Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online
Authors: Bernard Lenteric
Tags: #Ciencia Ficción, Intriga
Jimbo no respondió. Volvió hacia el pasillo de acceso, pero sin cruzar la puerta. Lanzó una última mirada hacia Fozzy.
—Fozzy, ¿me quieres?
—Por un tubo, chaval.
—No va a ser fácil.
—No hay programación —respondió Fozzy.
Jimbo alzó la cabeza.
—Repetición de la instrucción programada. ¿Fozzy?
—Interrupción de las comunicaciones con el exterior y cierre de las puertas diez segundos después de oír la palabra-código BLOQUEO.
La voz de Fozzy era la de Laurence Olivier en
Marathon Man
.
Jimbo dejó la pistola en el suelo. Ordenó a Fozzy: BLOQUEO. Salió de la sala, cuyas puertas blindadas se volvieron a cerrar tras él.
A la caída de la noche, estaba en Boston.
En Boston, es decir, a cuarenta y cinco kilómetros de la casa perdida sobre unas rocas negras, en la punta meridional de una pequeña bahía cuyo verdadero nombre en los mapas era Sea Peach Rock y que Ann y él llamaban La Désirade.
Se internó por la carretera.
Ocurrió hacia las diez treinta.
Habían incrustado en parte la casa en la roca, habían levantado muros de grandes piedras para acabar la gran obra, la habían cubierto con un tejado de una sola vertiente, sostenido por un asombroso entrecruzamiento de armazón de madera, todas cuyas piezas, hasta las tablas del faldón, eran de roble. En el interior, un espacio único, pero en dos planos, el más alto de los cuales, directamente bajo el armazón, constituía un cuarto. La casa sólo tenía dos ventanas estrechas, una a cada lado de la única puerta, con alféizares profundos y postigos de madera.
Ann oyó el ruido hacia las diez treinta.
No era un ruido como los otros. Llevaba cinco horas esperando y había tenido tiempo de habituarse al ambiente sonoro. El silencio verdadero no existe. Ann identificaba, evidentemente, el reflujo del océano, muy cercano, que golpeaba contra las rocas, la respiración del viento en los árboles, el ligero chirrido de un postigo mal fijado.
Reconocía, además, ruidos ya familiares, los crujidos del pesado armazón por encima de su cabeza, el grito de un ave de mar, el crepitar del fuego.
Aquel ruido era diferente y nuevo.
Al principio le pareció un estertor y se burló de sí misma: «Nada menos que un estertor. ¡Qué exagerada soy!» Aguzó el oído para aislar aquel ruido de entre todos los demás y se reprodujo, no una, sino varias veces, a intervalos de entre cuatro y cinco segundos.
Se interrumpió cuando sobrevino una nueva borrasca de viento y se reanudó inmediatamente después, con los mismos intervalos.
Regulares.
Demasiado regulares.
Ann, sentada, ovillada, con las piernas replegadas bajo ella, intentaba leer. Tenía frío, pese a que en la chimenea había una auténtica hoguera, y se había envuelto en un abrigo de piel. Dejó el libro.
Tal vez sea sólo un ave de mar. Algunos lanzan gritos extraños.
Pero no podía olvidar su regularidad.
Clavó la vista en el quinqué encendido y situado en el profundo reborde de una de las ventanas, en el exterior de la casa. La llama bailaba.
El ruido no cesaba y los intervalos de silencio eran siempre los mismos.
«Ann, te vas a levantar y vas a ir hasta el umbral, al menos hasta ahí. Simplemente para demostrarte a ti misma que eres una idiota».
Se ajustó el abrigo en los hombros y se levantó. Antes de ir hasta la puerta, consultó una vez más su reloj: diez horas treinta y cuatro. Si uno de sus telegramas le hubiera llegado cuando se encontraba en Boston, Nueva York o aún en Washington, Jimbo ya habría llegado. Así, pues, estaba más lejos, probablemente en Colorado y ya no tardaría.
Llegó a la puerta y la abrió. El viento se engolfó. Ella salió. El quinqué dibujaba un semicírculo de luz, insuficiente para iluminar el terraplén sobreelevado en el que acababa la pista, el único lugar de aquella casi isla en el que se podía dejar y maniobrar un coche. Viniendo de la casa, se accedía al terraplén por un tramo de escaleras talladas en la roca.
El ruido procedía del terraplén, no cabía duda y, ahora que se encontraba fuera de la casa, resultaba infinitamente más claro, hasta el punto de que lo reconoció: un motor de coche a medio gas, pero al que apretaban el acelerador a intervalos muy regulares…
Ru-u-um
, cuatro a cinco segundos de silencio y después
ru-u-um
…
¡Jimbo!
Se lanzó, corriendo.
Pero no demasiado lejos.
Porque de repente el ruido cesó.
Ella se quedó inmóvil, incómoda. Estaba aún dentro del halo del quinqué. A diez o quince metros de ella, adivinaba, más que ver, los primeros peldaños de la escalera que conducía al terraplén, pero nada más allá.
El ruido se reanudó:
ru-u-um
, silencio,
ru-u-um
…
¡Quieren que me acerque! ¡Quieren atraerme a la sombra!
Dio un primer paso y después varios más, que la llevaron al pie de las escaleras, exactamente allí donde la luz ya no llegaba. Se esforzó por distinguir lo que había en el terraplén.
Ru-u-um
, silencio,
ru-u-um
…
Las presiones sobre el acelerador eran más suaves, como para indicarle:
«Hale… ven, acércate…»
Subió dos peldaños y sus ojos quedaron ya a la altura del terraplén. Distinguió un coche parado junto al suyo, apenas visible, con los faros apagados.
—¿Jimbo?
Un intervalo anormalmente largo, interminable, y después, con una infinita suavidad, casi al modo de un lamento:
Ru-u-um
, silencio,
ru-u-um
…
Ann volvió a bajar un escalón.
Ahora era claramente miedo lo que sentía.
Y en aquel momento fue cuando se apagó el quinqué.
De pronto, se hizo noche cerrada. Ann se volvió hacia la casa, luchando con todas sus fuerzas contra el pánico. Tal vez sólo fuera el viento el que hubiese apagado el quinqué… o tal vez se hubiera apagado por sí solo, por no haber tenido suficiente petróleo…
…
Pero sabes perfectamente que no es verdad.
Miró, hacia la casa, el debilísimo destello que se traslucía por las dos estrechas ventanas.
Bajó otro peldaño y se encontró en el enlosado que conducía de la escalera a la casa. Se obligó a avanzar con calma.
Sintió una presencia ajena.
No oyó ruido alguno de pasos ni el hálito de una respiración. Tampoco distinguió movimiento alguno. Sintió que había alguien allí. Había alguien muy cerca de ella.
Detrás de mí.
Estuvo a punto de detenerse para volverse, pero siguió caminando hacia el destello que emanaba de las ventanas y de la puerta entornada.
La seguían.
No correré, no hay nada que hacer, no demostrar miedo.
Llegó a la puerta. Empujó el batiente.
… que cedió casi imperceptiblemente y después se resistió. Sin embargo, la puerta estaba entornada, unos diez o quince centímetros, y por ese resquicio podía vislumbrar una parte del interior de la casa, la chimenea, el fuego llameante, el sofá en el que se había sentado, su libro. Empujó con fuerza, esa vez con las dos manos. No por ello cedió el batiente. Hay alguien detrás, en el interior de la casa, que impide la apertura de la puerta…
Era suficiente para infundirle pánico, pero hubo otra cosa más…
… De repente una silueta inmensa se alzó muy cerca, que le rozó el hombro, y dos manos gigantescas se posaron sobre ella, buscando su garganta.
Sólo entonces, gritó. Se debatió y las manos de gigante se deslizaron, obstaculizadas por el abrigo que ella llevaba en los hombros.
Ann se soltó violentamente y echó a correr, rápido, más rápido. A su izquierda, el terraplén y los coches. A su derecha, el extremo de la punta rocosa, un callejón sin salida. Se lanzó recta hacia adelante, en dirección de la orilla rocosa. Chocó contra un murete, que bordeó, presa del pánico, a tientas, hasta encontrar la abertura que había en él y conducía a otras escaleras que bajaban hacia el mar. Bajó corriendo los escalones, corrió por la arena de la playa. Surgió una primera barrera de rocas, que salvó escalando. Por el otro lado, había, según recordaba, otra playa, estrecha, triangular, encajada. Cayó al saltar, engullida por la arena empapada de agua, se separó, al tiempo que lanzaba un grito ahogado, de miedo, y de repente se alzó ante ella el muro de granito, insalvable. Había caído en la trampa. Pegó la cara y las manos a la pared y la palpó con los dedos, desesperadamente, en busca de un saliente que le permitiera escalarla…
Entonces el potente haz de una linterna eléctrica agujereó la noche, recorrió las rocas, pasó una primera vez por el granito justo por encima de ella, se alejó unos metros. Volvió atrás al instante y la enfocó. Ya no se movió más.
Y otra antorcha se encendió, ésta apuntada desde el sendero que dominaba la orilla. Como la primera, enfocó a Ann con su haz de luz.
Después una tercera, una cuarta y una quinta linternas aparecieron, de diez metros en diez metros, a lo largo del camino costero, trazando un semicírculo que marcaba la huida, presa del pánico, de la joven…
… El semicírculo se completó con las tres últimas linternas, dos de ellas en la cima de la muralla rocosa que Ann había intentado en vano escalar.
Ocho antorchas en total.
OCHO.
Entonces comprendió el espantoso significado de aquella cifra con todo su horror.
—¡Ann!
La voz de Jimbo. Ann cerró los ojos, bajó la cabeza, vencida por la desesperación.
—Ann, eso no sirve de nada. No intentes nada. Hay armas apuntadas hacia ti.
Ella se dejó deslizar débilmente sobre la arena, se derrumbó, se abandonó.
—Ann, no intentes nada, ¡te lo suplico!
Era la voz, dulce y calmada, de Jimbo.
—Te lo suplico. No hay otra solución.
Ella empezó a tiritar, transida de frío, con el pecho sacudido por los sollozos.
La voz de Jimbo le llegaba desde la propia casa, allí donde se había encendido la primera de las ocho linternas.
—Ann, no me hagas todo esto más difícil aún —dijo Jimbo.
El oficial de radio hizo una seña a Melanie, quien se apresuró a abandonar su asiento y dirigirse a la cabina del piloto del avión que había fletado en Brasilia. Tomó los auriculares:
—Sí, ¿Allenby?
—Desde Montreal tomó un avión para Concord, en Vermont, desde un pequeño aeródromo rural. En Concord, un coche. En cuanto a él, volvió directamente de Denver a Boston y también alquiló un coche. El lugar en el que se dieron cita y que llamaban La Désirade debía de encontrarse en algún punto de Vermont o en el norte de Massachussets, si acaso, en la punta meridional de Maine. En cualquier caso, entre Portland y Boston. ¿Le dice eso algo a usted?
—Nada.
En varias ocasiones, Melanie había oído a Ann y Jimbo hablar de La Désirade como de una islita perdida en las Antillas Francesas. Al parecer, habían pasado en ella su luna de miel. Allenby añadió:
—Tampoco dice nada a ninguno de los parientes y amigos con los que hemos podido ponernos en contacto. Mis hombres están intentando ponerse en contacto con la madre de la Sra. Farrar, que está fuera de Londres. Allí son entre las tres y las cuatro de la mañana. Ya no deberían tardar mucho en llamarme.
Melanie preguntó al oficial de radio:
—¿Dónde estamos?
—Por encima de Venezuela. Dentro de unos seis minutos sobrevolaremos el mar Caribe.
Melanie dijo:
—Allenby, ¿y los chicos?
—Ahora iba a decírselo —respondió la calmada voz de Allenby—. Ocurre algo en Boston: casi todos los alumnos de la Fundación han salido esta noche para ir a un concierto de Elton John. Sólo han quedado dos alumnas en el colegio: Purcell y Brunecker. Están en su habitación y mis muchachos encargados de su vigilancia me han jurado que no se han movido de allí. Mis otros hombres han seguido a la pandilla. En fin, lo han intentado. Los otros veintiocho alumnos sí que han ido al concierto, pero no solos. Miles de jóvenes bostonianos han tenido la misma idea, al parecer, y el estadio en que se celebra cuenta con un centenar de entradas y, por tanto, de salidas. Y el follón comenzaba un kilómetro antes de llegar.
—Dicho de otro modo, ¿algunos de los chicos han podido desaparecer?
—Exactamente.
—¿A qué hora acabará el concierto?
—En principio, hacia la medianoche, pero a partir de las cinco de la tarde se han tomado al asalto las plazas y se necesitará por lo menos una hora para empezar a ver claro en esa multitud.
Ocho horas de jaleo durante las cuales los Siete, si existían, tenían Ja posibilidad de ausentarse sin que se notara siquiera su desaparición. Melanie preguntó:
—¿Dónde está usted ahora?
—No demasiado lejos de Chicago. Estoy acercándome.
—¿Qué hora es en Boston?
—Las diez cuarenta.
—Sigue avanzando, Ann. Derecha hacia la casa.
Ann caminaba y en torno a ella, excepto por el lado del mar, las linternas se apagaban, una tras otra, a medida que avanzaba.
Se apagaron todas, menos una, la más deslumbrante, hacia la que se dirigía.
Con conocimiento de causa, como quien va a una muerte inevitable y aceptada. Volvió la mirada hacia el océano…
—¡No, Ann! Morirías al instante. No, ven hacia mí, amor mío…
Ella iba sollozando, trastornada, cegada por las lágrimas, pero no por ello dejaba de seguir acercándose a la luz. Emprendió la escalada de las últimas rocas. El haz de la linterna eléctrica bajó para iluminar los peldaños de la escalera de piedra que a veces alcanzaban las altísimas mareas.
Subió despacio los peldaños.
—Ven junto a mí, Ann. Ven, amor mío, ven.
La linterna se apagó en el instante mismo en que puso el pie en las planas piedras del enlosado. Aquel brusco regreso a la obscuridad permitió a Ann distinguir tan sólo la inmensa silueta que la esperaba, que se movió. Se oyó el crujido característico de una cerilla, volvió a encenderse el quinqué y apareció el rostro de Jimbo.
—¡Oh, Dios mío, Ann! ¿Por qué has vuelto? ¿Por qué no te quedaste en Inglaterra?
Ella se detuvo a dos metros de él. En aquel momento lloraba sin cesar, incapacitada para dominarse, y, sin embargo, consiguió decir con voz firme:
—Antes has fallado por poco.
Jimbo movió la cabeza con una tristeza infinita: