—La corona que uno se labra, ésa se pone.
Ella entiende que yo entiendo. Entonces puedo cerrar los ojos y lamer con la lengua ese acre sabor de sangre y recordar, antes de que se me olvide, pues el día ha sido largo y turbio, y mañana, para sobrevivir, habré olvidado cuanto ocurrió hoy, recordar cómo llegamos hoy en medio de la tormenta que arranca los crespones de las literas y rasga los velos de los catafalcos, cómo descendimos del carruaje y nos postramos ante el Señor que iba recibiendo a las diversas compañías y la Vieja me ordena besar la mano pálida y luego los pies apestosos de ese Señor su hijo, y a mí me dice este es el Señor mi hijo y a él le dice:
—Debiste confiar siempre en tu madre. Yo soy la única que no te ha traído a un muerto, sino a un vivo. No entierres en la cripta de mármol negro reservada para mi esposo a ese despojo que traigo conmigo; arrójalo a la fosa común, junto con los taberneros y los criminales y los perros de tu armada de montería; ese cadáver que arrastro no es el de un alto príncipe, tu padre, sino el de un náufrago mendigo. El verdadero Señor, tu padre, ha reencarnado en el cuerpo de este mozo. Ve en él así a tu padre redivivo como al hijo que no supieron darte: tu inmediato antepasado y tu más directo descendiente. Así resuelve Dios Nuestro Señor los conflictos de las dinastías privilegiadas.
Cómo goza la Vieja sus palabras; la acrecentada palidez de su hijo; la contenida cólera de la hermosa Señora sentada al lado del Señor con un ave encapuchada detenida sobre el guante seboso; el impotente gesto de ese hombre parado detrás de ellos, que tan furiosa pero inútilmente se lleva la mano a la cintura, a la empuñadura de la daga, y luego ha de conformarse con acariciar sus largos bigotes trenzados; cómo fija la Vieja sus ojos amarillos en mi cuerpo postrado ante tan altos señores antes de decir:
—Un día me arrancaste de los brazos de la muerte, hijo mío; frustraste mi voluntad de perecer y unirme a mi amantísimo esposo. Hoy te lo agradezco. Me obligaste a recuperar el pasado en vida mía. Óyeme bien, Felipe: nuestra dinastía no desaparecerá; tu propio padre habrá de sucederte, y tu abuelo a tu padre, y el padre de tu abuelo a tu abuelo, hasta que nos extingamos en el origen y no, como quisieran las estériles mujeres que te acompañan, y te odian, en el fin. Cuida bien tus cadáveres, hijo mío; que nadie te los robe: ellos serán tu descendencia.
Como si obedeciese a un rito establecido de antemano, el alabardero que sostiene el tronco de la Vieja mutilada la voltea para que mire (ara a cara a la Señora; pero la Señora no mira a la Vieja: me mira a mí, con una intensidad, con un asombro idéntico al reconocimiento; quisiera preguntarle: ¿me conoce usted, Altísima Señora, usted me conoce a mí, el náufrago, el huérfano, el hombre sin padres ni amantes, usted? pero la Señora ya busca algo entre el mar de rostros de esta ceremonia, yo sigo su mirada, la veo, más que posarse, traspasar como un rayo o una espada la de un clérigo alto, rubio y pálido que se separa del grupo que nos recibió y entra corriendo al palacio. La Vieja bendice con la cabeza, moviéndola agitadamente para trazar en el aire tormentoso de esta tarde la señal de la cruz, a su hijo el Señor, que parece asfixiado, pues mueve temblorosamente los labios gruesos y adelanta la enorme quijada como para pescar el aire que le huye de los pulmones. La Vieja sonríe y ordena que la conduzcan a sus aposentos y allí nos reúne a mí, a la enana, a los alabarderos que la colocan en la carretilla que la enana empieza a empujar por los pasillos, allá vamos de nuevo, a caminar, cómo no voy a estar fatigado, la enana empujando la carretilla, yo detrás, junto a las celdas de las monjas que se asoman secretas detrás de sus velos y los paños de sus celdas, junto a las recámaras de las dueñas, hasta llegar a la alcoba de la Señora y yo no entiendo por qué entramos de esa manera, sin tocar la puerta, con furia grosera, a la espléndida recámara de la Señora. Los alabarderos guardan la puerta, la enana empuja la carretilla, la Vieja, con rápidos movimientos de cabeza, mira de la Señora a mí y de mí a la Señora, la enana se para de cabeza, da dos saltos en el aire y se lanza a puñetazos contra el vientre de la joven Señora, golpeándole a carcajadas el guardainfante mientras la Vieja corta las palabras con cuchillo:
—Basta de comedias, Isabel; tu guardainfante está hueco; nada traes en el vientre sino vientos y plumas de almohadón. Basta de anunciar una preñez mentirosa seguida de un falso aborto; tu vientre es tan estéril como esta llanura devastada; basta, basta, ya no hace falta: el heredero lo he encontrado yo, le he traído yo; hele aquí.
¿Yo, el náufrago; yo, el huérfano; yo, el heredero? Esperaba encontrar en la cara de la Señora un asombro hermano del mío; pero ella sólo indicó hacia la cama y dijo:
—Juan.
Y de esa cama olorosa a violetas muertas y a especias, surges entonces, desnudo, tú, un muchacho como yo, completamente desnudo, dorado, con una mirada muy lejana en la que el sopor es indistinguible del olvido y de la satisfacción.
—Gira, Juan; muéstrale tu espalda a esta bruja.
Tú, lentamente giras y nos muestras tu espalda y en ella está pintada una cruz muy encarnada, parte de tu carne; yo quiero avanzar hacia ti, reconocerte, abrazarte, recordar algo contigo y tú, al mirarme, pareces asombrarte, no sé de qué, por un instante pareces recobrar algo perdido, dar un paso fuera de ese sueño de ojos abiertos en que te mueves movido por la voz de la joven Señora; quizás, como el mío, tu espíritu también lucha por reconocerse reconociéndome, lo siento, siento el mismo vacío en el estómago que al caer del palo mayor al vacío del océano, quizás tú sientes lo mismo, no sé, la Señora nos paraliza a todos con sus palabras, dirigidas a la enana:
—No vuelvas a tocarme, enana repugnante; estás golpeando a mí hijo.
—Mentira, estéril, estéril, sembrar en ti es sembrar en agua salada, grita la Vieja.
Entonces tú, a una indicación de la Señora, nos muestras todo tu perfil, arqueas el cuerpo, cuelgas hacia atrás la cabeza y vemos cómo se te arma el micer, poco a poco pero velozmente, parado, inmenso, tan erecto que se junta con tu ombligo hondo, oscuro y caliente.
La Señora dice entonces, muy calmada:
—No, yo no soy estéril; lo es vuestro hijo, nuestro Señor, minado por las taras de esos cadáveres que hoy sepultamos aquí, en mi palacio. Mío, Señora madre arrimada.
La Vieja chilló, detuvo con su voz a la enana que ya se lanzaba sobre el erecto mandragulón del muchacho, la Señora no necesita reír, sólo me mira con inquietud, yo me siento estúpido, inútil, vestido con estas ropas ajenas, la capa de pieles apolilladas, el gorro de terciopelo hundido hasta las cejas, el medallón de oro renegrido sobre el pecho, torpe, inútil, disfrazado, envidiando la belleza y libertad y gracia de ese muchacho al que la joven Señora ordena:
—Descansa, Don Juan; regresa al lecho.
El joven llamado Juan la obedeció con lentos movimientos. Parecía dormido, eternamente dormido, y la Señora que sería dueña de su sueño miró con ojos de fiera helada a la Vieja, a la enana y a mí, diciendo:
—Cuando regresaste esta mañana, te temí, vieja, por un momento te temí. Miré junto a ti a un joven muy parecido a éste que duerme conmigo. Pensé que me lo habías robado. Luego, al cerciorarme de que no era así, pensé que la fortuna había sido igualmente generosa con las dos mujeres de esta casa: un joven para mí y otro, muy parecido, para ti.
Hizo una pausa, sonriendo, y continuó:
—Ahora veo que cuanto deseas, cuanto miras o cuanto toca en tu nombre tu contrahecha y recortada amiguita, velozmente se convierte en imagen de ustedes mismas: mutilación y deformidad. ¿Es esto cuanto pueden convocar tus artes, Altísima Señora? ¿Un bobo?
Yo, con la boca abierta, yo, el bobo auténtico: ¿es éste el papel que debo representar, si lo represento me tratarán con cariño, me darán de comer de cuando en cuando, así es, así es? La enana empuja la carretilla, salimos corriendo de allí, lejos de la recámara de la joven Señora y su joven compañero, yo siguiendo a la Vieja y a la enana, sin comprender nada, verdadero cretino y aliora estoy sentado aquí, en esta silla tiesa, con los ojos cerrados y sobre mi cabeza rapada un pichón muerto que ha dejado de sangrar, pero yo estoy bañado en sangre, tengo la cara cubierta de sangre pegajosa, la sábana sobre mis hombros es una manta purpurina y ahora la Vieja está encantada, parece haber olvidado la rabieta, inclina la cabeza y murmura:
—La toga imperial; la púrpura del patriciado. Alabado sea Dios que de tal manera manifiesta sus signos y los hace concurrir y concordar.
La sábana manchada. Mi antigua cabellera rubia, ahora roja de sangre. ¿Qué más puedo hacer? Esto de la paloma fue una buena idea; la Vieja está contentísima, quizás si sigo haciendo estas locuras se ponga todavía más feliz, sea menos dura conmigo, me deje salir a pasearme de cuando en cuando, se le olvide la promesa de tenerme encerrado en este forno, quizás hay jardines en este palacio y la Vieja me permita pasearme en la tarde por ellos, no, desde la recámara de la joven Señora no se ve jardín alguno, sólo un espacio cerrado, polvoriento, reseco, pero esa recámara es tan hermosa como su dueña, ojalá me trasladaran a una recámara así, eso sí me trajo recuerdos muy perdidos, casi soñados, no sé, de tierras muy lejanas, de tierras donde nace el sol, el Oriente, sí, el Oriente, las telas, los perfumes, las pieles, los azulejos, todo allí estuvo a punto de recordarme algo, un viaje temible e irrecuperable, pero la verdad es que realmente debo ser bobo, un atreguado bien hecho, pues no entiendo nada la enana le dice en secreto a la Vieja, quítale la ropilla, ama, vamos a ver si él también tiene esa cruz en la espalda, vamos a ver si tiene un mazo icón tan parado y un par de cosones tan gordos como el bribón de allá arriba, vamos a ver, pero la Vieja no le hace caso, pero no le hace caso porque teme algo, pero recupera su dignidad de mando y dice al barbero y a los mozos:
—Lávenlo, luego pónganle esa larga peluca negra y rizada, luego que venga fray Julián, el pintor, y haga la miniatura del heredero, del futuro Señor de las Españas.
El barbero, por costumbre, me coloca el espejo frente a la cara cuando terminan de lavarme y ponerme la peluca. Por fin me reconozco, por fin me pregunto si yo soy ese busto envarado, ese rostro con una pálida tonalidad gredosa, ese espectro empelucado, y recuerdo (pues mañana lo olvidaré) la dorada belleza del muchacho en la recámara de la Señora, preguntándome a mí mismo por qué me inquieta tanto imaginar que la belleza de ese joven pudo ser mía.
Guzmán se dijo:
—Algo sucede que no entiendo. Debo estar preparado. ¿Cuáles son mis armas? Los grandes señores tienen ejércitos; yo sólo tengo mis perros y mis azores.
Pasó varios días en compañía de los canes y de las aves, revisándolos, cuidándolos, afilando conocimientos, preparándose preparándolos para un acontecimiento que no podía adivinar, pero que le hacía cosquillas en la barriga y le despertaba, ahora que dormía sobre un camastro de paja en la muda de los halcones, a la mitad de la noche. Pidió a los monteros que estaban a sus órdenes que se paseasen entre los obreros, compartieran con ellos pan y sal y escuchasen bien lo que se decía en telares y tejares. Él permaneció en el lugar donde se ponen los azores para criarlos; se dijo que allí, ocupado en los elementales cuidados que requiere un falconcillo que viene pequeño y con pelo malo para hacerse gallardo y crecido, y echar buen pelo, podría esperar con una laboriosa tranquilidad lo que hubiese de suceder y pensar, pensar de la única manera que él sabía hacerlo: ocupado en un trabajo exacto. Cuidaba por igual a quienes más lo necesitaban: los azores recién nacidos y las aves viejas. A aquéllos presto les afeitaba el pico y las uñas, y los bañaba en agua antes de colgarles por primera vez los cascabeles para que empezaran por acostumbrarse a ellos, y también para poder oírlos si los jóvenes halcones, tan tempranamente despiertos a su instinto rapaz, se salían de la muda, se perdían o regresaban en mal estado de sus correrías primerizas. Para evitar que languidecieran en el encierro, les daba buenas viandas y les ofrecía maderas y corchos para roer; les soltaba ratones, y a veces ranas, para que cazaran dentro de la muda. Acariciaba, secas y calientes, a las aves jóvenes y por ser verano las refrescaba con bochinchos de agua, pues la sequedad podía dejarlas roncas y dañarles el buche y el hígado; les ofrecía poca pero buena comida: corazón de carnero desvenado, carne de liebre flaca y la carne de vaca más tierna y luego escuchaba a los monteros que de noche o de día entraban a la mufla y le contaban: sí, la tormenta ya se calmó, pero regó por todos los confines del llano los despojos de los túmulos funerarios; sí, los obreros andan recogiendo esas negras flores de brocado desprendidas de los catafalcos; los tontos se regocijan, las llevan consigo, se las prenden a las camisas o las cuelgan junto a las imágenes sagradas en las chozas, adornando así sus pobres devociones; pero los más maliciosos hacen amargas bromas, dicen que en esta meseta ya sólo florecerán rosas negras, fúnebres claveles, y cuando se reúnen a comer sus garbanzos recuerdan la jara, los arroyos, los bosques y dicen que hasta el clima ha cambiado, que el verano es más caluroso y más frío el invierno desde que los bosques fueron talados, se secaron las cañadas y los animales murieron y mueren, sin la jara donde protegerse.
Guzmán escuchaba sin hablar; continuaba sus precisas tareas, dedicaba la mañana a los halcones nuevos, cuidando de tenerlos en recámaras que no fuesen húmedas, ni les entrase humo, y bañadas en claridad, pues la primera regla de la buena cetrería es evitar la oscuridad completa, evitando así que el azor, volando con ímpetu, confundiendo la oscuridad con el gran espacio de la noche, diese tan recio en las paredes o vigas, que muriese o quedase manco: al repetirse a sí mismo esta regla, Guzmán recordó el día, ni lejano ni tampoco cercano, en que se presentó a ofrecer sus servicios al Señor que tantos reclamaba para la rápida construcción del palacio; y para hacer valer sus méritos, Guzmán, con la cabeza inclinada ante el amo y una jadeante prisa en la voz servil que no deseaba, sino todo lo contrario, ocultar la apremiante necesidad de empleo, enumeró atropelladamente los oficios que sabía, y las reglas de estos oficios, y el Señor le escuchó con calma, y sólo cuando Guzmán dijo, Señor, vuestros halcones jóvenes son mal atendidos, me he paseado por las mudas y los he visto mancos porque se les deja confundir la estrecha oscuridad del encierro con el grande espacio rapaz de la noche, sólo entonces el Señor tembló como si Guzmán le tocase una herida abierta, un nervio vivo y sólo entonces Guzmán levantó la cabeza y miró cara a cara al Señor.