—Ya sabe que un símbolo tradicional de la Iglesia católica es el pez. Se entiende con ello un acróstico de
«ictyos»: Iesus Christos Theou Soter
, es decir, «Jesucristo Hijo de Dios Salvador». A partir del siglo
IV
, pasó a ser símbolo de la Eucaristía. Recuerde que Pedro, escogido por Jesús, era pescador, y el propio Jesús afirma que lo hará «pescador de hombres». Todo esto agítelo bien y mézclelo con el licor añejo de las creencias precristianas. Por si no lo sabía, el pez es un animal extraño para el hombre primitivo, porque vive en un ambiente en el que nosotros moriríamos y muere en aquel donde nosotros vivimos. Su carne, además, no es propiamente
carne
, como tampoco lo es el apellido de usted, por mucho que «Flesh» signifique «carne» en inglés. Su condición de animal es discutible para una sociedad que considera a los animales como equivalentes a mamíferos e insectos. De ahí que se haya sacralizado.
—¡Maldita sea, señor profesor! —me espetó ella intentando cambiar de postura en la malla—. ¡No estoy en clase! ¡Estoy colgada de una maldita red!
—A eso voy. Tenga paciencia. Está colgada de una red como la ninfa Dictima, o Dictina, la Britomartis a quien Minos acosó durante nueve meses exactos, el tiempo de un embarazo humano, para acabar cayendo al mar y siendo salvada por la red de unos pescadores, de ahí su nuevo bautismo con el nombre de Dictina, «la de la red». Se preguntará qué relación tiene una creencia cretense con otra africana, pero está probada la concordancia de mitos incluso entre pueblos precolombinos y asiáticos. Observe, además, que Minos se relacionaba con el Minotauro, el hombre toro, y según su descripción, el monstruo que la persiguió en la cascada tenía cuernos y rostro de hombre…
—No me persiguió. Fui yo quien eché a correr como una gilipollas. Y no era un toro, ni un hombre toro. ¡Y estoy harta de su discurso, por favor…!
—Déjeme acabar, que le interesa. —Se balanceaba ella como las culebras que cuelgan en los mercados japoneses. Yo daba lentos paseos por debajo—. Imagine ahora las consecuencias de hablarles a los ngongos de Jesucristo y el pez cristiano. Solo Dios sabe qué raras simbiosis habrán establecido a lo largo de siglos de contaminación cultural entre sus creencias en el Wataya, la ninfa atrapada en la red y la teología católica. Además, si es el Wataya lo que usted vio, tendremos que concluir que el folclor de un puñado de ngongos se halla más cerca de la realidad de lo que… —El repentino chillido me cortó.
—¡Muy interesante la lección, «padre», pero…! —Sus dientes rechinaban.
—Obispo de Godorna —le corregí.
—¡Muy bien, Obispo de lo que sea! ¿Qué tal si empieza a predicar con el ejemplo y me consigue ayuda? Estoy hospedada en Alia Bay, al sur del Turkana…
—Conozco el lugar.
—Puedo darle un par de números de teléfono. Llame a…
—No uso móvil, lo siento.
—¡Pues vaya allí y explíqueles lo que ha pasado!
—¿De veras quiere que la abandone?
—¡No! ¡No he dicho eso! —Sollozó—. ¡Lo que quiero es que alguien me saque de aquí! ¡Por favor, que alguien me saque de aquí! ¡Papá! ¡Mamá!
—No grite, niña, no le servirá de nada y empeorará su situación. —Me callé para chupar la pipa mientras ella lloraba. Las gotas de su cuerpo empapado llovían sobre mí, y alguna que probé tenía sabor a lágrima. Los rizos rubios pegados a la cabeza le daban aspecto de feto en el interior de un útero—. Mire, creo sinceramente que soy más útil junto a usted que en Alia Bay, donde por cierto habrán empezado a buscarla ya, haciendo uso del poder de su país. Una yanqui menor de edad perdida durante un viaje de excursión a África no es cosa de poca monta. Darán con su paradero, es cuestión de esperar.
(Soledad no comparte el optimismo del Obispo. «A veces no sirve de nada esperar, porque nadie sabe que te has ido», piensa, sintiéndose otra Frances Flesh.)
—Mientras tanto —añadí—, no olvide que soy el único contacto que posee entre los ngongos, y puedo interceder por usted si las cosas tomaran un, digamos, rumbo inusual.
—¿Entiende como «rumbo inusual» que me devoren, o solo que me hagan pedazos sin comerme? —Se burló, desgarradora.
—Señorita Flesh: soy representante del apostolado católico —mentí—, y no permitiré que le hagan daño por muy protestante que usted sea. —Giré para irme pero me detuve—. Por cierto, no creo que pueda conseguirle ropa, pero le traeré una manta esta noche.
—Hijo de puta. —Olvidados ya sus tabúes, verbales y corporales, se aferraba ahora con las dos manos a la red. Me situé en el mejor lugar para contemplar los últimos sin obstáculos—. ¡Se está burlando de mí, viejo cabrón!
—No me burlo, solo me divierto. Un pelo de diferencia, pero diferente. Ea, no se aflija. Haré cuanto pueda por ayudarla.
—¿Adónde va? —gritó horrorizada al ver que me alejaba.
—A saber más.
Si he de creer en su versión, esa noche cuatro leones recorrieron a sus anchas el poblado, debido a que toda la tribu se encontraba en otro sitio (enseguida diré dónde), y acabaron agazapándose bajo la red. Pero la actitud de las bestias no fue amenazadora sino casi científica, porque adoptaron una exacta posición geométrica: uno a las doce, otro a las tres, otro a las seis y el último a las nueve del hipotético círculo horario cuyo centro fuera la señorita Flesh. Ojos como ascuas, lenguas del color de los flamencos en el lago Nakuru y ruidos de mandíbulas distrajeron a nuestra pequeña heroína durante toda la noche, por lo que su insomnio resultó comprensible.
Pero de todo eso me enteré después. A las horas de la felina visita me encontraba con los ngongos en un descampado cerca de la aldea, tan próximo a la hoguera como mi ansiedad me permitía, ya que el fuego me atemoriza como a los monos. Resultaba evidente que la imprevista pesca del día los había puesto nerviosos y necesitaban consultar con el hechicero. Era el tal un viejo delgado y fibroso vestido con una especie de disfraz de tela de
tembo
o pelos de elefante, los cabellos enaltecidos por un jolgorio de cuentas y pendientes de oreja de buey. Lo vi correr en círculo por entre hombres y mujeres, y de vez en cuando extraer de una cesta artesana negros y panzudos escarabajos para comérselos con una parsimonia calculada. Luego trincaba un odre y tras echar un trago escupía, señalándonos con dedos pintados de blanco:
—
Bulau kutoswa ngenuku!
Cada grito era saludado con golpes fuertes de los
ngomas
.
Mi cortesía étnica me hacía sonreír cuando el bailarín se me acercaba con la boca abierta y una masa de insectos medio masticados aún convulsionando en su interior, y me gritaba, sin duda con pésima pronunciación debido al bocado coleóptero:
—
Botswan aruku! Botswan aruku!
Debo confesar que en casi todo había mentido a mi inocente espécimen de chica minnesótica recién pescada: el idioma ngongo es una variación lejana del swahili con el que comparte pocas palabras, de modo que apenas podía entenderme con la gente del poblado, mucho menos interceder en favor de nadie. Pero, como el jefe era buen tipo y hablaba algo de swahili e inglés, y siempre que hablaba sonreía, imité su sonrisa durante la repugnante interpretación del hechicero para preguntarle:
—¿Qué hace?
—Nada —me contestó—. Ser así.
La enigmática respuesta me hizo pensar que no me había equivocado del todo al juzgar que los ngongos creían que algo se había puesto en marcha cuando capturaron a la niña, algo que ni ellos ni la niña ni yo podíamos detener o siquiera modificar. Hubiese dado igual que le preguntara sobre un cúmulo de nubes negras en el horizonte o la tormenta que provoca crecidas de ríos y avalanchas de caimanes y barro. «Ser así», me habría dicho. «Inevitable», traduje yo. Pero ¿qué era lo inevitable?
Finalizada la actuación, para alegría de todos los escarabajos supervivientes, los
ngomas
enmudecidos, la tribu disipada en la noche como solo una tribu negra es capaz de disiparse, regresé a donde se enfriaba mi joven víctima. El espectáculo había durado hasta la madrugada, así que iba preparado para encontrar un triste despojo, y acerté.
—Le traigo un poco de té fuerte y caliente, preparado con mis propias provisiones —le dije—. Al menos, es algo civilizado.
Su voz sonó hueca y rasposa como una emisora mal sintonizada.
—Váyase a la mierda con su té fuerte y caliente.
Cambió de postura con esfuerzo singular, pasando de una imitación fetal a otra. Ya no parecía preocupada por ocultar sus contornos íntimos, pese a que la iluminaba con una linterna, pero yo tampoco lo estaba de observarlos: habíamos alcanzado esa neutralidad antediluviana que los occidentales solo conseguimos tras semanas de vacaciones en un campamento nudista. Me encogí de hombros y cerré el termo con displicencia, pensando que, a fin de cuentas, no era yo quien me había escapado de una excursión para caer en las redes de unos indígenas.
—He traído también repelente antimosquitos —insistí—. Posee la cantidad recomendada de DEET.
Su silencio me confirmó que el repelente no había sido mejor recibido que el té. La tersa y pequeña espalda, cuadriculada por la red, se agitó con los sollozos.
—Señorita Flesh, tranquilícese. Las cosas no pueden ir mejor. El jefe ngongo me ha asegurado que usted no sufrirá daño alguno…
—Miente.
—¡Señorita, soy sacerdote!
—Él le ha mentido a usted, quiero decir —gemía.
—No pierda la esperanza.
—¡Sacarme de aquí ayudaría a que no la perdiera!
Rodeé la red para observar su rostro mientras lloraba.
—Piense en la aventura que está viviendo… —la animé—. ¡Imagine lo que va a poder contar a sus compañeras de clase en…!
—¿¿No oyó mis gritos, imbécil?? —estalló entonces.
En la pausa sorbió varias veces por la nariz. Ignoré el insulto, porque a esas alturas (nunca mejor dicho) eran comprensibles. Además, me dominaba la curiosidad.
—Para serle franco, no. Me hallaba lejos. ¿Qué le ha pasado?
Me contó lo de los cuatro leones. Antes de que terminara, le brindé mi versión.
—Espero no ofenderla con mi honestidad, pero lo ocurrido nada tiene de extraño. Imagine el fácil bocado que ofrece ahí arriba a cualquier paladar omnívoro. Para ellos, más que cazar, sería como ir a la carnicería… ¡Alégrese, pues, de colgar a esa altura!
—No querían hacerme daño —murmuró, más calmada—. Se quedaron muy quietos en sus posiciones y los cuatro bostezaron a la vez, así. —Abrió una boca respetable y sacó la lengua—. ¡Y dentro de sus bocas había algo que brillaba!
La zoología africana que la señorita Flesh podía conocer no me parecía digna de importancia, pero la escuché con seriedad. Según su testimonio, cada león llevaba en la lengua una especie de piedra preciosa fosforescente. El primero, de color dorado tenue, como una bombilla de bajo consumo; el segundo, un rubí de furioso rojo; el tercero, un topacio de cerúlea iridiscencia; el último, un cuarzo lechoso y delgado como una oblea de pan ácimo recubierta de luciérnagas.
—¿Y entonces?
Ella se rascaba las picaduras de mosquito.
—Nada. Se quedaron con la boca abierta y la lengua afuera, como si quisieran que yo cogiese una de aquellas piedras… Luego se marcharon. ¡Por favor, créame!
—Desde luego. —En lo que creía, más bien, era en una mezcla de ignorancia, inocencia y deterioro, este último debido a la prolongada intemperie y la ausencia de alimentos. Tendí mi mano y cogí la suya, trémula. El gesto la hizo llorar de nuevo—. Vamos, vamos, sea fuerte. No perdamos la cabeza. Debemos mantenernos fríos.
—Yo ya estoy lo bastante fría —me replicó, hallando espacio para la broma.
—Le traeré algo para abrigarla.
Naturalmente, las horas pasadas en el huevo enrejado de la red, apretada por el cáñamo, ingrávida y desnuda, la habían devuelto al estado pretérito de la criatura necesitada de progenitor. Pero algo en sus palabras me dio que pensar mientras le pasaba una manta de viaje por entre las aberturas y un poco de té caliente, que por fin aceptó.
—Ánimo —le dije—, y continúe siendo la brava mocita representante del país más poderoso del mundo.
—No sé lo que soy —gimió arrebujándose en la manta—. Creo que estoy muerta.
—No sea amarga.
—Por dentro. En serio. Creo que me he muerto por dentro. Como si no pudiera volver a ser yo nunca más.
—Pese a todo, no pierda el coraje.
—Al contrario: saber que no soy yo me da… fuerzas. Siento que nada puedo perder, y eso me ayuda. Como si pudiera entregarme a cualquier cosa ahora que sé que esto no es más que el comienzo de… de otra vida. Ay, Dios mío, ¿usted me entiende?
(Soledad, desde luego, sí. «Ella soy yo», vuelve a pensar. ¡Y qué extrañas y a la vez familiares esas cuatro joyas en la boca de los leones! ¿A qué le recuerdan?)
Le aseguré que la entendía perfectamente, y le quité el termo de las manos con suavidad cuando comprobé que el agotamiento la vencía. Al alejarme volví a mirarla y su postura forzada se me antojó una interrogación con el punto hacia arriba, una incógnita balanceándose de un árbol. No logré conciliar el sueño en mi choza, pero no fue por excitación sino por la sensación de enigma. Una rueda dentada se había acoplado al imperceptible giro de las cosas en aquel remoto lugar de África, y ahora tocaba a la naturaleza detenerla.
El mediodía me despertó, ya tarde, con el golpe de los
ngomas
.
Los vi mientras me lavaba en la jofaina, los rayos de oro filtrándose por entre las cañas: filas de ngongos, hombres, mujeres y niños, caminando con la sincronía del ritual. Me apresuré a seguirles.
La romería atravesó las dunas en dirección al Turkana. Estábamos a principios de junio y el dios de la lluvia aún no había bendecido con su magia las secas riberas. Pese a todo, el agua turquesa se extendía detrás, custodiada por un destacamento de ibis sagrados que patrullaba frente a la espuma. Los cocodrilos se estiraban como bolsos de señora en el lodo, y lo que no era silencio era el ronco bufar de los hipopótamos.
—
Manuwi buni! Manuwi!
—gritó de repente un personaje que se hallaba introducido hasta la cintura en el agua, dando saltos. Reconocí a mi amigo el acróbata del traje de
tembo
, al parecer ya abandonada la dieta de insectos. Aunque sus cabriolas, si cabe, se habían incrementado, y saltaba y aullaba como un poseso.