Guardaba algo de dinero de los gastos de la casa para comprarme cosas bonitas. Para ponerme guapa para él. Pero no me hacía ni caso. A mí no me hacía ni caso.

El murmullo en los oídos se volvió más intenso.

—Pero tú eras una mujer adulta. ¡Yo era una niña!

De repente, durante una fracción de segundo, una expresión de odio apareció en los ojos de Lucy.

—¡Una niña…! ¡Una jovencita interesada, es lo que eras! ¡Y supiste jugar bien tus cartas! Con los vaqueros ajustados y las camisetas estrechas. Disfrutabas viendo cómo me aventajabas. Hacías que me viera como una vieja. ¡A los treinta y cinco años! Ni siquiera era vieja. Era guapa. Pero ¡no podía competir contigo!

Tara se puso de pie sin ser consciente de ello. La cocina empezó a dar vueltas a su alrededor. Era inútil. No conseguirían aclarar nada. Ni en ese momento, ni jamás en la vida. Su madre no estaba arrepentida. No llegaría a comprenderlo jamás.

En realidad, su madre se sentía como la verdadera víctima.

—Creo que no puedo perdonarte, mamá —dijo Tara.

Lucy también se puso de pie. De forma automática, como solía hacer siempre, cogió el paño de cocina que tenía colgado junto a los fogones y frotó una manchita de salsa del sobre de la mesa.

—¿Qué tendrías que perdonarme? —preguntó. No lo hizo en un tono cínico, ni irónico. No se mostró amargada ni ofendida, en ese momento.

Simplemente se lo preguntó.

Y Tara volvió a sentir el dolor, el desamparo, el horror, el miedo. Aquella tortura interminable, aquella desesperación.

Y se dio cuenta de que no conseguiría librarse de todo aquello jamás, de que nunca dejaría de sentirse completamente sola en el mundo. No pertenecería a nadie. No tendría a nadie. Era una caída libre hacia el infierno. Traicionada por la primera persona que había habido en su vida, por la mujer que la había traído al mundo.

Y en ese momento su mirada recayó en el paño de cocina a cuadros rojos y blancos que su madre estaba usando para limpiar la mesa.

—Sigues teniendo los mismos paños de cocina de siempre —se oyó decir a sí misma.

Fue el instante preciso en el que perdió el control.

No habría podido imaginar lo maravilloso que fue, lo bien que se sintió después.

11

Soltó un grito triunfal. En medio del silencio absoluto que la rodeaba, sonó más fuerte de lo que fue en realidad.

—¡Por fin! —gritó.

Tenía la pata de la mesa en la mano. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero supuso que había tardado al menos tres cuartos de hora en arrancar del todo la cola. Luego había tenido que golpear y agitar la pata de la mesa hasta que, de repente, cuando ya pensaba que no le quedaban más fuerzas y el sudor le empapaba la cara y el cuerpo, el tornillo acabó por ceder. Gillian consiguió arrancar la pata de su fijación como si nunca hubiera habido ningún obstáculo para lograrlo.

¡No puedo creerlo! ¡Ha funcionado! ¡De verdad ha funcionado!

Necesitó un minuto para recuperar fuerzas. Se sentó en el sofá, se secó el sudor de la frente e intentó recuperar el aliento. Solo unos segundos. No le quedaba mucho tiempo. Tara podía regresar en cualquier momento. Se había convertido en su peor enemiga, su mayor amenaza. No se arriesgaría de nuevo a dejarla encerrada en aquella cabaña aislada, casi tan sólida como Fort Knox, expuesta a temperaturas de congelación. La ahogaría con un paño de cocina metido en la garganta. Como había hecho con su madre, con Carla Roberts y Anne Westley.

Antes, en la cabaña, cuando Gillian estaba acurrucada en el sofá y Tara estaba apoyada en la estufa, le había hablado de la omisión de auxilio. De hecho, le había dado una clase magistral. Gillian no había tenido la impresión de que Tara esperara una respuesta por su parte, por lo que había optado por guardar silencio.

«La omisión de auxilio como delito se trata con mucha negligencia. Tanto en la sociedad en general como en derecho penal. Al fin y al cabo, muchos lo consideran una bagatela. El autor es el malo. El que es testigo del delito y no interviene… bueno, tal vez no se esté comportando de forma correcta. Pero por supuesto no puede compararse con el autor del crimen. Por eso a menudo se acaba pasando por alto, incluso se muestra una cierta comprensión. Al fin y al cabo, para ser sinceros, debemos reconocer que no sabemos cómo comportarnos en esos casos».

Se puso de pie mientras seguía con la pata de la mesa agarrada con las dos manos. Se esforzó en utilizar las fuerzas que le quedaban para dar el primer golpe. Levantó los brazos y descargó el trozo de madera contra los postigos. No se movió nada.

Gillian se detuvo para retomar fuerzas. Otra vez. ¡Vamos, Gillian! ¡Vamos! Lo conseguirás. ¡Tienes que conseguirlo!

Otro golpe potente.

Oyó un crujido. A lo mejor sí que había conseguido que se moviera algo, pero tampoco estaba segura de ello.

«Por supuesto, al autor se le sanciona y se le encierra. Pero en la mayoría de los casos se trata de tarados que dan la impresión de que nunca tuvieron la oportunidad de controlarse. La vida de esas personas, especialmente la infancia, suelen caracterizarse por el horror. Yo no estoy dispuesta a conceder que uno de esos individuos pueda haberse convertido en un asesino en serie porque su madre fuera alcohólica y su padre lo hubiera maltratado, pero eso… bueno, eso relativiza un poco las cosas, ¿no? Sin embargo, los que miran y callan… esos no tienen perdón. En ese país hay padres que dejan morir de hambre a sus hijos o que los torturan hasta la muerte y los vecinos miran hacia otro lado. En nuestro país, hay mujeres atormentadas por sus maridos y resulta que nadie se da cuenta. A los niños les hacen la vida imposible en clase hasta que acaban tirándose al tren llevados por la desesperación sin que el profesor llegue a intervenir. Esas cosas suceden continuamente en todas partes. Y solo es posible que ocurran porque la mayoría de la población está demasiado acomodada, es demasiado cobarde o se muestra demasiado desinteresada o letárgica para hacer algo al respecto».

¿En qué había pensado hacía un momento? Por su mente había pasado la imagen de un carnero antes de que se le hubiera ocurrido lo de la mesa. Quizá era un error golpear los postigos de ese modo. Tal vez debería intentar embestirlos con la pata de la mesa una sola vez, pero con todas sus fuerzas.

La agarró con las dos manos, cogió impulso y descargó el palo de madera contra las contraventanas.

Los postigos temblaron, esa vez sí estaba segura. Examinó las bisagras. La madera se había desprendido unos milímetros en los lugares correspondientes.

Podía funcionar. Tal vez incluso llegaba a tener suerte de una vez, a pesar de lo horrible que había sido el día. Se detuvo con la respiración acelerada. Le dolían las manos. Descansó un poco más antes de arremeter de nuevo contra los postigos.

Tara le había contado aquella historia absurda de Liza Stanford con todo detalle. Gillian no conocía a Logan Stanford personalmente, pero había leído sobre él en las revistas un montón de veces. En las fotos no le había parecido un tipo especialmente simpático, pero jamás en la vida habría creído que fuera tan violento y trastornado. Estaba organizando eventos caritativos continuamente, de ahí el apodo por el que se le conocía, y Gillian siempre había tenido la impresión de que el motivo no eran las buenas obras en sí, sino la imagen que los medios difundían de su persona. En cualquier caso, eso nunca la había preocupado demasiado. El dinero que recogía era en beneficio de los necesitados, que a fin de cuentas era lo que contaba. ¿A quién le importaba por qué lo hacía? Tal vez fuera mejor hacer algo, aunque fuera con ansias de notoriedad, que no hacer nada en absoluto.

El hecho de que su esposa se estuviera escondiendo de él tras haber sido víctima de los tormentos más brutales a manos de su marido la había dejado sin palabras.

«—¿El Caritativo? ¡No puede ser! ¿Estás segura?

»—Vi a Liza. Esa noche en el hotel. Vi que tenía un ojo morado y más tarde me mostró el resto del cuerpo. Cicatrices, hematomas, desolladuras. El distinguido abogado es un sádico. ¡Y un psicópata!

»—¿Y ella había dejado que siguiera tratándola de ese modo durante años?

»—Sí, esas historias siempre cuestan de creer, no atienden a ningún tipo de lógica. Pero suceden continuamente. Las víctimas guardan silencio con la esperanza de que todo mejore algún día, de que conseguirán adaptarse y dejarán de despertar ese odio en el maltratador. Porque es precisamente eso lo que están dispuestas a creer, en un determinado nivel de conciencia: que la culpa es suya. Que hacen algo mal y eso obliga a su torturador a comportarse de ese modo. Logan Stanford era la víctima, ¿comprendes? Se había casado con una mujer imposible. Si él perdía los estribos, si él perdía el control continuamente era por culpa de Liza.

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