Tiranosaurio (4 page)

Read Tiranosaurio Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
2.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—A ver, te cuento: seguí a Weathers por el altiplano, pero me despistó, y me pasé dos semanas esperando que saliera. Al verlo le tendí una emboscada y lo maté.

Cayó un silencio eléctrico.

—¿Que lo mataste?

—Sí. ¿Qué querías, que fuera a la poli y le contara a todo el mundo que le habías robado lo que era suyo? Había que matarlo. Hazme caso.

Un largo silencio.

—¿Y el cuaderno?

—Bueno, es que no encontré ningún cuaderno, solo el mapa… y esto.

Maddox sacó de su mochila la caja metálica con interruptores y pantalla LED y la dejó sobre la mesa. Corvus ni siquiera la miró. —¿No encontraste el cuaderno? Maddox tragó saliva. —No, ni rastro.

—Tenía,
que llevarlo encima.

—No lo llevaba. Le disparé desde el borde de un cañón, y tuve que caminar cinco kilómetros para bajar al fondo. Cuando llegué, vi que se me había adelantado alguien, algún buscador con ganas de llevarse el gato al agua. Iba a caballo. Lo dejó todo lleno de huellas. Yo registré al muerto y al burro; lo miré todo del derecho y del revés, pero no había ningún cuaderno. Total, que cogí todo lo de valor, limpié la zona y enterré el cadáver.

Corvus apartó la vista.

—Después de enterrar a Weathers intenté seguir las huellas del tío del caballo, pero no pude. Por suerte salió su nombre en el periódico del día siguiente. Vive en un rancho al norte de Abiquiú. Parece que es veterinario, y que se llama Broadbent.

Maddox hizo una pausa.

—O sea, que el cuaderno se lo llevó Broadbent —dijo Corvus inexpresivamente.

—Yo diría que sí. Por eso lo he investigado. Está casado y dedica mucho tiempo a ir a caballo por el campo. Todo el mundo lo conoce. Dicen que es rico, pero por la pinta no lo parece.

Corvus clavó su mirada en Maddox.

—Tranquilo, te conseguiré el cuaderno. Pero ¿qué me dices del mapa? Digo yo que… —El mapa es falso. Otro silencio agónico.

—¿Y la caja metálica? —dijo Maddox, señalando el objeto que había cogido del burro de Weathers—. A mí me parece que dentro hay un ordenador. Igual en el disco duro…

—Es la unidad central del georradar casero de Weathers. No tiene disco duro. Los datos están en el cuaderno. Por eso yo lo que quería era un cuaderno, no un mapa que no sirve para nada.

Maddox sacó el trozo de roca del bolsillo y lo dejó en la mesa de cristal, apartando la vista.

—Weathers también llevaba esto en el bolsillo.

Al verlo, la cara de Corvus cambió radicalmente. Lo cogió con una de sus manos afiladas y lo levantó suavemente de la mesa. A continuación cogió una lupa de la mesa y estudió la muestra más a fondo. Pasó un minuto. Otro. Cuando Corvus levantó la cabeza, el cambio que había experimentado su cara sorprendió a Maddox. Ya no estaba tenso, ni le brillaban los ojos. Ahora tenía un rostro casi humano.

—Esto… esto está muy bien.

Se levantó para abrir un cajón del escritorio y guardar la roca en una bolsa hermética con el mismo cuidado que si fuera una joya.

—Es una muestra, ¿no? —preguntó Maddox.

Corvus se inclinó, abrió un cajón con llave y sacó un fajo de dos o tres centímetros de billetes de cien dólares, atado con gomas.

—No hace falta, doctor Corvus. Aún me queda dinero…

Los finos labios del hombre temblaron un poco.

—Para imprevistos. —Le puso los billetes en la mano—. Ya sabes qué hay que hacer.

Maddox se guardó el fajo en el bolsillo.

—Adiós, Maddox.

Maddox se volvió y caminó con rigidez hacia la puerta; Corvus la había abierto con llave y la estaba sosteniendo. Al pasar sintió una especie de hormigueo en la nuca. De pronto Corvus lo detuvo con un firme apretón en el hombro, demasiado brusco para expresar afecto. Maddox sintió su aliento en el oído:

—El cuaderno —susurró Corvus, marcando cada sílaba.

Ya no notaba el peso en el hombro. Oyó que la puerta se cerraba suavemente. Tras cruzar el despacho de la secretaria, que se había quedado vacío, se adentró en los pasillos, anchos y sonoros.

Broadbent. ¡Qué hijo de puta! Pronto se verían las caras.

6

Tom estaba sentado delante de la mesa de la cocina, esperando cómodamente a que los posos del café llegaran al fondo del cazo de agua puesta a calentar en el fogón. Fuera, la brisa de junio hacia susurrar los álamos despojándolos de su algodón, que pasaba flotando como copos de nieve. Tom miró el patio y vio a los caballos en el establo del fondo, con el morro en el saco de fleo que les había traído Sally por la mañana.

Llegó Sally, que aún iba en bata, y al pasar delante de la doble puerta corredera de cristal recibió en la espalda el primer sol de la mañana. Llevaban menos de un año casados, y aún era todo nuevo. Tom la vio coger el cazo, levantarlo del fogón, mirarlo, hacer una mueca y dejarlo otra vez en su sitio.

—Me parece mentira que te hagas así el café.

Tom la miró sonriendo.

—Esta mañana estás arrebatadora.

Ella levantó la vista y se apartó el pelo dorado de la cara.

—He decidido que hoy la clínica la lleve Shane —dijo Tom—. El único tema pendiente es un caballo con cólicos en Española.

Apoyó las botas en el taburete, esperando a que Sally se preparara café a su manera, mucho más complicada: hacer espuma con la leche, poner una cucharada de miel y rematarlo todo con un poco del chocolate negro en polvo que tenía en un salero. Era su ritual de todas las mañanas. Tom no se cansaba de mirarlo.

—Shane lo entenderá. He estado despierto casi toda la noche con lo… del Laberinto.

—¿La policía aún no tiene ninguna teoría?

—No. No hay cadáver, móvil ni desaparecidos. Solo unos cuantos cubos de arena empapada de sangre.

Sally hizo una mueca.

—Bueno, y ¿qué piensas hacer durante el día de hoy? —preguntó.

Tom se inclinó, haciendo chocar las patas delanteras de la silla con el suelo, y metió la mano en el bolsillo para sacar el cuaderno y dejarlo en la mesa.

—Buscar a Robbie y darle esto.

Sally frunció el entrecejo.

—Mira, Tom, sigo pensando que deberías habérselo dado a la policía.

—Es una promesa.

—Esconder pruebas a la policía es ser un irresponsable.

—Me hizo prometer que no se lo daría…

—Señal de que se dedicaba a algo ilegal.

—Es posible, pero el caso es que le hice una promesa a un moribundo. Además, al detective Willer no se lo habría podido dar. Es más fuerte que yo. No me dio la impresión de que fuera una lumbrera.

—La promesa la hiciste bajo coacción. No debería ser válida. —Si le hubieras visto la cara de desesperación, me entenderías. Sally suspiró.

—Bueno, y ¿cómo piensas encontrar a la hija misteriosa?

—Ele pensado empezar por Sunset Mart, a ver si el hombre se paró a llenar el depósito o a comprar comida. Luego tal vez busque su coche por las carreteras forestales de por aquí.

—Un coche con un remolque para caballos.

—Exacto.

El recuerdo del moribundo se despertó otra vez sin avisar. Se le había quedado grabado. De hecho le recordaba la muerte de su padre: un esfuerzo desesperado por retener la vida en los últimos segundos de dolor y miedo porque ya no queda ni un resquicio de esperanza. Algunas personas se aferraban a la vida hasta el último aliento.

—Quizá también pase a ver a Ben Peek. Estuvo muchos años buscando en los cañones, a lo mejor tiene alguna idea de quién era el muerto, o qué tesoro buscaba…

—Ah, muy buena idea. ¿Y en el cuaderno? ¿No sale nada?

—Solo números. No hay nombre ni dirección. Sesenta páginas de números y un par de signos de exclamación gigantes al final.

—¿Tú crees que es verdad que encontró un tesoro? —Se lo vi en los ojos.

La súplica desesperada aún resonaba en sus oídos. Le había llegado a lo más hondo, quizá porque aún tenía fresca en la memoria la muerte de su padre. Su padre, el grande, el terrible Maxwell Broadbent, también había sido una especie de buscador de tesoros: saqueador de tumbas, coleccionista y marchante de objetos arqueológicos. Aunque la relación padre-hijo hubiera sido difícil, desde su muerte Tom sentía un gran vacío en su interior, hasta el punto de que el buscador de tesoros moribundo, con su barba y sus ojos de un azul penetrante, le había recordado a su padre. Era una asociación absurda, pero por alguna razón sentía que tenía que cumplir la promesa que le había hecho.

—¿Tom?

Parpadeó.

—Ya vuelves a poner cara de estar muy lejos. —Perdona.

Sally se acabó el café y se levantó para lavar la taza en el fregadero.

—¿Te das cuenta de que hace justo un año que encontramos esta casa?

—Se me había olvidado. —¿Aún te gusta?

—Es lo que siempre había querido.

Tom y Sally habían encontrado la vida que soñaban en las agrestes tierras de Abiquiú, a los pies de Pedernal Peak: un rancho pequeño con jardín, un picadero para niños y el consultorio veterinario de Tom. Una vida rural, sin los agobios y la contaminación de la ciudad ni atascos para llegar a casa. El negocio de Tom empezaba a ir viento en popa. Últimamente lo llamaban hasta los rancheros de la vieja escuela. Casi siempre trabajaba al aire libre, la gente era simpatiquísima y a él le encantaban los caballos.

A veces era demasiado tranquilo, había que reconocerlo.

Volvió a concentrarse en el buscador de tesoros. El y su cuaderno resultaban más interesantes que irse a Española para meter a la fuerza cuatro litros de aceite mineral por el gaznate recalcitrante de un bichejo patituerto y pellejudo en Dude Ranch, el rancho de Gilderhus, un hombre legendario tanto por la fealdad de sus caballos como por su mal genio. Una de las ventajas de ser el jefe era poder delegar las peores faenas en su empleado. Como Tom lo hacía a menudo, no se sintió culpable. Bueno, un poquito quizá sí…

Volvió a fijarse en el cuaderno. Era evidente que estaba escrito en clave: filas y columnas rellenadas página por página con una caligrafía de pulcritud obsesiva. No había nada borrado, ni correcciones, ni errores ni tachones. Parecía copiado de otra fuente, número por número.

Sally se levantó y le pasó un brazo por la espalda. Al sentir el roce de su pelo en la cara, Tom respiró la mezcla del champú y de la fragancia personal de Sally, como a galletas recién salidas del horno.

—Prométeme una cosa —dijo ella. ¿Qué?

—Que tendrás cuidado. No sé qué tesoro encontró, pero alguien está dispuesto a matar para quedárselo.

7

Melodie Crookshank, técnica especialista de primer grado, hizo un descanso, abrió una CocaCola y entre sorbo y sorbo echó una mirada pensativa a su laboratorio del sótano. Cuando empezó el doctorado en química geofísica en la Universidad de Columbia había imaginado una trayectoria muy distinta: recorrer la selva tropical de Quintana Roo para hacer un mapa del cráter de Chicxulub; acampar en Bayanzag (el mítico yacimiento del desierto de Gobi) para excavar nidos de dinosaurio; dar una conferencia en perfecto francés en el Musée d'Histoire Naturelle de París ante un público entregado… Todo para acabar en un laboratorio sin ventanas, donde hacía de chica para todo analizando material para científicos sin inspiración, que no se molestaban ni en memorizar su nombre y muchos de los cuales tenían un coeficiente de inteligencia la mitad de alto que el suyo. Había entrado a trabajar en el laboratorio antes de terminar el doctorado, se dijo a sí misma que era una manera de salir del paso hasta que terminara la tesis y la aceptaran de titular, pero ya hacía cinco años que tenía el título y había enviado centenares —miles— de currículos y no había recibido ni una sola propuesta. Era un mercado brutal, sesenta nuevos doctores competían todos los años por media docena de plazas, era como si participaran en el juego de las sillas, pero aquí la última nota pillaba de pie a la gran mayoría. Si estaría mal la cosa que al ver las necrológicas del
Mineralogy Quarterly
Melodie no podía remediar una chispa de esperanza al leer que un catedrático muy querido por sus alumnos, colmado de honores y de galardones, un verdadero pionero dentro de su campo, había fallecido trágicamente antes de hora. Tal vez…

Por otro lado, era una optimista incorregible: en el fondo se sabía destinada a algo mejor y persistía en enviar currículos a centenares mientras se presentaba a todas las plazas que salieran. De momento el presente era soportable: el laboratorio era tranquilo, mandaba ella, y si quería escaparse solo tenía que cerrar los ojos y adentrarse en el futuro, maravilloso y vasto país donde podía vivir aventuras, hacer descubrimientos fascinantes, recibir toda clase de elogios y obtener la titularidad.

Abrió los ojos y vio lo de siempre, la prosaica imagen del laboratorio, las paredes de bloques de hormigón, los fluorescentes que zumbaban un poco y el sistema de aire acondicionado que nunca paraba de silbar. Estanterías llenas de libros, y armarios repletos de muestras de minerales. Hasta el instrumental de un millón de dólares, que al principio la había entusiasmado tanto, empezaba a quedarse obsoleto. Su mirada se deslizó inquieta por el microanalizador de rayos X con sonda electrónica JEOL JXA733 Superprobe, el sistema de análisis por rayos X con geometría óptica tridimensional de polarización Epsilon 5 (dotado de un tubo de rayos X con ánodo de gadolinio de seiscientos vatios y un generador de cien kilovatios), el microscopio electrónico de transmisión Watson 55, el Power Mac G5 con doble CPU de 2,5 gigahercios refrigerada con agua, los dos microscopios petrográficos de investigación, el microscopio de polarización Meiji, los dispositivos de cámara digital y el equipo completo de preparación de muestras, que incluía laminadoras de diamante, pulidoras automáticas, revestidores de carbono…

;De qué servía todo aquello, si lo único que le daban para analizar eran tonterías?

Un zumbido grave sacó a Melodie de sus divagaciones. Era el indicador de que había entrado alguien en el laboratorio. Seguro que otro ayudante de conservador que iba a pedirle que analizara una piedra gris para un artículo que no leería nadie. Se quedó con los pies en la mesa y la CocaCola en la mano, esperando que apareciera el intruso por la esquina. Poco después oyó un clic clac confiado de zapatos de cordones por el suelo de linóleo, seguido por la aparición de un hombre delgado y elegante, con un traje azul de lo más fino: el doctor Iain Corvus. Melodie se apresuró a bajar los pies de la mesa, pero no pudo evitar que la silla chocara ruidosamente con el suelo. Se apartó el pelo de la cara, que empezaba a estar roja. Los conservadores nunca bajaban al laboratorio. Preferían no menoscabar su dignidad relacionándose con el equipo técnico. Y sin embargo, en contra de todas las probabilidades, Melodie tenía delante al mismísimo Corvus, a quien sus trajes a medida de Savile Row y sus zapatos Williams and Croft hechos a mano habían convertido en todo un personaje; un personaje, todo había que decirlo, guapo, aunque de un guapo inquietante, a lo Jeremy Irons.

Other books

The Bodyguard by Lena Diaz
Hillside Stranglers by Darcy O'Brien
Yellowstone Standoff by Scott Graham
Spectacularly Broken by Sage C. Holloway