Y así, al lado de los veinte días del nombre del hombre, fueron ordenados los trece días del ser de los dioses.
Y el año del destino, que no es el año del viaje del sol o de la germinación de la tierra, se inicia cuando el primer día de los veinte coincide con el primer día de los trece.
Y esto sólo sucede cuando los veinte días han dado trece vueltas o cuando los trece días han dado veinte vueltas.
Así se comunican el destino de la flecha y el ser del círculo, la línea del hombre y la esfera de los dioses, y de esta conjunción nace el tiempo total, que no es línea ni esfera, sino las bodas de ambas.
«Mira estas rayas, hermano, y cuéntalas hasta donde mi dedo te indica.»
Mientras lo hacía, pregunté:
«¿Por qué veinte y por qué trece?»
«Veinte porque éste es el número natural de los hombres completos, que tantos dedos tienen entre sus pies y sus manos. Trece porque es el número incomprensible del misterio, y así conviene a los dioses.»
Conté doscientas sesenta rayas que, en verdad, eran veinte veces trece o trece veces veinte, acepté que para el anciano éstos eran los días del año humano, diferente del año solar, y pregunté:
«¿Y por qué borraste esos cinco días del tiempo del sol?»
El anciano suspiró y contó lo siguiente:
Como yo suspiro, así suspiraba la diosa de la tierra madre nuestra, y lloraba mucho durante la noche pidiendo que los hombres le pagasen la deuda de la vida.
Pero los hombres sólo tenían vida para pagar su vida, y la diosa lo sabía, y lloraba queriendo comer corazones de hombres.
Los hombres tenían miedo y ofrecían a la diosa las otras dos cosas que tenían, además de su vida: los frutos como ofrenda; el tiempo como adoración.
La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que los frutos eran en realidad otro regalo de la tierra y el sol a los hombres, y que de nada valía regalar lo que no les pertenecía.
La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que el tiempo también era un regalo de la tierra y el sol a los hombres, que lo necesitaban, mientras que la tierra y el sol no, y por darle el tiempo a los hombres habían perdido su eternidad divina, encadenándose a los calendarios impropios de un dios.
La diosa gritaba, diciendo que no bastaba, que el único regalo de los hombres a los dioses era la vida, y no se quería callar hasta que le dieran sangre, y negóse a dar frutos si no estaba rociada con sangre humana.
Debajo de la piel de sus montañas y sus valles y sus ríos, la tierra tenía articulaciones llenas de ojos y de bocas: todo lo veía, nada la saciaba, y los hombres se preguntaban si para seguir viviendo debían en realidad morir todos para alimentar la sed y el hambre de la tierra y el sol.
No bastaron las ofrendas de los frutos naturales, pues la tierra se negó a seguir dándolos y con ella murió el primer sol de fuego y el mundo se cubrió de hielo y todos perecimos de frío y hambre.
No bastaron las plegarias que son tiempo, pues la tierra concertóse con el sol para que el tiempo desapareciera y muriese el segundo sol de viento, cuando todo fue arrasado por la tempestad y debimos abandonar nuestros templos y cargar a cuestas nuestras casas.
Y así se sucedieron los males; los hombres trataron de huir, pero ¿a dónde podían huir que no fuese la tierra, siempre la tierra?
Mira, hermano, mira hacia afuera, hacia la luz, hacia la selva indomable y ve en ella las heridas de nuestros sufrimientos, recuerda conmigo las terribles catástrofes que una y otra vez nos azotaron.
Murió el tercer sol de agua, cuando todo se lo llevó el diluvio, cuando llovió fuego y los hombres ardieron y con ellos sus ciudades.
Cada sol pereció porque los hombres no se quisieron sacrificar por los dioses, y lo pagaron con la destrucción.
Cada sol renació porque los hombres volvieron a honrar a los dioses, sacrificándose por ellos.
Y en medio de cada catástrofe, todo lo perdimos y hubimos de iniciarlo todo otra vez desde la nada.
«¿Qué sol es este de hoy?», pregunté.
«El cuarto sol, que es el de la tierra, y que desaparecerá en medio de terremotos, hambre, destrucción, guerra y muerte, como los otros, a menos que lo mantengamos vivo con el río de nuestra sangre.»
Dijo que así estaba anunciado, y que el destino de cada hombre era procurar el aplazamiento del fatal destino de todos, gracias al equilibrio entre la muerte de algunos y la vida de todos.
«Pero, señor, yo no he visto sacrificios en tu tierra, salvo los comunes de la enfermedad y el hambre.»
Con grande tristeza dijo el anciano: «No nos matamos entre nosotros, no. Vivimos para ofrecer nuestras vidas a otros. Espera y entenderás.»
Traté de ordenar en mi afiebrada mente las cosas relatadas por el anciano y mi razonamiento fue éste: Si hay más vida que muerte, los dioses pronto harán pagar la deuda de la vida con la muerte general; y si hay más muerte que vida, los dioses carecerán de sangre que los alimente y deberán sacrificarse ellos mismos para que la vida que los irriga se reinicie. Y así, los hombres aplazan su total extinción muriendo para los dioses; y los dioses aplazan su propia extinción muriendo para que la vida renazca. Sentí, Señor, que había ingresado, pobre flecha que antes era, a un círculo hermético, a la vez redondo y largo, profundo y alto, en el que todas las fuerzas de los hombres estaban dirigidas a encontrar el frágil equilibrio entre la vida y la muerte. Y me dije:
—Como una gota añadida a una copa rebosante de sangre, he venido a ser parte de esta vida y de esta muerte descritas por el anciano inmerso en las blandas perlas y el tibio algodón.
Quizás el viejo leyó mis pensamientos, pues éstas fueron sus palabras:
«Has regresado, hermano. Has llegado a tu casa. Ocupa en ella tu lugar. Tienes tantos días como el tiempo del destino para cumplir el tuyo. Los dioses fueron generosos. Como yo con mi mano, borraron cinco días del tiempo del sol. Son los días enmascarados. Son los días sin rostro, que no pertenecen ni a los dioses ni a los hombres. De tu vida depende que puedas ganarle esos días a los dioses que tratarán de arrebatártelos y ganarlos para sí. Trata tú de ganarlos para ti y ahórralos para salvarlos de los días de tu muerte. Y cuando la sientas cercana, dile: Detente, no me toques, he ahorrado un día. Déjame vivirlo. Espera. Y esto podrás hacerlo cinco veces durante la vida que te queda.»
—¿Y si los gano, serán días felices para mí, señor?
—No. Son cinco días estériles y sin fortuna. Pero más vale infortunio que muerte. Ése será tu argumento único contra la muerte.
El anciano decía estas extrañas cosas con muchos signos de la mano que me ayudaban a penetrar su sentido, aunque mi mente a veces se distraía, tratando de dar concierto a tales datos, y caía en pragmáticas consideraciones, como para compensar la delirante magia del viejo. Mucho hablaba éste, trazándolos con un débil movimiento del brazo, de círculos. Al escucharle caí en la cuenta de que nunca había visto en estas tierras una rueda, como no fuese la del sol. Ni caballos. Ni burros. Ni bueyes ni vacas. Habíame deslumbrado lo extraordinario. Sentí una súbita congoja: deseaba, otra vez, lo ordinario. Y nada más ordinario, hundido en el eco de estas fabulosas historias, que yo mismo.
¿Quién soy, señor?
Por primera vez, el viejo sonrió:
«¿Quiénes somos, hermano? Somos dos de los tres hermanos. El negro murió en la hoguera de la creación. Su oscura fealdad lúe compensada por el sacrificio. Reencarnó como blanca y ardiente luz. Sobrevivimos tú y yo, que no tuvimos el valor de arrojarnos al luego. Hemos pagado nuestra cobardía con la pesada obligación de mantener la vida y la memoria. Tú y yo. Yo el rojo. Tú el blanco.»
«Yo…», murmure. «Yo…»
«Viviste sobre las espaldas y la nariz y la cabellera de la diosa enseñando a vivir. Tu plantaste, tú cosechaste, tú tejiste, tú pintaste, tú labraste, tú enseñaste. Tú dijiste que bastaban el trabajo y el amor para compensar la vida, que nos dieron los dioses. Ellos se rieron de ti e hicieron llover el fuego y el agua sobre la tierra. Y cada vez que el sol murió, tú huiste llorando hacia el mar. Y cada vez que el sol renació, regresaste a predicar la vida. Gracias, hermano. Has regresado de oriente, donde nace toda vida. Más difícil será el viaje de regreso de nuestro hermano negro, pues si durante el día brilla magníficamente, de noche desciende a las honduras del poniente, recorre el negro río del inframundo, es asediado por los demonios de la borrachera y el olvido, ya que el infierno es el reino del animal que se traga el recuerdo de todas las cosas. Tardará más que tú en reunirse conmigo, pues de día da vida y reclama muerte, y de noche teme muerte y reclama vida. Tú eres el otro dios fundador, mi hermano blanco. Tú rechazas muerte y predicas vida.»
«¿Y tú, señor?»
«Yo soy el que recuerda. Esa es mi misión. Yo cuido del libro del destino. Entre la vida y la muerte, no hay más destino que la memoria. El recuerdo teje el destino del mundo. Los hombres perecen. Los soles se suceden. Caen las ciudades. Pasan los poderes de mano en mano. Se hunden los príncipes junto con las piedras carcomidas de sus palacios abandonados a la furia del fuego, la tormenta y la maleza. Un tiempo termina y otro comienza. Sólo la memoria mantiene vivo lo muerto, y quienes han de morir lo saben. El fin de la memoria es el verdadero fin del mundo. Negra muerte nuestro hermano; blanca vida tú: roja memoria yo.»
«¿Y los tres juntos, como tú esperas?»
«Vida, muerte y memoria: un solo ser. Los dueños de la cruel diosa que hasta ahora nos ha gobernado, dándonos por turnos alimento y hambre. Tú, yo y él: los primeros príncipes hombres después del reino de la mujer madre diosa, a la cual todo debemos, pero que todo quisiera quitarnos: vida, muerte y recuerdo.»
Me miró largo tiempo con sus ojos de tristeza, negros y podridos como la selva, duros y labrados como el templo, brillantes y atesorados como el oro. Mostró mis tijeras y las movió. Dijo que me las agradecía. Yo di las tijeras. Ellos me dieron el oro. Yo di mi trabajo. El me dio la memoria.
Los ojos del anciano lanzaron una luz implacable, tan cruel como debía ser la de los ojos de la diosa madre, cuando al cabo me preguntó:
«¿Qué nos darás tú ahora?»
Oh Señor que hoy me escuchas, dime si después de oír cuanto aquí he contado, y sin saber aún lo que me falta por contar, entiendes como yo la verdad más verdadera de ese mundo al que mis desventuras me arrojaron, dime, pues cuanto me falta por decir no hará sino fortalecerla: que aquí todo era un trueque de vida por muerte y muerte por vida, cambio de miradas, de objetos, de existencias, de memorias, sin cesar, y con el propósito de aplacar una furia anunciada, aplazar la siguiente amenaza, sacrificar una cosa para salvar a las demás, sentirse en deuda con cuanto existe y dedicar vida y muerte a una perpetua devoción renovadora. Todo lo dicho por el anciano era para mí cosa de fantasía y leyenda hasta que las palabras que me dirigía ahora me convirtieron en sujeto de esa fantasía, en prisionero de esa leyenda:
«¿Qué nos darás tú ahora?»
Esto me pedía el viejo: renovar nuestra alianza, para él tan clara, para mí tan oscura, con una nueva ofrenda, superior a sus palabras, como sus palabras habían sido superiores a mi vida, que le debía. ¿Qué podía yo ofrecer, cuitado de mí? De los cielos y los dioses hablaba el anciano; defendíme pensando en las cosas comunes. No había aquí ruedas ni animales de tiro. Tampoco había yo visto lo único que aún poseía.
Llevéme una mano al pecho.
Sentí allí, en la parchada bolsa de mi ancha ropilla de marinero, el pequeño espejo que Pedro y yo utilizamos cuando, entre alegres bromas, nos habíamos servido el uno al otro de barbero en la nave. Saqué el espejo. Los ojos del viejo me interrogaron. Acerqué el espejo a sus ojos, con ademán de respeto y humildad.
El anciano se miró en mi ofrenda.
Jamás he visto, ni espero volver a ver, expresión más terrible en un semblante. Desorbitóse su mirada, parecían saltar fuera de las profundas y desleídas cuencas las yemas de esos ojos amarillos y negros que en un instante reunieron en su terror gemelo todas las muertes de los soles, todos los incendios de los cuerpos, todas las destrucciones de los palacios, todos los guayes del hambre, todas las tormentas de la selva. Y todas las amarguras del reconocimiento. Convirtiéronse las arrugas del viejo en palpitantes lombrices que devoraban su rostro con una mueca infernal, los blancos mechones de su cráneo manchado erizáronse de horror, abrió como si se ahogara la boca de hebras desgajadas y asfixiadas flemas y escurrió la espesa baba por las oscuras redes del mentón, manchando la rala barbilla de cerdas blancas. Mostróme el anciano sus rotos dientes y sangrantes encías, quiso gritar, llevóse las manos nudosas a la garganta de pellejos, trató de incorporarse, el cesto cayó por tierra con el movimiento, rodaron las perlas, los ovillos de algodón, las tijeras; por fin el anciano gritó, venció con su voz a las cigarras y a los pericos que nos acompañaban desde la selva, gritó desgarradoramente, y su cabeza estrellóse contra el suelo de la recámara polvosa y labrada del templo.
Escuché el revolotear, sobre nuestras cabezas, de los buitres espantados y luego las voces y los pasos rápidos de los jóvenes guerreros.
Entraron a la recámara del templo. Me miraron. Luego miraron al anciano derrumbado que nos miraba a todos con los ojos abiertos pero sin vida.
Yo estaba hincado junto a él, con mi mortal espejo en la mano.
Uno de los guerreros se hincó también junto al viejo, le acarició la cabeza y dijo:
—Joven jefe… muchacho fundador… primer hombre…
Señora de mi pensamiento, lleno de torpeza y sopor, era una tortuga como la que maté al pisar la playa del mundo nuevo. Azogadas liebres, en cambio, parecían dominar las imaginaciones de los guerreros que después de un instante de dolor vencido por un gigantesco azoro, me miraron allí, hincado junto al viejo muerto, con mi espejo en la mano. Entre el momento del dolor y el del asombro, mis aletargados sentidos apenas pudieron penetrar la razón de las misteriosas palabras:
—Joven jefe… muchacho fundador… primer hombre…
Su enigma, me dije, requería tiempo para ser descifrado; pasó como una ráfaga de viento encerrado en mi escasa memoria el recuerdo de otras peregrinaciones en busca del sentido del oráculo, bebí espuma, respiré olivos —otro tiempo, otro espacio, no este donde el enigma era sofocado por el más cierto de los temores: los guerreros veían en mí al asesino de su anciano padre, de su rey memorioso, acaso su dios. Y se disponían, en justa retribución, a matarme a mí.