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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (20 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Se había separado de los representantes de Fatepur Sikri, puesto que consideraba que la familia de Akbar era un inoportuno recordatorio de su maestro perdido. Con ellos siempre era Akbar esto y Akbar aquello, su esposa Salima (una segunda esposa, no la emperatriz) quejosa pero en cierta manera satisfecha de sí misma, y su tía incitándola sin cesar; decididamente, no. De todas maneras, las mujeres hacían su propia peregrinación, pero los hombres del séquito mogol eran casi tan malos como ellas. Y Wazir, el mir de la peregrinación, era un aliado de Abul Fazl; por lo tanto sospechaba de Bistami y era despreciativo con él hasta el punto de desdeñarlo. En la escuela mogol no habría sitio para Bistami, asumiendo que realmente llegaran a establecer una, más que simplemente para arañar algunas limosnas y fondos de la ciudad ofrecidos por una embajada, que era lo que seguramente sucedería. De cualquier manera, Bistami no sería bienvenido entre ellos; eso estaba claro.

Pero aquél era uno de esos benditos momentos en los que el futuro no era un asunto preocupante, cuando tanto el pasado como el futuro estaban ausentes en el mundo. Eso fue lo que más impresionó a Bistami, incluso entonces, incluso en el acto de flotar a lo largo de la línea de la creencia, uno más entre un millón de peregrinos vestidos con batas blancas, peregrinos de todas partes de Dar al-Islam, desde el Magreb hasta Mindanao, desde Siberia hasta las islas Seychelles: cómo estaban todos allí juntos en ese único momento, la ciudad y el cielo que la cubría brillando con su presencia, no transparentemente como en la tumba de Chishti, sino lleno de color, lleno de todos los colores del mundo. Todas las personas del mundo eran una.

Esta santidad era irradiada hacia afuera desde la Kaaba. Bistami avanzaba con la fila de peregrinos hacia la más sagrada de las mezquitas, y pasaba junto a la suave e inmensa piedra negra, más negra que el ébano y el azabache, negra como una noche sin estrellas, como un agujero con forma de roca en la realidad. Sentía que su cuerpo y su alma latían al mismo ritmo que la fila, al mismo ritmo que el mundo. Tocar la piedra negra era como tocar carne. Parecía girar a su alrededor. Apareció en su cabeza la imagen del sueño de los ojos negros de Akbar, y la apartó de sí, consciente de que era una distracción originada en su propia mente, consciente de la prohibición de Alá con respecto a las imágenes. La piedra lo era todo y era simplemente una piedra, realidad negra en sí misma, hecha sólida por Dios. Mantuvo su sitio en la fila y sintió cómo se elevaban los espíritus de las personas que le precedían al salir del cuadrado, como si estuvieran subiendo por una escalera hacia el cielo.

Dispersarse, regresar al campamento; los primeros sorbos de sopa y café al atardecer; todo sucedía en un silencioso y fresco anochecer bajo la estrella vespertina. Todos en la absoluta paz. Limpios por dentro. Mirando todos los rostros a su alrededor, Bistami pensó: ¿Oh, por qué no vivimos así continuamente? ¿Qué es lo que tiene tanta importancia que nos aleja de este momento? Los rostros encendidos por la luz del fuego, la noche estrellada que lo cubre todo, murmullos de canciones o de suaves risas, paz, paz: nadie parecía querer quedarse dormido, terminar este momento y despertar al día siguiente, una vez más en el mundo de la razón.

La familia de Akbar y su peregrinación se fueron en caravana de regreso a Jidda. Bistami fue hasta las afueras de la ciudad para despedirlos; la esposa y la tía de Akbar le dijeron adiós, saludándolo con la mano desde lo alto de sus camellos. El resto ya estaba encaminado en el largo viaje hacia Fatepur Sikri.

Después de eso, Bistami se encontró solo en La Meca, una ciudad de desconocidos. Muchos se estaban yendo ahora, caravana tras caravana. Era una imagen lúgubre y extraña: cientos de caravanas, miles de personas, felices pero desanimadas, sus túnicas blancas ya guardadas o llenas de polvo, bordeadas en los pies por tierra marrón. Tantos se iban que parecía que la ciudad estaba siendo abandonada para escapar de algún desastre venidero, como tal vez había ocurrido ya una o dos veces, en épocas de guerra o de hambruna o de peste.

Pero una o dos semanas más tarde salió a la luz La Meca normal y corriente, un pequeño y soso pueblo polvoriento con unos escasos mil habitantes. Muchos de ellos eran clérigos o eruditos o sufíes o qadis o ulemas, o refugiados heterodoxos de una u otra clase, que buscaban el refugio de la ciudad santa. La gran mayoría, sin embargo, eran comerciantes y negociantes. Acabada la peregrinación parecían agotados, casi aturdidos y tenían cierta tendencia a desaparecer dentro de sus casas de blancas paredes, dejando que los desconocidos que quedaban en la ciudad se valieran por sí mismos durante uno o dos meses. Para los ulemas y los eruditos restantes, era como si estuviesen acampando a la intemperie en el corazón vacío del islam, llenándolo con sus propias devociones, cocinando sobre fuegos encendidos en las afueras de la ciudad al anochecer, cambiando algo por comida con los nómadas que pasaban por allí. Muchos cantaban canciones durante casi toda la noche.

El grupo de gente que hablaba persa era bastante grande, y se reunía todas las noches alrededor de varias fogatas de su khitta en el extremo oriental de la ciudad, allí donde los canales bajaban de las colinas. Por lo tanto, fueron los primeros en sufrir la riada que invadió la ciudad después de algunas tormentas del norte, a las que oyeron pero nunca vieron. Un muro de agua negra y cenagosa bajó violentamente por los canales y se extendió a través de los árboles, arrastrando los troncos de palmeras y las rocas que se convirtieron en arietes al llegar a la parte alta de la ciudad. Después de aquello todo estaba inundado, hasta que la propia Kaaba fue cubierta por el agua hasta el anillo de plata que la mantenía un su sitio.

Bistami se lanzó con inmenso placer a colaborar en el esfuerzo de hacer correr el agua y luego al de limpiar la ciudad. Después de la experiencia de la luz en la tumba de Chishti, y de la suprema vivencia de la peregrinación, sentía que no le quedaba mucho por hacer en el reino místico. Vivía en las consecuencias de aquellos acontecimientos y se sentía totalmente cambiado; pero ahora quería leer poesía persa durante una hora en el breve frescor de las mañanas, luego trabajar afuera bajo el bajo y cálido sol invernal por las tardes. Con la ciudad destrozada y cubierto de lodo hasta la cintura, había mucho trabajo que hacer. Rezar, leer, trabajar, comer, rezar, dormir; ése era el contenido de un buen día. Los días pasaban uno tras otro en aquel agradable recorrido.

Luego, a medida que fue transcurriendo el invierno, comenzó a estudiar en una madraza sufí establecida por los eruditos del Magreb, aquel extremo occidental del mundo que se estaba haciendo más poderoso, extendiéndose tanto hacia el norte en al-Andalus y en Firanja como hacia el sur en el Sahel. Bistami y el resto de la gente que allí se encontraba leían y discutían no sólo a Rumi y a Shams, sino también a los filósofos Ibn Sina e Ibn Rushd, al antiguo griego Aristóteles y al historiador Ibn Khaldun. Los magrebíes de la madraza no estaban tan interesados en discutir puntos de doctrina como lo estaban en intercambiar nueva información acerca del mundo; estaban llenos de historias sobre la reocupación del al-Andalus y de Firanja, y de cuentos de la desaparecida civilización franca. Eran amistosos con Bistami; no tenían ningún tipo de opinión sobre él; pensaban en él como en un persa, y entonces era mucho más agradable estar entre ellos que con los mogoles en la embajada Timurid, donde en el mejor de los casos se dirigían a él con inquietud. Bistami pensaba que si el hecho de haber sido puesto en La Meca era un castigo en forma de exilio de parte de Akbar y Sind, entonces los otros mogoles que habían sido encomendados allí tenían que preguntarse si también ellos habían sido castigados, en lugar de honrados por su devoción religiosa. El hecho de ver a Bistami les recordaba esta posibilidad, entonces le rehuían como a un leproso. Por lo tanto, comenzó a pasar cada vez más y más tiempo en la madraza magrebi y en la khitta de los persas, ahora situada un poco más alto en las colinas sobre los canales al este de la ciudad.

En La Meca, el año siempre se orientaba temporalmente con respecto a la peregrinación, de la misma manera que el islam se orientaba espacialmente con respecto a La Meca. A medida que iban pasando los meses, todos comenzaban sus preparativos, y a medida que se iba acercando el ramadán, no importaba nada en el mundo más que la peregrinación venidera. Gran parte del esfuerzo consistía simplemente en alimentar a las masas que invadirían la ciudad. Todo un sistema se había desarrollado para realizar aquella milagrosa hazaña, asombrosa por su tamaño y eficiencia, aquí en este rincón perdido de una península desértica y casi sin vida. Aunque por supuesto Adén y Yemen, al sur de donde ellos se encontraban, eran ricas. Sin duda, pensaba Bistami mientras caminaba por los campos de pastoreo que se iban llenando de ovejas y de cabras, reflexionando sobre sus lecturas de Ibn Khaldun, el sistema había crecido al mismo tiempo que crecía el volumen de la peregrinación. Lo cual debía haber sucedido en relativamente poco tiempo: el islam había explotado de Arabia en el primer siglo después de la hégira, estaba comenzando a entender. Al-Andalus había sido islamizada en el año 100, los extensos confines de las islas Molucas en el año 200; toda la gama del mundo conocido había sido convertida, sólo dos siglos después de que el Profeta recibiera la Palabra y la difundiera entre la gente de esta pequeña tierra en el centro. Desde entonces, cada vez más y más gente había estado llegando cada año.

Un día, él y otros jóvenes eruditos fueron a Medina, todo el camino andando y recitando oraciones sin parar, para ver una vez más la primera mezquita de Mahoma. Pasaron junto a interminables majadas de ovejas y de cabras, pasaron junto a vaquerías donde se hacía queso, vieron graneros, palmerales para la producción de dátiles; y así llegaron a las afueras de Medina, un pequeño Poblado, poco animado, arenoso y derruido cuando la peregrinación no estaba allí para darle un poco de vida. La pequeña mezquita pintada de blanco se escondía en la sombra de un grupo de viejas palmeras, reluciente como una perla. Aquí había predicado el Profeta durante su exilio y había escrito muchos de los versos del Corán después de escuchar la palabra de Alá.

Bistami se paseó por el jardín de aquel lugar sagrado, intentando imaginar cómo habrían sido los hechos. El haber leído a Khaldun le ayudaba a entender: todo aquello había sucedido. Al principio, el Profeta había estado en esta arboleda, hablando en voz alta. Luego se había apoyado en una palmera mientras hablaba, y algunos de sus seguidores habían sugerido traer una silla. Él había aceptado siempre que la silla fuera tan baja que no sugiriera que él estaba reclamando algún privilegio. El Profeta, como hombre perfecto que había sido, era modesto. Había accedido a la construcción de una mezquita en donde él enseñaba, pero durante muchos años estuvo sin techo; Mahoma había declarado que los fieles tenían asuntos más importantes de los que debían ocuparse antes. Y luego habían regresado a La Meca, y el Profeta había estado él mismo al mando de veintiséis campañas militares: la jihad. Después de aquello, sus palabras se habían propagado con notable rapidez. Khaldun atribuía esta rapidez a una predisposición de la gente para pasar a una nueva etapa de la civilización y a la evidente verdad de las palabras del Corán.

Bistami, preocupado por algo que no podía identificar, pensaba en aquella explicación. En la India, las civilizaciones iban y venían sin cesar. El propio islam había conquistado la India. Pero bajo el poder de los mongoles, las antiguas creencias de los hindúes perduraron, y el propio islam cambió al estar en constante contacto con ellas. Bistami había visto esto con más claridad al estudiar la religión pura en la madraza. Aunque el propio sufismo tal vez era algo más que un simple retorno a la fuente pura. Un avance, o (¿podría decirse?) una aclaración, incluso una mejora. Un esfuerzo por evitar a los ulemas. De cualquier manera, un cambio. No parecía que pudiera evitarse. Todo cambió. Tal como decían los sufies Junnaiyd en la madraza, la palabra de Dios llegó al hombre como la lluvia a la tierra, y el resultado fue barro, no agua limpia. Después de la gran inundación del invierno, esta imagen se convirtió en una particularmente vívida y preocupante. El islamismo, propagándose por todo el mundo como un torrente de lodo, una mezcla de Dios y hombre; no se parecía mucho a lo que a él le había acontecido en la tumba de Chishti o en el momento de la peregrinación, cuando parecía que la Kaaba daba vueltas a su alrededor. Pero incluso sus propios recuerdos de aquellos acontecimientos estaban cambiando. Todo cambiaba en este mundo.

Incluso Medina y La Meca, cuya población crecía a pasos agigantados a medida que se iba acercando la peregrinación; los pastores invadían la ciudad con sus rebaños, los comerciantes con sus mercancías: ropas, equipos de viaje para sustituir enseres perdidos o rotos, escritos religiosos, recuerdos de la peregrinación y cosas por el estilo. Durante el último mes de los preparativos comenzaban a llegar los primeros peregrinos: largas hileras de camellos que traían viajeros llenos de polvo pero felices, sus rostros encendidos por el sentimiento que el mismo Bistami recordaba haber tenido el año anterior, después de un tiempo que pareció haber pasado tan rápido; sin embargo aquella peregrinación parecía que estuviera al otro lado de un profundo abismo en su mente. No podía recordar en él aquel sentimiento que veía en los rostros de los que iban llegando. Esta vez no era un peregrino, sino un residente, y le sorprendió que en él también había una parte del resentimiento de los residentes, ya que su pacífica aldea, en realidad una gran madraza, estaba creciendo hasta convertirse en una ridícula aglomeración, como si de golpe una inmensa familia de entusiastas parientes se hubiera presentado en casa. No era una manera muy feliz de pensar en ello, y Bistami se puso con aire de culpabilidad a rezar una ronda completa de oraciones, a ayunar y a ayudar a los peregrinos, especialmente a aquellos que estaban exhaustos o enfermos: los llevaba a las khittas, las finas y los caravasares y fondas, arrojándose a sí mismo en una rutina que le hiciese sentir que estaba más en el espíritu de la peregrinación. Pero la exposición cotidiana de los extáticos rostros de los peregrinos le recordaba lo lejos que él estaba de la celebración anual. El rostro de los peregrinos estaba iluminado por Dios. Bistami vio con claridad meridiana en qué medida aquellos rostros reflejaban el alma; parecían ventanas de un mundo más profundo.

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