—Ya había empezado a darme cuenta.
—Pues métetelo en la cabeza y no lo olvides. Si un buen corredor saliera por la mañana de Cádiz llegaría ese mismo día a Sevilla, y tal vez a Córdoba al siguiente. Pero podría estar corriendo sin parar dos semanas por estas malditas praderas y tener la impresión de que no se ha movido del mismo lugar. Si Cristóbal Colón conociera estos territorios jamás se le pasaría por la cabeza esa ridícula idea de que la Tierra es redonda y que se puede llegar al este por el oeste.
El canario no pudo menos que detenerse y observar desconcertado a su interlocutor, que se volvió a su vez para dirigirle una interrogativa mirada.
—¿Te ocurre algo? —quiso saber.
—Me sorprende que consideres ridícula la teoría de que la Tierra es redonda —fue la respuesta—. Antes también yo lo dudaba, pero ahora estaba convencido de que ya la mayoría de la gente aceptaba que es así.
—¿Aceptar? —se escandalizó Silvestre Andújar dejando escapar una corta carcajada a la par que indicaba con un amplio ademán cuanto lo rodeaba—. ¡No me hagas reír! ¡Aquí quisiera ver yo a ese estúpido almirante de la Mar Océana y los cojones verdes! ¡Mira hasta donde alcanza la vista en todas direcciones: llano, llano, llano…! Miles de millas de praderas más planas que una mesa, y que se prolongan hasta el confín del mundo. Según las teorías de ese cretino, yo tendría que haberme topado con un montón de chinos hace años, pero lo único amarillo que he visto es la hierba en verano.
—En eso puede que tengas razón —admitió el canario—. Hace diecisiete años que salí de la Gomera y aún no he visto un solo chino. ¡Y mira que he viajado…!
—Porque los chinos están al otro lado del mundo, al este —sentenció el de Cádiz—. Las cosas están muy claras: la Tierra es plana y empieza donde nace el sol y donde toda la gente es amarilla; luego continúa por Europa, donde somos blancos, y por África, donde son negros, para terminar aquí, donde son rojizos. Y te aseguro que ninguno de estos dichosos indios con que he hablado, y son muchos, tiene la menor idea de que puedan existir hombres amarillos al final de estas planicies, que, según ellos, no acaban nunca.
—¿Nunca?
—Nunca.
—¡Dios bendito! —se lamentó el canario—. ¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Seguir caminando hasta que nos hagamos viejos o hasta que esos malditos pieles rojas nos capturen y nos conviertan en esclavos?
—¡Pieles rojas! —exclamó de inmediato el gaditano—. ¡Oye, suena bien eso, y los describe perfectamente! ¡Un piel roja! ¿De dónde lo has sacado?
—Se me acaba de ocurrir… —fue la sincera respuesta—. Tú has dicho que son rojizos, y un tipo rojizo es el que tiene la piel roja. ¿O no?
—Visto así… —admitió el otro—. Y a mi modo de ver resulta una denominación mucho más apropiada que «indio», porque, para mí, indios son los que han nacido en la India, que, como ya hemos visto, queda para el otro lado del planeta. De ahora en adelante a éstos los llamaremos pieles rojas.
Esa tarde, mientras pescaban a la orilla de un idílico arroyo por, el que serpenteaban mansamente unas aguas que tenían que recorrer miles de kilómetros hasta alcanzar el mar, si es que algún día conseguían alcanzarlo, el canario Cienfuegos y el andaluz Andújar parecían haber llegado a la indiscutible convicción de que la Tierra volvía a ser plana, y que comenzaba en el país de los pieles amarillas, allá en el este, para concluir en el país de los pieles rojas, acá en el oeste.
Según los elementos de que se disponía en aquellos tiempos, nadie podría defender a ciencia cierta una teoría diferente, visto que resultaba evidente que incluso el Almirante había errado en sus cálculos de forma harto escandalosa. Si bien la Tierra era, en efecto, redonda, Colón la consideraba muchísimo menor de lo que era en realidad y siempre había asegurado que China se encontraba a la altura de la actual Centroamérica, sin tener en cuenta que el océano Pacífico, que separa América de Asia, ocupa exactamente la tercera parte de la circunferencia de la Tierra a todo lo largo del Ecuador.
Ni al cabrero ni al gaditano se les podía pasar por la mente el hecho de que desde donde se hallaban en aquellos momentos —aproximadamente lo que hoy día viene a ser el estado norteamericano de Kansas— hasta el punto en que podrían encontrar al primer individuo genuinamente chino, se extendía un poco menos de la mitad de la superficie del globo.
Se habían convertido, sin saberlo y mucho menos desearlo, en los seres humanos más alejados de su lugar de nacimiento que habían existido desde la creación del mundo, exceptuando quizás al mítico explorador Marco Polo.
Y, desde luego, los más desorientados.
—De lo único de lo que estoy seguro —señaló Silvestre Andújar mientras se disponían a asar los peces que acababan de capturar— es de que estos jodidos pieles rojas de las praderas se dividen en tres grandes familias: los dakotas, los lakotas y los nakotas, cuya lengua es bastante similar, y que en conjunto forman lo que ellos llaman el pueblo sioux, que viene a ser algo así como «los amigos», aunque otros los denominan los
nataweisewak
, que quiere decir «los hombres serpiente». Por lo que he podido averiguar, tienen parientes que viven a dos meses de camino en casi todas las direcciones, lo cual te podrá dar una idea de cómo puede ser de grande este maldito territorio. Es como si yo tuviera primos en Rusia o en Egipto.
—No tengo idea de dónde queda Rusia, ni mucho menos Egipto… —reconoció con absoluta sinceridad el gomero—. Pero supongo que deben de estar en el quinto carajo.
—Más o menos… —fue la respuesta—. Por eso nunca dejo de preguntarme qué tamaño tiene el lugar al que hemos ido a parar. Cada once meses me cambiaban de dueños porque sus leyes ordenan que un esclavo que viva en el mismo pueblo durante las cuatro estaciones del año se convierte automáticamente en parte de ese pueblo, y para impedir que los esclavos obtengan ese derecho los muy cabrones se los intercambian cuando está a punto de cumplirse el plazo.
—¡Hijos de puta!
—Hecha la ley, hecha la trampa. He vivido con tres de los siete grandes grupos o bandas en que se dividen los dakotas: «los que disparan entre las hojas», «los del pez que vino de la tierra», y estos últimos, los
tetonwan
, o sea, «los que viven en las llanuras», y de todos ellos he aprendido que las praderas son infinitas.
—Nada es infinito… —sentenció Cienfuegos, seguro de lo que decía—. De hecho, las praderas empiezan en el mar por el que llegamos, y estoy convencido de que terminarán en alguna parte.
—Ellos no tienen ni la menor idea de dónde se encuentra ese final.
—Pero resulta evidente que no lo saben porque son gentes muy primitivas que aún cazan con flechas de piedra, lo cual significa que tampoco conocen el uso de los metales y apenas practican la agricultura en un lugar en el que sobra el agua y la tierra. Incluso mi abuelo, que era un guanche salvaje, estaba más civilizado que estos brutos.
—¿Y para qué demonios van a practicar la agricultura si entre los ciervos, las aves y los perrillos de las praderas no hay manera de que nada llegue a la época de madurar? —fue la lógica pregunta—. Aparte de que casi nunca se detienen en el mismo sitio el tiempo suficiente para recoger una cosecha, porque andan siempre en pos de las manadas de bisontes. Les encanta el maíz, pero se lo traen de muy lejos y les resulta más práctico cambiarlo por pieles o carne seca que plantarlo ellos mismos.
—¡Bueno…! —admitió Cienfuegos—. Está claro que estos jodidos pieles rojas están aún muy atrasados, pero al menos no son caníbales. —Observó con atención a su acompañante al añadir—: Porque no lo son, ¿verdad?
—¡En absoluto! Sin embargo, a los tres o cuatro años de que se les haya muerto un pariente regresan al cementerio donde han dejado el cadáver sobre unas parihuelas, siempre en alto para que no lo alcancen los coyotes, lo incineran y se beben las cenizas disueltas en agua porque consideran que de ese modo recuperan las virtudes que tuvo en vida.
—¿Y si no tenía virtudes?
El otro se detuvo en su tarea de devorar una sabrosa trucha y lo miró perplejo.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió amoscado.
—Que conozco pocos difuntos cuyas virtudes me gustaría heredar —dijo el canario—. A ese respecto creo que tan sólo me apetecería beberme las cenizas de Alonso de Ojeda, al que espero que Dios conserve la vida por mucho tiempo.
—¡No me hables de Ojeda! —se lamentó el otro—. Estuve a punto de enrolarme con él cuando lo nombraron gobernador de Coquibacoa, pero a última hora el puñetero Dorantes me convenció para que emprendiéramos esta estúpida aventura de encontrar la Fuente de la Eterna Juventud.
—¿Asdrúbal Dorantes?
—El mismo. ¿Lo conocías?
—No, pero me tropecé con su tumba.
—Le picó una cascabel y no hubo manera de salvarlo. Era un buen muchacho y nos conocíamos desde niños, pero nunca le perdonaré que me metiera en este lío.
—Cualquier cosa es mejor que estar muerto —sentenció el gomero—. Y nadie se mete en esta clase de líos a no ser que se encuentre predispuesto a ello.
—Yo tenía razones más que suficientes para estar predispuesto —fue la tranquila respuesta.
—¿Por qué?
—Porque mi padre era un buen hombre que comerciaba con todo cuanto se puede comerciar en un puerto como el de Cádiz, pero tenía seis hijos con su esposa legítima y ocho bastardos con dos mujeres de servicio. Excuso decirte que yo era uno de los bastardos, el más pequeño, por lo que siempre era el que acababa recogiendo todas las bofetadas que se perdían por nuestro inmenso caserón del puerto, que solían ser muchas… —Silvestre Andújar escupió los tallos que masticaba para añadir luego—: Lo mejor que hizo mi padre por mí, aparte de engendrarme, cosa de la que no estoy demasiado seguro de si ha sido bueno o malo, fue obligarme a asistir a las clases que impartía un cura que venía tres veces por semana a desasnar a los catorce «frutos de la pasión», como le gustaba llamarnos, por lo que algo aprendí, aparte de a leer y escribir.
—Yo no aprendí a leer hasta que era un hombre… —confesó Cienfuegos—. Y eso gracias a Juan de la Cosa, el cartógrafo, que también me enseñó a contar, porque hasta ese día ni siquiera era capaz de calcular con exactitud cuántas cabras cuidaba.
—¿Y cómo sabías si se te había perdido alguna?
—Las conocía a todas por su nombre. Y además al amo nunca le preocupó cuántas tenía allá arriba, en el monte, y por eso tampoco me preocupaba demasiado.
—No me parece una buena manera de administrar una hacienda… —comentó el gaditano—. Sin embargo, mi padre era un astuto negociante y un magnífico administrador, por lo que dejó una cuantiosa herencia que se repartieron entre los hijos legítimos, que a la semana de enterrarlo nos pusieron a los bastardos de patitas en la calle.
—¿Aun a sabiendas de que erais hermanos? —se asombró el gomero.
—Razón de más. Echaron de casa a sus hermanos y a las madres de sus hermanos porque siempre se ha dicho que la venganza es un plato que debe comerse frío y la señora de la casa, doña Filomena, debió de pegarse un buen hartón tras más de un cuarto de siglo de celos y rencores… —El andaluz abrió los brazos en un expresivo gesto que parecía querer abarcarlo todo, para concluir—: Por eso te he dicho que estaba predispuesto a meterme en líos. A los seis meses, Asdrúbal Dorantes me convenció para que nos embarcásemos en busca de fortuna y nuevos horizontes, y no puedo quejarme: no encontré fortuna, pero sí infinidad de nuevos horizontes.
—Para dar y tomar, sin duda alguna. Aunque siempre el mismo.
—Y lo peor del caso es que cuando emprendes la gran aventura no te detienes a pensar que detrás de esos nuevos horizontes tal vez no existan más que otros nuevos horizontes, porque, al igual que suele ocurrir con las esperanzas, acaban por convertirse en puro espejismo.
El canario Cienfuegos clavó la vista en la línea recta, como trazada con una regla, que diferenciaba el amarillo verdoso de la hierba del azul del cielo, y que se extendía hacia los cuatro puntos cardinales, y acabó por lanzar un resoplido que podía significar cualquier cosa menos satisfacción, para comentar como si hablara consigo mismo:
—Uno de mis maestros, el converso Luis de Torres, que al parecer había acabado por abrazar el cristianismo por miedo a que lo encerraran, me confesó en cierta ocasión que la peor cárcel es la que no tiene barrotes, ya que nunca puedes escapar de ella. En aquel tiempo lo achaqué a que para un converso la peor cárcel sería siempre su conciencia, pero ahora empiezo a creer que había estado aquí, y que por lo tanto sabía que nadie escapará jamás de las grandes praderas.
Probablemente incluso el propio gomero creía estar exagerando, pero lo cierto era que, en efecto, desde el punto en que se encontraban, la implacable cárcel sin barrotes se prolongaba en un radio de más de mil kilómetros en línea recta en cualquier dirección que se eligiese.
Se movía con extraordinario sigilo, como una serpiente o un puma al acecho, sin respirar apenas, y calculando cada uno de sus gestos con el fin de que no se agitara una hoja a su paso ni se tronchara una raíz bajo sus pies.
El bosque era espeso, la noche oscura, y el rápido fluir de la corriente que se deslizaba a escasos metros de los primeros árboles acallaba cualquier rumor, contribuyendo a que le resultara aún más sencilla la tarea de aproximarse a la confiada presa que dormía sobre un lecho de ramas.
Aun así, el intruso empleó largos minutos en dar los cuatro últimos pasos que le separaban de su víctima, y tan sólo cuando estuvo absolutamente seguro de que no podía fallar alzó el arma con el fin de descargarla con toda la fuerza de que era capaz.
Pero el hacha de piedra no alcanzó su destino; una mano de hierro la detuvo en el aire para quebrar el brazo que la empuñaba con la misma sencillez que si se hubiera tratado de una caña seca.
Un aullido de dolor se deslizó sobre los matorrales para cortarse casi de raíz en el momento mismo en que Cienfuegos le propinó al desconocido y sigiloso merodeador un golpe seco que le derribó como abatido por un rayo.
Siguió un largo silencio.
Al fin llegó, apenas poco más que un susurro, la inquieta voz de Silvestre Andújar:
—¿Cienfuegos…?
—¿Sí…?
—¿Qué ha sido eso?
—Me ha atacado un salvaje.
—¿Qué clase de salvaje?
—Ni puta idea, pero debe de ser casi un niño porque no ha resistido ni un solo cocotazo.