La comida fue distendida, estuvo llena de risas, y en la sobremesa se reclamó la guitarra de Pedro, que hizo cantar primero a los niños, aunque al poco se unieron los adultos. Tenía un amplio repertorio en varias lenguas y todos oyeron canciones de su tierra.
Joan contemplaba la fiesta con alegría; tomó del hombro a Anna, que se acurrucó contra él, y ambos observaron a los niños; la familia había aumentado. Lleno de vitalidad, el pequeño Tomás, el esperado hijo de ambos, de casi dos años, correteaba jugando con Isabel, su prima, la primera hija de Pedro y María, solo un mes menor que él. Eulalia ejercía de feliz abuela vigilando a los pequeños y a Ramón, que tenía ya cuatro años y que jugaba con el resto de la chiquillería.
María acompañaba con palmas y voz las canciones de su esposo, y Joan le susurró al oído a Anna:
—¡Qué buena pareja hacen!
—¡Como vos y yo! —repuso ella riendo, y él la miró feliz a los ojos. Se dijo que su esposa lucía unos espléndidos veintisiete años.
Pasadas las cuatro de la tarde, el brillante cielo de verano se oscureció de repente cubriéndose de nubes gris oscuro con tonos azul marino. Parecían un mar turbulento agitándose. Un viento furioso empezó a azotar los árboles del patio a ráfagas.
—¡Todos a cubierto! —gritó Eulalia.
Recogieron las mesas precipitadamente para situarlas bajo el pórtico, pero apenas dio tiempo. La tormenta se desató con gotas enormes que pronto se convirtieron en un granizo que golpeaba furioso suelo y tejados con hielos del tamaño de habichuelas; los rayos iluminaban una oscuridad casi nocturna y los truenos retumbaban uno tras otro. Era una tempestad de una violencia inusitada, el tipo de espectáculo de la naturaleza que sobrecoge al hombre y le hace pensar en presagios funestos y castigos divinos. La mayoría se refugió dentro de la casa y Joan, que contemplaba aquel fenómeno desde el pórtico, dio gracias de encontrarse en tierra firme y no en una galera.
Después de un buen rato en el que los cielos parecieron derrumbarse sobre la tierra, escampó con la misma rapidez con la que la tormenta se había iniciado, y un sol radiante iluminó de nuevo una Roma de calles llenas de riachuelos. Fue poco después cuando los Serra sintieron verdadero temor.
—¡El papa ha muerto! —gritaban unos chiquillos por la calle—. ¡El papa está muerto!
—¡Le ha partido un rayo! —vociferaba una mujer que junto a otras celebraba la noticia—. ¡Le ha matado un rayo de Dios, precisamente en el día del patrón de la Iglesia!
—¡Castigo divino a sus maldades! —clamaba otra—. ¡El diablo ya se lleva su alma al infierno!
Joan y Anna se miraron consternados, sabían lo que aquello significaba.
—Hay que preparar la defensa —les dijo Joan a Pedro y a Paolo, que contemplaban incrédulos la algarabía de la calle, y añadió—: La fiesta ha terminado. Hay que empuñar las armas.
—Estaba junto al embajador de Nápoles a la espera de que Alejandro VI nos recibiera cuando de repente un gran estampido sacudió todo el edificio y la puerta de acceso a la sala de recepciones, la de los Pontífices, en la que se encontraba el papa, quedó entreabierta —explicaba Innico d’Avalos, que aquella noche cenaba con el matrimonio Serra—. Corrí hacia el interior seguido de los guardias y vimos una enorme nube de polvo que el viento dispersaba. La lluvia caía desde un techo que había desaparecido. Una montaña de cascotes ocupaba el lugar del papa y dos criados yacían muertos en el suelo.
El de 1500 era año santo y todos los visitantes de San Pedro del Vaticano que comprasen una indulgencia se beneficiaban del jubileo que les perdonaba sus pecados. Se calculaba que más de doscientos mil peregrinos visitarían Roma, una cifra que superaba en cinco veces a la población romana; los Borgia presentaban aquel gentío sin precedentes como una demostración de la gloria y el reconocimiento internacional alcanzados por el papado de Alejandro VI.
Los napolitanos constituían el grupo más numeroso de aquella marea de peregrinos llegados de toda Europa en busca del perdón de sus pecados. Se distinguían por su expresividad meridional y por las coplas que cantaban cuando desfilaban en procesión por las calles portando imágenes de sus santos. Las habían traído desde Nápoles y afirmaban que eran mucho más milagrosas que las romanas. El gobernador de la isla de Ischia había acudido al frente de un numeroso grupo de compatriotas, y los Serra, tan pronto como supieron de su viaje, le invitaron a cenar precisamente aquel día.
—Parece que cuando Alejandro VI ocupó su asiento en el trono dorado, que se eleva tres escalones del suelo y sobre el que pendía un enorme dosel de maderas repujadas en oro y plata cubierto de sedas, un violento golpe de aire abrió las ventanas y arrancó algunas de las colgaduras —relataba el marqués al matrimonio, que le escuchaba sobrecogido—. Fuera llovía a raudales y estaba tan oscuro que parecía de noche. Una noche iluminada por relámpagos cuyos truenos retumbaban sin cesar. El obispo de Capua y los sirvientes corrieron a cerrar las ventanas y, cuando la paz regresó a la estancia, el papa le indicó al obispo que nos hiciera pasar. Entonces otro golpe de viento las abrió de par en par, arrojando al suelo a los sirvientes que acudían a cerrarlas; de inmediato se oyó un estampido brutal y los pisos superiores se derrumbaron sobre el pontífice. Creo que no le dio ni siquiera tiempo a rezar.
»Nos lanzamos con la guardia a mover tablones, piedra y cascotes. Y bajo una gran cantidad de escombros encontramos el cuerpo del papa; parece que las sedas del dosel y las maderas amortiguaron los golpes. Estaba inconsciente, tenía el rostro ensangrentado y una herida en la cabeza, pero vivo. ¡Increíble!
—¡Un milagro! —dijo Anna.
—Bueno, pasó de ser un castigo divino cuando creíamos que estaba muerto —repuso Innico sonriendo— a un milagro cuando lo sacamos con vida, y ahora se ha quedado en una advertencia del Señor.
—El santo padre también vivió la muerte de Juan Borgia como un aviso de la Providencia —murmuró Joan.
—Que terminó olvidando —puntualizó Anna.
—No me extrañaría que fuese una advertencia, tengo malas sensaciones. —De pronto, el tono del marqués se había vuelto confidencial y misterioso.
Joan tragó saliva, él también las tenía. Anna bromeaba cuando él le decía que presentía el peligro y le recomendaba que se distanciase de sus amigas Sancha y Lucrecia. Le preguntaba si los frailes florentinos le habían transmitido su don profético. Pero la librería era un centro de encuentro político donde se intercambiaban noticias y se producían conversaciones confidenciales que lo eran menos de lo que sus protagonistas creían. Paolo, sin llegar a la habilidad de Niccolò, sabía cómo obtener información, que transmitía a Joan. Por su parte, Innico d’Avalos gozaba también de un extraordinario conocimiento de los hechos incluso antes de que estos ocurrieran no solo por su posición privilegiada en la política napolitana, sino también por su apoyo a la cultura y su extensa red de amigos, entre los que se contaban Joan y Anna.
—¿Qué os preocupa? —quiso saber Joan para comprobar si sus temores coincidían.
—Entiendo que tenéis buenas relaciones con los sobrinos de mi rey, Sancha y Alfonso de Aragón.
—Es cierto —confirmó Anna—. Lucrecia Borgia y Sancha son mis amigas y Alfonso es un habitual de la librería.
—Temo que sea asesinado —afirmó Innico—. Tuve el honor de ser uno de sus preceptores y ha pasado largas temporadas en mi isla. Es un joven de solo diecinueve años adiestrado en las armas, y los relatos de caballerías le gustan quizá en exceso. Pienso que su deseo de convertirse en un caballero modélico no le beneficia y me preocupa su futuro en la intrigante corte vaticana.
—No os inquietéis. —Anna le tranquilizó con una sonrisa—. Alfonso hace muy dichosa a Lucrecia; como nunca lo ha sido antes en su vida. Y todos cuentan lo feliz que está el papa con su nieto y lo bien que trata a Alfonso. Tanto el papa como César adoran a Lucrecia y saben cuánto ama esta al duque de Bisceglie. Nada ha de ocurrirle a Alfonso de Aragón.
—Opino lo contrario, yo creo que está en peligro —dijo Joan—. Por su actitud desafiante con César y porque se ha convertido en un estorbo para las políticas de Francia y del Vaticano.
—El papa le protege —insistió Anna.
—Puede ser, pero la situación le hace vulnerable —le explicó Innico—. La estrategia del papa era casar a sus hijos menores con los nobles napolitanos más importantes y a César con Carlota, la primogénita del rey de Nápoles, haciéndole así heredero del reino. Nápoles y el papado juntos, una vez sometidos los nobles rebeldes, abarcan la mitad de la península y tendrían la potencia militar necesaria para conquistar el resto de Italia. Pero, como sabéis, Carlota rechazó a César, y se comentaba que el rey de Nápoles dijo que no casaría a su primogénita con el hijo de un cura. Cierto o falso, esas habladurías ofenden tanto al papa como a César.
—Además, despechado, César se casó con una princesa francesa y ahora es aliado de Francia —continuó Joan—. Alfonso ya no les sirve a los Borgia, y molesta; se ha convertido en un enemigo infiltrado en el Vaticano.
—Me temo que el tiempo de la dinastía aragonesa de Nápoles termina —dijo el marqués solemne.
Aquellas palabras le provocaron a Joan un escalofrío. Eran las mismas que D’Avalos había usado para anunciar el fin de Savonarola.
—¿Por qué? —inquirió el librero.
—Porque se dice que España y Francia negocian en secreto repartirse el reino —dijo Innico bajando la voz—. Y si eso ocurre, el papa ya no protegerá a Nápoles como hizo en la anterior invasión francesa. Al contrario, César ayudará a los franceses.
—Os equivocáis al desestimar la amenaza, Anna —dijo Joan mirando a su esposa—. Alfonso de Aragón peligra. Y también su hermana Sancha. Y quizá también vos si continuáis tan cerca de ellos.
Aquel miércoles amaneció caluroso. Prometía ser uno de aquellos pegajosos días de verano en los que las miasmas flotarían por encima del Tíber y se extenderían por toda Roma. La ciudad continuaba plagada de peregrinos que superaban la capacidad de alojamiento no solo de las posadas, sino también de los conventos, hospitales e incluso de los domicilios particulares que los albergaban. El tiempo cálido permitía que durmieran por las calles, y los orines, las heces y la aglomeración de aquella masa humana producían olores fétidos y problemas de salubridad. Todos temían la llegada de la peste.
Miquel Corella se presentó en la librería antes de las horas de mayor calor.
—¿Qué tal va la guerra contra los bandidos? —le preguntó Joan.
—Terrible. Parece que todos los granujas de Europa se han dado cita en Roma para que el papa les perdone los pecados. Y antes de eso deciden ganarse el sustento del año robando, para así no tener que pecar durante una temporada. Como si no tuviéramos ya bastantes ladrones en esta ciudad.
—Los peregrinos son víctimas fáciles.
—Peregrinos y los que no lo son —repuso Miquel enfurruñado—. Ayer noche asaltaron al embajador de Francia e hirieron de gravedad a sus dos acompañantes en el territorio de los Colonna. Como puedes imaginar, eso es lo último que quiere César. Aparecen sinvergüenzas de lo más variado. Hace unos días detuvimos a un médico del hospital de Letrán que envenenaba a los enfermos para robarles sus pertenencias.
—La visión a la entrada del Vaticano de las almenas del castillo de Sant’Angelo repletas de ahorcados hace estremecer —dijo Joan—. Es un espectáculo macabro.
—Es una advertencia que sirve de poco —explicó don Michelotto—. Y créeme, todos los que cuelgan de allí son carne fresca, no tienen más que unas horas. Con este calor se pudren enseguida. Cada día capturamos al menos a veinte. Lo lamentable es que muchos de esos no eran delincuentes en su tierra, sino infelices iluminados en los que prendió la fiebre del peregrinaje y que vinieron a Roma confiando en la Providencia divina. Buena parte de los que no mueren por el camino llegan sin blanca; pasan hambre y terminan robando.
—No tendréis suficientes jueces.
—¿Jueces? —contestó el valenciano—. ¿Para qué quiero jueces?
Joan se quedó mirando a su amigo, sorprendido.
—Hay demasiados delincuentes, los jueces son para los ricos y estos son pobres. Los mando ahorcar de inmediato.
—¿De inmediato? ¿Sin juicio?
—Dejo que un cura los confiese y los absuelva de sus pecados. Y que los juzgue Dios. —El librero hizo un gesto de desagrado—. Sí, ya sé. Es un trabajo feo, pero alguien tiene que hacerlo.
Anna observaba con disgusto al valenciano. Había oído alguna frase de aquella conversación que venía a reforzar la opinión que sostenía desde hacía años sobre don Michelotto. Siempre trataba de evitarle y respondía brevemente a sus saludos cuando no quedaba más remedio. Sufría aún las secuelas emocionales de la violación ocurrida tres años antes y pensaba que don Michelotto era en gran parte responsable. No lo había impedido a pesar de poder hacerlo y quizá incluso lo había alentado para convertir a Joan en su instrumento, un sicario que asesinase a Juan Borgia para que su hermano César tomara el poder. Anna no podía entender cómo su marido continuaba considerándole un amigo a pesar de aquello y de cómo le había utilizado para acabar con Savonarola. Amaba a Joan y reconocía sus cualidades, pero en algunos aspectos, como aquel, se comportaba con una inocencia infantil que rozaba la estupidez.
Era casi medianoche cuando Alfonso de Aragón salía del Vaticano después de haber cenado con el papa para dirigirse a su palacio en Santa Maria in Portico, donde le esperaba Lucrecia. Una brumilla cubría la ciudad, pero no impedía que el cielo de Roma se mostrara cubierto de estrellas.
—Menos mal que ha refrescado —comentó Alfonso al gentilhombre napolitano que le acompañaba junto a un sirviente.
—Aun así, el ambiente sigue cargado —repuso el caballero.
Los peregrinos y mendigos dormían en cualquier lugar, tanto en la plaza de San Pedro como en los peldaños de la escalinata, y los tres jóvenes avanzaban con cuidado para no pisar a ninguno, pues tenían que pasarles por encima.
—Están por todas partes —dijo Alfonso—. Me admira la confianza que estas pobres gentes tienen en la Divina Providencia. No todos los que salieron de sus casas habrán llegado a Roma, y de los que llegaron pocos regresarán.
—Sin embargo, los que lo consigan dejarán aquí sus pecados —repuso el gentilhombre con ironía.