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Authors: Antonio Velasco Piña

Tags: #Historico

Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas (31 page)

BOOK: Tlacaelel. El Azteca entre los aztecas
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Venciendo su natural propensión al aislamiento, Zamacoyáhuac había buscado la forma de establecer relaciones con los integrantes del ejército vencedor. Se trataba de tropas aztecas, empeñadas en la conquista de la región mixteca. El profundo conocimiento que de aquellos territorios poseía el solitario cazador le había valido para ser aceptado como guía del ejército imperial, iniciándose en esta forma para Zamacoyáhuac un largo periodo de fructífero aprendizaje, pues al mismo tiempo que desempeñaba los más variados y modestos trabajos al servicio de las tropas tenochcas —guía, porteador, enterrador— su sagaz inteligencia le iba permitiendo compenetrarse en los secretos de la organización adoptada por los victoriosos ejércitos imperiales, así como en los eficaces métodos de combate que dichos ejércitos utilizaban durante sus incesantes guerras.

Una visita a la capital azteca —resultado de su estrecha vinculación con las tropas a las que prestaba sus servicios— no sólo proporcionó a Zamacoyáhuac una clara visión del creciente poderío del Imperio Azteca, sino que le hizo tomar conciencia del ilimitado afán expansionista que dominaba a los tenochcas y de la grave amenaza que como consecuencia de ello se cernía sobre el Reino Tarasco. A pesar de lo amargo de su niñez y del largo periodo transcurrido desde que abandonara el suelo natal, Zamacoyáhuac había mantenido siempre vivo en su interior un sentimiento de profunda devoción hacia su propio pueblo. Así pues, decidió consagrar íntegramente sus energías y los conocimientos que había logrado adquirir en materia militar a la tarea de impedir que el pueblo purépecha fuese sojuzgado por los aztecas. A la primera oportunidad abandonó su trabajo en el ejército imperial y emprendió el camino de retorno hacia la tierra de sus mayores. Ninguno de sus antiguos jefes prestó la menor atención a la desaparición del adusto y silencioso sirviente.

Una vez llegado a tierras tarascas, Zamacoyáhuac ingresó de inmediato en el ejército en donde muy pronto comenzó a destacarse por sus relevantes cualidades. Su primera misión de importancia consistió en lograr la pacificación de la frontera norte del Reino, asediada continuamente por las incursiones de tribus nómadas, para lo cual llevó a cabo la construcción de una cadena de sólidas fortificaciones que permitían un control permanente de aquellas agrestes regiones, pero no eran los mal coordinados ataques de estas tribus, sino la posibilidad de una invasión azteca, lo que suscitaba la perenne preocupación de Zamacoyáhuac.

Atendiendo a sus ruegos y a su comprobada capacidad, le fue encomendada la jefatura de todas las guarniciones próximas a los territorios dominados por los aztecas. En un tiempo increíblemente corto el guerrero iba a transformar aquella extensa frontera en un auténtico bastión defensivo.

El carácter en extremo reservado de Zamacoyáhuac no se prestaba mucho a la elocuencia; con miras a compensar esta deficiencia estimuló la formación, dentro del ejército, de un grupo de excelentes oradores encargados de predicar día y noche a la población sobre el peligro tenochca y la necesidad de que todos participasen activamente en las obras de defensa. La reacción popular superó muy pronto a las más optimistas predicciones. Trabajando con ánimo incansable, el pueblo desmontó bosques, abrió caminos y edificó cuarteles y fortificaciones en los más diversos lugares.

Zamacoyáhuac se encontraba efectuando un recorrido por el interior del Reino, dedicado a reclutar nuevos soldados para engrosar sus fuerzas, cuando llegó hasta él un agotado mensajero enviado por el Rey Tzitzipandácuare; venía a comunicarle que el Emperador Azteca, al frente de un numeroso ejército, se aproximaba a Michhuacan con la evidente intención de avasallarlo. Junto con el informe referente a la invasión, el mensajero era portador de una real determinación: aquel que ignoraba el nombre de su padre y fuera despreciado incluso por su propia madre, el otrora acosado adolescente que viviera escondido entre los montes disputando su comida con las fieras, el antaño ignorado sirviente de las orgullosas tropas imperiales, había sido designado comandante en jefe de todas las fuerzas militares existentes en el Reino Tarasco, encomendándosele la difícil misión de hacer frente a la invasión azteca.

En un lugar cercano a los límites donde terminaba la hegemonía imperial y se iniciaban los dominios purépechas, las tropas aztecas detuvieron su avance y se aprestaron para la contienda. Las numerosas patrullas de observación enviadas para atisbar los movimientos de las tropas enemigas habían retornado ya tras de sufrir considerables bajas. La estrecha vigilancia que las tropas tarascas ejercían sobre su frontera había dificultado enormemente la labor de las patrullas, obligándolas a librar incesantes encuentros que en ocasiones adquirían el carácter de pequeños combates. Ninguno de los escasos prisioneros que habían sido capturados revelaba temor alguno en su actitud, sino por el contrario, se mantenían orgullosos y desafiantes frente a sus captores. Sin embargo, pese a todos los obstáculos, las patrullas habían retornado con un buen caudal de valiosa información, según la cual, los ejércitos purépechas estaban procediendo a concentrarse con gran prisa en un mismo lugar: unas enormes y poderosas fortificaciones recientemente concluidas, ubicadas en un lugar próximo a la frontera, no muy lejano de aquel donde se encontraba acampado el ejército azteca. Junto con esta información, los componentes de las patrullas proporcionaron otra que resultaba del todo inexplicable: las tropas tarascas no marchaban solas, con ellas se movían enormes contingentes de población civil. Tal parecía como si los habitantes de Michhuacan pretendiesen oponer a los invasores un gigantesco muro de contención construido con sus propios cuerpos.

Los generales aztecas deliberaron largamente sobre la situación y llegaron a la conclusión de que, a juzgar por la conducta adoptada por sus contrarios, éstos habían decidido realizar una desesperada lucha defensiva, encerrándose pueblo y ejército en sus sólidas fortificaciones, con la firme determinación de defenderlas hasta la muerte. En vista de ello, los tenochcas determinaron no retrasar por más tiempo su avance, sino encaminarse directamente al lugar donde se encontraban los baluartes enemigos.

Una vez más las patrullas del ejército azteca se adelantaron a éste, ahora con el propósito de realizar observaciones sobre el lugar donde se desarrollaría el combate.

TLECATZIN . . . . AXAYCATL-AHUIZOTL . . . . ZACUANTZIN

• “Posición de las tropas antes del inicio de la batalla.”

•• “Exitosa retirada del ala izquierda del ejército azteca. Destrucción del ala derecha y cerco del cuerpo central.”

••• “Las tropas de Tlecatzin acuden a intentar romper el cerco tarasco. Las tropas de Zamacoyáhuac se esfuerzan por lograr la total destrucción del ejército imperial.”

Las fortificaciones escogidas por los purépechas para hacer frente a los invasores no constituían un simple conjunto de construcciones. En realidad se trataba de una extensa región en la que existían tres estratégicos valles, los cuales habían sido debidamente acondicionados para permitir que en su interior pudiese vivir un elevado número de defensores.

En las montañas que rodeaban a cada uno de estos valles se habían realizado complicadas obras tendientes a convertirlos en sólidas fortificaciones. Particularmente el valle central, que era el más grande de los tres, presentaba un aspecto por demás impresionante. Todas las laderas de las montañas habían sido recortadas y reforzadas con elevados muros de piedra. En lo alto, largas barreras construidas con troncos de árbol protegían a interminables filas de arqueros, que en cualquier momento podían comenzar a lanzar una mortífera lluvia de flechas contra aquéllos que intentasen escalar los muros. Un manantial que brotaba en el centro del valle y el hecho de que se hubiesen almacenado con toda oportunidad considerables reservas de alimentos, garantizaban la subsistencia de los defensores durante un largo período.

Los tenochcas no tenían ningunos deseos de permanecer meses enteros asediando los baluartes tarascos hasta que sus defensores se rindiesen por hambre, así pues —y contando con la seguridad que les daba el saber que no podían ser atacados por la retaguardia, pues sus rivales se encontraban al frente y encerrados en sus propias defensas— decidieron utilizar la totalidad de sus tropas en un ataque demoledor, encaminado a conquistar por asalto las fortificaciones enemigas ; con este objeto procedieron a dividir sus fuerzas en tres secciones. La primera, bajo el mando directo del Emperador, tendría como misión atacar el valle central. La segunda, comandada por Tlecatzin, se encargaría del asalto al valle situado a la izquierda del ejército azteca. Finalmente, una tercera sección encabezada por Zacuantzin ocuparía los baluartes ubicados en el valle de la derecha.

Con objeto de impedir que los purépechas se percatasen anticipadamente de la distribución de las fuerzas que les acometerían (lo que les permitiría ajustar antes del ataque la integración de sus respectivos contingentes en cada uno de los baluartes) los generales aztecas optaron por aprovechar la oscuridad de la noche para efectuar la movilización de sus tropas en dirección a las diferentes fortificaciones enemigas.

El valle que contenía los baluartes situados a la izquierda del campamento azteca se encontraba bastante retirado de las otras dos posiciones enemigas, razón por la cual, los guerreros bajo el mando de Tlecatzin fueron los primeros en movilizarse a través de la negrura de la noche. Les siguieron muy pronto, en dirección contraria, las tropas que conducía el temerario Zacuantzin, y al poco rato, la sección central y más numerosa del ejército tenochca, inició el recorrido del corto trecho que le separaba de las estribaciones del valle donde se encontraba la principal fortificación purépecha.

Las tropas aztecas contaban en esta ocasión con un variado arsenal destinado a nulificar las elaboradas obras de defensa a las cuales tendrían que hacer frente: largas escaleras de madera, gruesos rollos de recias cuerdas, diversos instrumentos para socavar los muros enemigos, enormes escudos destinados a proteger tanto a los que laborasen en la destrucción de los diferentes obstáculos, como a los que simultáneamente debían ir venciendo a las tropas contrarias que los ocupaban. Todo había sido cuidadosamente planeado, buscando no dejar nada al azar ni a la improvisación.

Después de realizar una última visita de inspección a las tropas del sector central, desplegadas ya en formación de combate, Ahuízotl se encaminó al puesto de mando donde se encontraba el Emperador, con objeto de informarle que el ataque podía dar comienzo en el momento en que éste así lo ordenase. Similares informes habían llegado ya de los sectores a cargo de Tlecatzin y Zacuantzin.

Ahuízotl se disponía a entrar en el improvisado campamento donde se encontraba Axayácatl, cuando se detuvo unos momentos a contemplar con profunda atención las poderosas fortificaciones que se alzaban ante su vista. Aun cuando tanto por la distancia como por los obstáculos tras de los cuales se guarnecían los tarascos resultaba imposible lograr una clara visión de los mismos, podía observarse en lo alto de aquellas murallas a muchos miles de pequeñas figuras que de seguro se aprestaban a presentar una resuelta defensa. Era evidente que la batalla que estaba por iniciarse no iba a constituir una fácil victoria para las fuerzas imperiales. Sin embargo, Ahuízotl se sentía un tanto extrañado ante el plan de combate adoptado por los tarascos, pues no era esto lo que esperaba del genio militar que se atribuía a Zamacoyáhuac. Al asumir una simple actitud defensiva encerrándose tras de sus sólidos baluartes, los purépechas estaban reconociendo que no buscaban vencer a sus oponentes, sino que se contentaban con lograr rechazarlos, pero esto no pasaba de ser una imposible esperanza, pues por altos que fuesen los muros de aquellas fortalezas y por muy grande que resultase el valor puesto en su defensa, terminarían tarde o temprano por sucumbir ante los bien coordinados ataques del ejército imperial.

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