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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Thuvia, Doncella de Marte (17 page)

BOOK: Thuvia, Doncella de Marte
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Su único pensamiento era el de llevarla a Dusar, y, una vez allí, dejar que su padr asuro' se la responsabilidad. Entre tanto, tendría el mayor cuidado posible en no ofender a la joven, no fuese que todos llegasen a ser capturados y tuviese que responder del trato dado a la joven hija de uno de los más grandes jeddaks, cuya mayor joya era su hija.

Y así, al fin, llegaron a Dusar, donde Astok instaló a su prisionera en una habitación secreta y alta, en la torre del lado del este de su propio palacio. Había hecho que sus hombres jurasen guardar silencio en cuanto a la identidad de la joven, hasta que él hubiese visto a su padre, Nutus, jeddak de Dusar; él no consentiría que nadie supiese a quién había traído consigo desde el sur.

Pero cuando se presentó en la gran cámara de audiencia, ante el hombre de cruel boca que era su padre, sintió que su valor le abandonaba y no se atrevió a hablar de la princesa oculta en su palacio. Se le ocurrió probar la opinión de su padre sobre el asunto, y así habló de su proyecto de capturar a una persona que aseguraba conocer la residencia de Thuvia de Ptarth.

—Y si así lo ordenas, mi señor —dijo—, yo iré a capturarla y la traeré aquí, a Dusar.

Nutus frunció el entrecejo y agitó su cabeza.

—Y hubieras hecho lo suficiente para atraer a Ptarth, Kaol y Helium, a las tres a la vez sobre nosotros, si hubieran sabido tu participación en el rapto de la princesa de Ptarth. Que hayas conseguido hacer recaer la culpa sobre el príncipe de Helium, ha sido muy astuto y un movimiento estratégico magistral; pero si la joven llegase a conocer la verdad y volviese alguna vez a la Corte de su padre, todo Dusar tendría que pagar la culpa, y tenerla aquí como prisionera entre nosotros sería reconocer la culpa, de cuyas consecuencias nada podría salvarnos. Me costaría el trono, Astok, y no pienso en perderlo.

—Si la tuviésemos aquí… —el viejo, de repente comenzó a musitar, repitiendo la frase una y otra vez—. Si la tuviésemos aquí, Astokexclamaba con ferocidad—. ¡Ah, solamente con que la tuviésemos aquí, y nadie lo supiese! ¿No puedes imaginártelo, hombre? La culpa de Dusar podría quedar para siempre enterrada con sus huesos —concluyó en un tono bajo y salvaje.

Astok, príncipe de Dusar, tembló. Era débil, sí, y malvado también; pero la idea que implicaban las palabras de su padre le dejaban helado de horror.

Los hombres de Marte son crueles para con sus enemigos; pero la palabra enemigos es, comúnmente, interpretada en el sentido de hombres solamente. La frecuencia del asesinato es excesiva en las grandes ciudades barsomianas; sin embargo, asesinar a una mujer es un crimen tan inconcebible, que hasta los más empedernidos asesinos pagados se apartarían horrorizados de quien les sugiriese semejante idea.

Nutus no se percató, al parecer, del patente terror de su hijo, causado por tal idea.

Momentos después continuó:

—Dices que sabes dónde se oculta la joven desde que ha sido raptada por tu gente en Aaanthor. Si fuese encontrada por cualquiera de las tres potencias, su relato sería suficiente para hacer que todas ellas se volviesen contra nosotros. No hay más que un camino. Astok —gritó el viejo—. Debes volver inmediatamente a su escondrijo y traerla aquí con el mayor secreto ¡Y cuidado con esto! ¡No vuelvas a Dusar sin ella, so pena de tu vida!

Astok, príncipe de Dusar, conocía bien el genio de su real padre. Sabía que en el corazón del tirano no había ni un solo impulso de amor hacia ninguna de las criaturas.

La madre de Astok había sido una esclava. Nutus jamás la había amado. Jamás había amado, tampoco, a ninguna otra. En su juventud había intentado encontrar novia en las cortes de varios de sus poderosos vecinos; pero sus mujeres no querían nada con él. Después que una docena de hijas de su propia nobleza habían buscado su propia destrucción antes que casarse con él, se había dado por vencido. Y entonces había sido cuando se había casado legalmente con una de sus esclavas, a fin de tener un hijo que ocupase su puesto entre los jeds, cuando Nutus muriese y se eligiese un nuevo jeddak.

Astok se retiró lentamente de la presencia de su padre. Pálido y tembloroso, se dirigió a su propio palacio. Al cruzar el patio, su mirada cayó sobre la gran torre del este, que se alzaba a gran altura hacia el azul del firmamento.

A su vista, gotas de sudor brotaron de su frente.

«¡Issus!» m a otra mano que la suya podría ser confiada aquella horrorosa ejecución. Con sus propios dedos debía retirar la vida de aquella garganta perfecta o hundir la hoja silenciosa en el corazón rojo.

¡Su corazón! ¡El corazón que había esperado se desbordase de amor hacia él!

Pero ¿lo había hecho así? Recordaba el altivo desprecio con que sus peticiones de amor habían sido recibidas. Primero se enfrió y luego se enardeció con aquel recuerdo. Su ira se enfrió cuando la propia satisfacción de una próxima venganza desterró los instintos más humanos que por un momento se le habían impuesto; el bien que había heredado de la esclava había sido, una vez más, ahogado en la mala sangre que había heredado de su real padre; porque al final siempre era así.

Una fría sonrisa suplantó al terror que había dilatado sus ojos. Encaminó sus pasos hacia la torre. Quería verla antes de partir para el viaje que había de engañar a su padre en cuanto al hecho de que la joven estaba ya en Dusar.

Sigilosamente cruzó el secreto pasadizo, subiendo por una escalera de caracol al departamento en que la princesa de Ptarth estaba aprisionada.

Cuando entró en la habitación vio a la joven apoyada en el alféizar de la ventana que daba al este, mirando a las azoteas de Dusar, hacia el distante Ptarth. El odiaba a Ptarth. Su recuerdo le llenó de rabia. ¿Por qué no acabar con ella ahora y tener adelantado ya esto?

Al ruido de sus pisadas ella se volvió rápidamente hacia el. ¡Ah, cuán bella era! Su repentina determinación se marchitó ante la gloriosa luz de su maravillosa belleza. Esperaría hasta que hubiese regresado de su corto viaje de engaño; acaso entonces hubiese algún otro medio. Alguna otra mano que diese el golpe; con aquella cara, con aquellos ojos ante él no podría hacerlo nunca. Se había jactado siempre de la crueldad de su naturaleza; pero ¡Issus! El no era aquella cruel divinidad. No, había que encontrar a otro; uno en quien él pudiera confiar.

Aún estaba mirándola mientras ella estaba allí, ante él, sosteniendo su mirada firme e impávidamente. Sentía aumentar cada vez más el fuego de su amor.

¿Por qué no suplicar una vez más? Si quisiese ceder, todo podría arreglarse aún. Aun cuando el padre de él no pudiese ser persuadido, podrían huir a Ptarth, echando sobre los hombres de Nutus la culpa de la bajeza e intriga que había conducido a cuatro grandes naciones a la guerra. ¿Y quién habría que dudase de la justicia de la acusación?

—Thuvia —dijo él—, vengo una vez más, la última, a poner mi corazón a tus pies. Ptarth, Kaol y Dusar están luchando contra Helium por tu causa. Cásate conmigo, Thuvia, y todo volverá a ser como debería ser.

La muchacha volvió la cabeza.

—¡Aguarda! —añadió él antes que ella respondiese—. Conoce la verdad antes de que pronuncies palabras que pueden sellar no sólo tu propio destino, sino también el de millares de guerreros que luchan por vuestra causa.

Rehusa voluntariamente a casarte conmigo, y Dusar será arrasado si alguna vez se conociese la verdad en Ptarth, Kaol y Helium. Estas naciones arrasarían nuestras ciudades y no dejarían piedra sobre piedra. Harían que nuestra población se diseminase por toda la faz de Barsoom, desde el helado norte al helado sur, persiguiéndola y dándole muerte hasta que la gran nación quedase reducida a un recuerdo odioso para la memoria de los hombres.

Pero mientras exterminen a los dusarianos, muchísimos millares de sus propios guerreros perecerán; y todo por la testarudez de una sola mujer que no querría casarse con el príncipe que la ama.

Rehusa, Thuvia de Ptarth. y sólo quedará una alternativa; nadie deberá, en ese caso, conocer jamás tu destino. Sólo un puñado de servidores leales, además de mi real padre y de mí mismo, saben que has sido raptada de los jardines de Thuvan Dhin, por Astok, príncipe de Dusar, o que hoy estás prisionera en mi palacio.

Rehusa, Thuvia de Ptarth. y morirás para salvar a Dusar; no hay otro camino. Nutus. el jeddak. lo ha decretado así. He dicho.

Por largo tiempo la joven dejó vagar su mirada por el rostro de Astok de Dusar. Luego habló, y aunque sus palabras fueron pocas, su tono desapasionado revelaba un frío desprecio de profundidad insondable.

—Prefiero que se cumplan todas tus amenazas —dijo— a ti.

Luego le volvió la espalda y volvió a colocarse en pie delante de la ventana que daba al este, mirando con tristeza al lejano Ptarth.

Astok giró sobre sus talones y salió del aposento, volviendo al poco tiempo con alimento y bebida.

—Aquí —dijo— tienes con qué mantenerte hasta que yo vuelva. El primero que entre en esta habitación será tu verdugo. Encomiéndate a tus antepasados. Thuvia de Ptarth, porque dentro de pocos días estarás junto a ellos.

Luego se marchó.

Media hora después, conferenciaba con un alto oficial de la marina de Dusar.

—¿Adonde ha ido Vas Kor? —preguntó—. No está en su palacio.

—Al Sur, al gran acueducto que está en los alrededores de Torquasreplicó, el otro—. Su hijo, Hal Vas, es capitán del Camino allí, y allí ha ido Vas Kor a reclutar entre los colonos de las granjas.

—Bien —dijo Astok y media hora después se elevaba sobre Dusar en su nave aérea más rápida.

CAPÍTULO XIII

Turjun, el mercenario

El rostro de Carthoris de Helium no daba muestras de las emociones que le conmovieron interiormente cuando oyó de labios de Hal Vas que Helium estaba en guerra con Dusar y que el Destino le había llevado al servicio del enemigo.

La consideración de que podía utilizar aquella oportunidad en favor de Helium, apenas bastaba para contrarrestar la pena que sentía por no estar luchando abiertamente, a la cabeza de sus propias y leales tropas.

Escapar de los dusarianos podía resultar cosa fácil; pero luego, el volver a escapar podría no serlo tanto. Si llegasen a sospechar de su lealtad (y la lealtad de un soldado de fortuna se prestaba siempre a la sospecha), podría no hallar la oportunidad de eludir su vigilancia hasta después de la terminación de la guerra, lo que podría ocurrir a los pocos días o sólo después de largos y pesados años de derramamiento de sangre.

Recordaba que la historia hablaba de guerras en las cuales las operaciones militares habían tenido lugar, sin interrupción, durante quinientos o seiscientos años, y aun ahora había naciones en Barsoom con las cuales Helium no había hecho la paz en toda la historia del hombre.

La perspectiva no era halagadora. No podía ni imaginarse que dentro de pocas horas estaría bendiciendo la suerte que le había puesto al servicio de Dusar.

—¡Ah! —exclamó Hal Vas—. Aquí está mi padre. ¡Kaor! Vas Kor. Aquí hay alguien a quien te alegrarás de encontrar: el valiente mercenario… —Vaciló.

—Turjun —intervino, Carthoris, adoptando el primer nombre que se le ocurrió.

Al hablar, sus ojos se dirigieron vivamente al corpulento guerrero que entraba en la habitación. ¿Dónde, antes de entonces, había visto aquella gigantesca figura, aquel porte taciturno y la cicatriz lívida desde la sien a la boca?

Vas Kor —repetía Carthoris mentalmente—. ¡Vas Kor! ¿Dónde había visto antes a aquel hombre?

Y luego el noble habló y, como un relámpago, todo volvió a la memoria de Carthoris; el criado que se había adelantado en el embarcadero, en Ptarth, cuando él estaba explicando a Thuvan Dhin el secreto de su nueva brújula; el solitario esclavo que había guardado su propio hangar, la noche eri que había salido para su malhadado viaje a Ptarth; el viaje que le había llevado tan misteriosamente al lejano Aaanthor.

—Vas Kor —repetía en voz alta—, benditos sean tus antepasados por este encuentro.

Y el dusariano no podía imaginarse toda el significado que contenía aquella frase trivial con que un barsomiano corresponde a una presentación.

—Y benditos sean los tuyos, Turjun —replicó Vas Kor.

Ahora vino la presentación de Kar Komak a Vas Kor, y cuando Carthoris llegó a la pequeña ceremonia, se le ocurrió la única explicación que podía encontrar para dar razón de la piel blanca y oscuro cabello del arquero; porque temía que la verdad no fuese creída y que, al no serlo, recayese la s specha sobre ambos desde el principio.

—Kar Komak —explicó— es, como podéis ver, un thern. Ha vagado lejos de sus templos meridionales, rodeados de hielos, en busca de aventuras. Le encontré en los fosos de Aaanthor; pero, aunque hace poco tiempo que le conozco, puedo responder de su valor y lealtad.

Desde la destrucción del templo de su falsa religión por John Carter, la mayor parte de los therns aceptaron con alegría el nuevo orden de cosas, de modo que ya no era raro verlos mezclarse con las multitudes de hombres rojos en cualesquiera de las grandes ciudades del mundo exterior; así. Vas Kor ni sintió ni expresó ningún gran asombro.

Durante toda la entrevista, Carthoris observaba, como si se tratara de un gato, por si acaso podía descubrir algun indicio de que Vas Kor reconociese en el fogueado soldado de fortuna al en otro tiempo espléndido príncipe de Helium; pero las noches sin sueño, los largos días de marcha y de lucha, las heridas y la sangre seca habían, evidentemente, bastado para borrar el último resto de su semejanza con su apariencia original; y además, Vas Kor sólo le había visto dos veces durante toda su vida. No era extraño que no le reconociese.

Por la noche Vas Kor anunció que a la mañana siguiente partirían hacia el norte, en dirección a Dusar, realizando la leva en varios puntos de su camino.

En un gran campo, detrás de la casa, había un aparato aéreo, un crucero —transporte de buen tamaño, con capacidad para muchos hombres y, sin embargo, veloz y también bien armado. Ahí durmió Carthoris, y también Kar Komak, con los demás reclutas, bajo la vigilancia de los guerreros regulares dusarianos que tripulaban el aparato.

Hacia medianoche Vas Kor volvió a la nave, desde la casa de su hijo, dirigiéndose a su camarote. Carthoris, con uno de los dusarianos, estaba de guardia. Con dificultad reprimió el heliumita una fría sonrisa, cuando el noble pasó a medio metro de él, a medio metro de la espada larga e imponente de heliumita, que se balanceaba en su arnés.

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