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Enzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una historia de amor, miedos y temores. Una historia del día a día de una familia que tiene que superar distintos retos a lo largo de la vida. Una historia de carreras con muchos obstáculos que sortear, en la que según se avanza más y más, cada vez está más nublado.
Enzo nos enseña a ser más respetuosos unos con otros, a luchar por todo aquello que queremos, a ser personas, en definitiva.
El arte de conducir bajo la lluvia lo tiene todo: amor, tragedia, redención, peligro y lo mejor, el narrador canino Enzo, cuya alma de perro longevo tiene mucho que enseñarnos sobre el ser humano.
Garth Stein
El arte de conducir bajo la lluvia
ePUB v1.0
Enylu10.03.12
Título original:
The Art of Racing in the Rain
Autor: Garth Stein
Traducción: Agustín Pico Estrada
Páginas: 242
Para Muggs
Si recurres a tu poder mental,
tu decisión, tu instinto
y también a tu experiencia,
puedes volar muy alto.
AYRTON SENNA
En Mongolia, cuando un perro muere es enterrado en lo alto de la montaña para que nadie pueda pisar su tumba. El dueño del perro le susurra al oído que desea que se reencarne, en su próxima vida, en un hombre. Hasta entonces, el alma del perro es libre de vagar por la tierra y sus paisajes, durante el tiempo que quiera. Sólo algunos perros se reencarnan en hombres, únicamente los que están listos para ello. Yo estoy listo.
Esto lo aprendí viendo un programa de
National Geographic
en la televisión, así que debe de ser verdad. Vivo con Danny, y he aprendido tanto de él... he aprendido los principios para ser un buen piloto de carreras. Equilibrio, anticipación, paciencia. Éstas son lecciones muy importantes, tanto para la vida como para una pista de carreras. Danny es un verdadero campeón, aunque no todos lo vean así, porque Danny tiene responsabilidades. Tiene a su hija Zoë, y tiene a su esposa Eve. Y me tiene a mí.
Lo que más me gusta es correr por la hierba con la cabeza baja, sintiendo cómo las gotas de agua del rocío me salpican la cara. Me gusta correr y sentir todos los olores, toda la vida. Cuando yo regrese a este mundo voy a volver como un hombre, y voy a caminar entre vosotros. Voy a estrechar vuestras manos. Y cuando vea a un hombre, o a una mujer, o a un niño en problemas, voy a ofrecerle mi mano, a él, a ella, a ti. Al mundo. Voy a ser un buen ciudadano, un buen amigo en el camino de la vida que todos compartimos.
Mi nombre es Enzo. Y ésta es mi historia.
Los gestos son lo único que tengo; en ocasiones, deben ser exagerados. Y si bien a veces me paso de la raya y me pongo melodramático, es porque debo hacerlo para comunicarme de forma clara y efectiva. Para que se entienda lo que quiero decir sin que quepan dudas: no tengo palabras a las que recurrir, porque, para mi gran disgusto, mi lengua tiene un diseño largo, plano y suelto, y por lo tanto es una herramienta horriblemente ineficaz para mover la comida en la boca mientras mastico, y aún menos útil para emitir inteligentes y complicados sonidos silábicos que se puedan enlazar para formar palabras y oraciones. Y por eso estoy aquí, aguardando a que Denny regrese a casa —debería llegar pronto—, tendido sobre las frescas baldosas del suelo de la cocina, sobre un charco de mi propia orina.
Soy viejo, y aunque puedo llegar a ser mucho más viejo, no es así como me quiero marchar: lleno a rebosar de medicamentos para el dolor y acribillado de inyecciones de esteroides para reducir la hinchazón de mis articulaciones. Y con la visión nublada por las cataratas. Mullidos paquetes plásticos de pañales caninos almacenados en la alacena. Estoy seguro de que Denny me compraría uno de esos carritos que he visto en las calles, los que se usan para alojar los cuartos traseros, para que los perros puedan arrastrar su propio culo cuando las cosas comienzan a fallar. Eso es humillante y degradante. No sé si es peor que disfrazar a un perro para Halloween, pero le anda cerca. Él lo haría por amor, claro. Estoy seguro de que me mantendría con vida tanto tiempo como le fuese posible, incluso si mi cuerpo se deteriora, se desintegra en torno a mí, se disuelve hasta que no me quede más que el cerebro, alimentado por cables y tubos de toda clase y suspendido en un frasco de vidrio lleno de un líquido transparente, en cuya superficie flotarían los ojos. Pero no quiero que me mantengan con vida. Porque sé lo que viene después. Lo vi en la tele. En un documental sobre Mongolia, nada menos. Fue lo mejor que he visto en televisión, después del Gran Premio de Europa de 1993, claro, la mejor carrera automovilística de todos los tiempos, en la que Ayrton Senna demostró ser un genio bajo la lluvia. Después del Gran Premio de 1993, lo mejor que vi en la tele es un documental que me lo explicó todo, me lo aclaró todo, me dijo toda la verdad: que cuando un perro termina de vivir su vida como tal, pasa a reencarnarse como humano.
Siempre me sentí casi humano. Siempre supe que en mí hay algo que me hace diferente de los demás perros. Sí, estoy metido en un cuerpo canino, pero no es más que un envoltorio. Lo importante es lo que está dentro. El alma. Y mi alma es muy humana.
Ahora estoy preparado para convertirme en hombre, aunque me doy cuenta de que perderé todo lo que fui. Toda mi memoria, todas mis experiencias. Me gustaría llevármelas a mi próxima vida. ¡He pasado por tantas cosas junto a la familia Swift! Pero no tengo mucha capacidad de decisión en el asunto. ¿Qué puedo hacer, sino forzarme a recordar? Tratar de grabar lo que sé en mi alma, es decir, en una cosa que no tiene superficie, lados, páginas, ni forma material alguna. Llevarlo tan bien metido en los bolsillos de mi existencia que, cuando abra los ojos y baje la vista a mis nuevas manos, provistas de pulgares que pueden plegarse firmemente sobre los otros dedos, ya sabré. Ya veré.
La puerta se abre y oigo su familiar saludo:
—¡Hola, Zo!
Por lo general, no puedo evitar olvidarme de mi dolor e incorporarme, menear el rabo y meterle el hocico en la ingle. En este momento en particular, resistirse requiere una voluntad de humano, pero lo hago. Aguanto. No me levanto. Estoy actuando.
—¿Enzo?
Oigo sus pasos, la preocupación latente en su voz. Me encuentra y baja la vista. Alzo la cabeza, muevo débilmente la cola, haciéndola sonar al golpearla contra el suelo. Represento mi papel.
Menea la cabeza, se pasa la mano por el cabello, deja la bolsa de plástico que contiene su cena. Huelo el pollo asado a través del plástico. Esta noche comerá pollo asado y ensalada de lechuga.
—Hola, Enzo —dice.
Se inclina hacia mí, se acuclilla, me acaricia como suele hacerlo, recorriendo el pliegue que tengo detrás de la oreja, y alzo la cabeza y le lamo el antebrazo.
—¿Qué pasó, amigo? —pregunta.
Los gestos no sirven para explicarlo.
—¿Puedes levantarte?
Lo intento y me caigo. Mi corazón late a toda prisa, da un salto, porque no, no puedo. Siento pánico. Creí estar actuando, pero realmente no puedo levantarme. Mierda. La vida imita al arte.
—Tranquilo, amigo —dice, apoyándome la mano en el pecho para calmarme—. Estoy aquí.
Me alza con facilidad, me acuna, y puedo oler su día en su cuerpo. Puedo oler todo lo que hizo. Su trabajo en el taller mecánico, donde se pasa el día de pie detrás de un mostrador, siendo amable con los clientes que le gritan porque sus BMW no funcionan bien y arreglarlos es demasiado caro y eso los enfurece tanto que le tienen que gritar a alguien. Puedo oler su almuerzo. Fue al restaurante indio que le gusta. Autoservicio. Es barato, y a veces se lleva un recipiente y roba porciones de pollo tanduri y arroz amarillo y come eso también en la cena. Huelo cerveza. Se detuvo en algún lugar. El restaurante mexicano. Huelo tortillas en su aliento. Ahora entiendo. Por lo general, soy excelente para averiguar qué ha hecho durante su ausencia, pero en este momento las emociones me han impedido prestar atención.
Me deposita con suavidad en la bañera y abre la ducha de teléfono y me dice:
—Tranquilo, Enzo.
Me acaricia y sigue hablando.
—Lamento haber llegado tarde. Tendría que haber regresado directamente a casa, pero mis compañeros de trabajo insistieron. Le dije a Craig que estaba pensando renunciar y...
Se interrumpe, y me doy cuenta de que cree que mi accidente ocurrió porque se retrasó. Oh, no. Mi intención no era ésa. Comunicarse es muy difícil, porque soy lo que soy. Hago lo que puedo. A veces hasta actúo. O mejor dicho, intento presentar mis ideas. Pero la presentación es una cosa y la expresión otra, y el hecho de que mi cuerpo no sea humano, sino canino, hace muy difíciles las cosas. No quería que se sintiera mal. Quería que viera lo obvio, que dejarme ir está bien, es lo mejor. Tiene que entenderlo por sí mismo. Ha pasado por tantas cosas, y las ha superado todas. No me necesita, ya no le sirve de nada preocuparse por mí. Para poder brillar, necesita que yo lo libere.
Es tan brillante. Reluce. Es maravilloso, con sus manos que agarran cosas y su lengua que dice cosas. Es maravillosa la forma en que se levanta y cómo mastica su comida durante tanto tiempo, convirtiéndola en una pasta antes de tragarla. Los echaré de menos a él y a la pequeña Zoë, y sé que ellos me extrañarán. Pero no puedo permitir que el sentimentalismo empañe mi gran plan. Cuando se cumpla, Denny será libre para vivir su vida y yo regresaré a la tierra bajo una nueva forma, como hombre, y lo encontraré y le estrecharé la mano y le haré saber cuánto talento tiene, y después le guiñaré un ojo y le diré: «Enzo te manda saludos», y me volveré y me alejaré deprisa y él preguntará: «¿Te conozco?, ¿nos hemos visto antes?».
Después del baño, limpia el suelo de la cocina mientras lo miro; me da mi comida, que una vez más devoro con demasiada prisa, y me deposita frente al televisor mientras prepara la cena.
—¿Vemos un vídeo? —pregunta.
«Sí, un vídeo», respondo, pero, claro, no me oye.
Pone un vídeo de una de sus carreras, enciende el televisor y miramos. Es uno de mis favoritos. Cuando los coches se ponen en sus puestos de salida, la pista está seca. Pero, en el momento mismo en que la bandera verde baja para indicar el comienzo de la carrera, cae una cortina de lluvia, un diluvio que lo cubre todo, y los coches que están a su alrededor pierden el control y hacen trompos, yendo a parar a los campos, mientras él los sobrepasa a todos como si no lloviera, como si fuera un mago que quitara el agua de su camino con un hechizo. Como en el Gran Premio de Europa de 1993, cuando Senna, en la salida misma, pasó a cuatro de los mejores pilotos, al volante de cuatro de los mejores coches: Schumacher, Wendlinger, Hill, Prost. Como si fuese un mago.
Denny es tan bueno como Ayrton Senna. Pero nadie se da cuenta porque tiene responsabilidades. Tiene a su hija, Zoë, y tenía a su esposa, Eve, que estuvo enferma hasta que murió; y me tiene a mí. Y vive en Seattle, aunque debería vivir en algún otro lugar. Y tiene un trabajo. Pero a veces, cuando se marcha, regresa con un trofeo y me lo muestra y me lo cuenta todo sobre sus carreras y sobre cómo brilló en la pista y dio una lección a todos los demás pilotos, en Sonoma, o en Texas, o en Ohio. Les enseñó en qué consiste conducir con tiempo lluvioso.