Una gota redonda, luego otra más gruesa, y otra más, cayeron sobre el dibujo. Polo miró el cielo oscuro y la muchacha miró a Polo y él, sin mirarla a ella, pensó primero en el dibujo borrado por la lluvia y en seguida, inexplicablemente, en una frase que durante varios días le había rondado en sueños, inexpresada hasta ese preciso instante. Los labios tatuados se movieron y dijeron lo que él pensaba:
—Increíble el primer animal que soñó con otro animal.
Polo sintió ganas de huir; giró la cabeza hacia los muelles y ya no había nadie allí; sin duda, la lluvia cada vez más tupida había obligado a las parteras y a las parturientas a buscar refugio. La muchacha movió los labios tatuados mientras miraba uno de los carteles que Polo había mostrado inútilmente toda la mañana. La calma regresó al cuerpo del joven mutilado; la calma se transformó en orgullo y Polo se dijo que ojalá lo viesen ahora los patrones del Café, ojalá: nadie, nunca, había mirado con intensidad parecida y ojos tan grises (¿eh?) el anuncio de Le Bouquet; Polo infló el pecho; había justificado su salario; lo desinfló; se estaba conduciendo como un idiota; bastaba ver los ojos de la muchacha para saber que no estaban leyendo el inocuo anuncio del Café. Ahora llovía intensamente, el frágil dibujo ejecutado por la muchacha se escurría hacia el río en espirales de color opaco, seguramente las letras del anuncio eran lavadas de la misma manera y sin embargo la muchacha continuaba leyendo con el ceño arrugado y una mueca indescriptible en los labios.
Se levantó y avanzó, bajo la lluvia, hacia Polo. Polo retrocedió. La muchacha le tendió la mano.
—Salve. Te he estado esperando toda la mañana. Llegué anoche, pero no quise molestarte, aunque Ludovico insistió en mandarte esa carta. ¿La recibiste?…Además, preferí recorrer las calles a solas. Soy mujer (sonrió); me gusta recibir las sorpresas sin compañía y las razones más tarde y de boca de un hombre. ¿Por qué me miras con extrañeza? ¿No te dije que hoy vendría a visitarte? Hicimos un voto, ¿recuerdas?, de volvernos a encontrar en este puente este preciso día, el catorce de julio. Más bien: el puente no existía el año pasado; soñamos que debía haber un puente en este lugar, y ya lo ves, nuestro deseo se cumplió. Pero no entiendo muy bien. El año pasado todos los puentes sobre el Sena eran de madera ¿De qué están hechos ahora? No, no me contestes todavía. Escúchame hasta el final. El viaje desde España es largo y difícil. Las ventas están atestadas y los caminos son cada día más peligrosos. Las bandas avanzan con una rapidez que sólo puede explicarse de una manera: es la asistencia diabólica. El terror cunde desde Toledo hasta Orléans. Han quemado las tierras, las cosechas, los establos. Asaltan y destruyen los monasterios, las iglesias y los palacios. Son terribles: asesinan a todos los que no se unen a su cruzada; siembran el hambre a su paso.
Y son magníficos: todos los miserables, los vagabundos, los aventureros y los enamorados se unen a ellos. Han prometido que los pecados no serán castigados y que la pobreza borrará todas las culpas. Dicen que no hay más crimen que la corrupción de la avaricia, el engaño del progreso y la vanidad individual; dicen que no hay más salvación que desprenderse de cuanto se posee, incluso del nombre propio. Proclaman que todos somos divinos y que por ello todas las cosas son comunes. Anuncian la vecindad de un nuevo reino y dicen vivir en perfecta alegría. Esperan el milenio que habrá de iniciarse este invierno, pero no como una fecha sino como una oportunidad de rehacer el mundo. Citan a uno de sus poetas eremitas y con él cantan que un pueblo sin historia no se redime del tiempo, pues la historia es un tejido de instantes intemporales. Ludovico es el maestro; enseña que la verdadera historia será vivir y glorificar esos instantes temporales y no, como hasta ahora, sacrificarlos a un futuro ilusorio, inalcanzable y devorador, pues cada vez que el futuro se vuelve instante lo repudiamos en nombre del porvenir que anhelamos y jamás tendremos. Yo los he visto. Son un ejército turbulento de limosneros, de fornicadores, de locos, de niños, de idiotas, de danzarines, de cantantes, de poetas, de sacerdotes renegados y eremitas visionarios; maestros que han abandonado sus claustros y estudiantes que profetizan la encarnación de las ideas imposibles, y sobre todo de ésta: la vida del nuevo milenio debe expulsar las nociones de sacrificio, trabajo y propiedad, para instaurar un solo principio, el del placer. Y dicen que de esta confusión nacerá la última comunidad: la comunidad mínima y perfecta. Al frente de ellos viene un Monje, yo lo he visto: una mirada sin expresión y un rostro sin color; yo lo he escuchado: una voz sin timbre, jadeante; yo lo he conocido en otro tiempo: dijo llamarse Simón. Vine a avisarte, como te prometí. Ahora tú debes explicarme todo lo que no entiendo. ¿Por qué ha cambiado tanto la ciudad? ¿Qué significan las luces sin fuego? ¿Las carretas sin bueyes? ¿Las caras pintadas de las mujeres? ¿Las voces sin boca? ¿Los libros de horas pegados a los muros? ¿Las ilustraciones que se mueven? ¿Los tendederos sin ropa que cuelgan entre las casas? ¿Las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro? ¿El humo que sale de los infiernos a las calles? ¿La comida calentada sin fuego y la nieve guardada en cofres? Ven: tómame otra vez en tus brazos y cuéntamelo todo…
Lo dijo reconociendo a Polo y aunque Polo era reconocido todos los días, en virtud de sus ocupaciones, por toda la gente del barrio, esta vez ser reconocido significaba algo, mucho, más. Alrededor de él, en toda la ciudad, nacían niños, morían hombres; cada niño sería bautizado y cada hombre enterrado bajo una losa, a pesar de todo, con nombre propio. Pero no eran ni los niños que nacían, ni los hombres que morían, ni los flagelantes y peregrinos y multitudes de Saint-Germain lo que llamaba la atención de esta muchacha, sino todo lo normal, cotidiano y razonable de París: las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro. Polo observó con fascinación la caligrafía de los labios que acababan de hablarle: la muchacha posee dos bocas; con una de ellas quizás hable su amor; con la otra, no su odio sino su misterio; amor contra misterio; misterio contra amor; idiota confundir misterio con odio; una boca diría las palabras de este tiempo; otra, las de un tiempo olvidado. Polo retrocedió y la muchacha avanzó. El viento agitaba el ropón morado y la lluvia bañaba el rostro y el pelo, pero los labios eran indelebles y se movían en silencio.
—¿Qué te pasa? ¿No me reconoces? ¿No te dije que regresaría hoy?
Naciese o muriese, él era Polo, fue bautizado como Polo y sería enterrado corno Polo, el joven manco, el empleado del Café Le Bouquet, el hombre-sandwich: reconocido como Polo en su alfa y en su omega, toma, mira, ¿dónde estará ese libro de poemas?, ¿dónde dice que yo me llamo Polo?, ¿escrito por un viejo loco que confundió todos los síntomas con todas las causas?, ¿el Poeta Libra, un fantasma veneciano, Libra, exhibido dentro de una jaula, recluso de un manicomio americano?, ¿ojos grises, eh? Los ojos grises de la muchacha lo reconocían; pero los labios pronunciaban, sin palabras, otro nombre:
—Juan… Juan…
¿Quién estaba naciendo? ¿Quién estaba muriendo? ¿Quién podría reconocer a un cadáver en uno de esos niños apenas paridos en los muelles del Sena? ¿Quién ha sobrevivido para recordarme?: Polo se dijo, confusamente, todas estas cosas y pensó que sólo tenía un recurso para descifrar los enigmas. Trató de leer las palabras escritas sobre el cartón que le cubría el pecho y averiguar así qué cosa leía allí, con tal intensidad, la muchacha; pero las palabras estaban escritas para que las leyera el público, no él; y al ladear la cabeza para descifrarlas, luchando contra el viento que le arremolinaba la larga cabellera sobre el rostro y le cegaba doblemente, viento y pelo, luchando contra el olor cada vez más próximo de uñas quemadas y el recordado tacto de aceite y placenta, luchando contra las palabras que había pronunciado sin entender, dictadas por una memoria de resurrecciones, ego baptiso te, Iohannes Agrippa, Polo perdió el equilibrio.
Y la muchacha, por cuya mirada pasaban las mismas interrogantes, las mismas memorias, las mismas supervivencias, en ella detalladas como en él genéricas, alargó el brazo para tomar a Polo. Cómo iba a saber que el muchacho era manco. Ella se quedó prendida al aire, con la mano arañada por los alfileres de la manga, y Polo cayó.
Por un instante, los dos cartones blancos semejaban las alas de Icaro y Polo pudo mirar el cielo de París incendiado por la tormenta, como si la lucha entre la luz y las nubes se revolviese en una conflagración del aire: los puentes flotaban como barcos en la niebla, negra quilla del Pont des Arts, lejanos velámenes de piedra del Pont Saint-Michel, ardientes corposantos los dorados mástiles del Pont Alexandre III; en seguida, el rubio y hermoso joven se hundió en el hirviente Sena y primero su grito fue secuestrado por la bruma implacable, lenta y silenciosa; pero su mano única, blanca, emblemática, permaneció por un instante visible, fuera del agua.
La muchacha clavó una mano en el barandal de fierro del puente y con la otra arrojó al río la verde y sellada botella, rogó que la mano del muchacho se asiese al vidrio viejo, trató de mirar las aguas ocultas por esa niebla casi inmóvil y colgó la cabeza.
Permaneció así durante algunos minutos. Luego regresó al centro del puente y volvió a sentarse allí, con las piernas cruzadas y el busto erguido, dejando que el viento y la lluvia jugasen con su pelo y la más desinteresada contemplación con su espíritu. Entonces, en medio de la tormenta, una lucecilla ínfima descendió hacia el puente y la muchacha levantó la cabeza y la miró. En seguida ocultó el rostro entre las manos y la luz, que era una blanca paloma, se posó en la coronilla de la muchacha. Pero apenas lo hizo, la lluvia comenzó a despintar el albeante plumaje, y a medida que la paloma mostraba su verdadero color, la muchacha repetía en el silencio, una y otra vez:
—Éste es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas. Sagio. Sagio. Otneuc im sagio euq oesed. Otneuc im se etse.
Cuéntase:
Desde la noche anterior, el alguacil se había instalado en el puerto de la sierra con todos los aparejos. Monteros y sabuesos, carros y bagajes, picas y arcabuces, lienzos y bocinas le daban un aire festivo a la venta. El Señor se levantó temprano y abrió la ventana de su recámara a fin de celebrar mejor el esplendoroso sol de esta mañana de julio. Un encinar rodeaba la aldea y se prolongaba en una fresca cañada que iba a morir al pie de la sierra. El valle aún dormía ensombrecido, pero el sol ya resplandecía entre los cuchillares.
Guzmán entró y le dijo al Señor que la caza estaba concertada. Los sabuesos habían salido a la sierra. La huella y la vista indicaban que en las estribaciones se hallaba venado espantado, de ese que ya ha sido corrido en otras ocasiones. El Señor trató de sonreír. Miró fijamente al sotamontero y éste bajó la cabeza. Satisfecho, el Señor se llevó una mano a la cintura. Otras veces, cuando el oficial y secretario venía a decirle, con precaución y respeto, qué caza había en el monte, en qué lugar estaba y la parte donde debía ser corrida, el Señor no necesitaba fingir una altivez que le era natural, aunque sí la empleaba para esconder la mezcla de aversión e indiferencia qué este deporte suscitaba en su ánimo secreto. Pero cuando el lugarteniente le comunicaba que se cazaría venado espantado, el Señor no ocultaba la sensación de calma y seguridad. Podía mirar de frente a Guzmán, sonreír, incluso suspirar con una leve nostalgia. Recordaba su infancia en estos mismos sitios. El calor los conduciría, así al venado como a los cazadores, a los parajes más bellos de la sierra, allí donde las aguas y las sombras alivian un poco la dureza del sol de meseta.
Dio órdenes de que se preparasen más canes, por ser largo el día de verano y cansarse más pronto las bestias; dijo también que se llevase agua en las acémilas, que se diese menos afán a los perros y que se corriese con ellos por las tierras más frías y bien regadas. El sotamontero se inclinó y salió sin dar la espalda al Señor; y éste, al acercarse de nuevo a la ventana, escuchó desde luego la bocina que llamaba a junta.
La tempestad se calmará al alba. La marea baja lengüetea la costa. Un estandarte rasgado se hincha y extiende entre dos rocas. La proa de un bergantín lleva mucho tiempo clavada en la depresión donde desemboca un arroyo. La bruma inmóvil cubre el agua y borra el horizonte. El único faro de la costa se apagó durante la tormenta. Dicen que su guardián abrazó al perro que comúnmente le hace compañía y que los dos se tendieron junto al fuego aullante de la chimenea.
El Señor se unió a los cazadores cuando la bocina tocaba a entrar en la sierra. Llegó montado, a trote ligero, todo vestido de verde, con un capuz no muy largo, al estilo y de hechura moriscos. Le seguía la compañía de a pie y de a caballo; los criados con la tienda de campaña, la azada, el hocico y el azadón, por si era necesario aposentar en el campo. El Señor se dijo que la pasarían holgadamente: la brillante jornada prometía una caza veloz y segura, un retorno al puerto de la sierra con las primeras sombras; finalmente, una merecida celebración nocturna en la venta, donde el alguacil ya había dispuesto varias barricas de tinto, donde se cantarían coplas y se devorarían las entrañas sabrosas del venado. En los morrales, los criados llevaban pedernal y yesca, agujas, hilo y diversas curaciones.
De acuerdo con la costumbre, el Señor murmuró una oración y dirigió una mirada afectuosa a su can maestro, el blanco alano Bocanegra, que precedía a los diez monteros. Cada uno de éstos llevaba en una mano la lanza y con la otra frenaba el ímpetu de los perros sujetos con cadenas a los collares anchos en los que brillaban las divisas de la estirpe y el lema dinástico,
Nondum
. El Señor se detuvo pausadamente al pie del monte y miró con tristeza las lomas del basalto y las secas viñas del contorno. Recordó la ilusión con la que, esa madrugada, había imaginado un paseo por los vergeles estivales de su infancia. Es cierto que toda sierra tiene cuatro caras, y que acontece conocerla por un cabo y desconocerla por el otro. Dice el dicho que hasta los buenos adalides se desatinan, pero el Señor no se atrevió a protestar en nombre de su nostalgia o a dar contraorden en aras de la decepción: el sotamontero era de los que no se equivocan; el venado andaba por la cara seca de la sierra, no entre los riachuelos y bosques umbríos de la niñez. La primera, rememorada visión de los vergeles fue vencida por otra: un largo paseo insolado por los bancos y recodos de la sierra, con la esperanza de que el tiempo y las fuerzas les permitiesen llegar a un sitio alto y, desde allí, admirar la tercera posibilidad: la oreada visión del mar.